En las últimas semanas, el accionar de las fuerzas de seguridad fue “noticia” en los medios locales y nacionales. En un primer momento, vinculado con la violencia policial en este contexto de pandemia. A nivel nacional, con la difusión de videos sobre la brutalidad policial y cuyo máximo exponente fue la desaparición –y posterior aparición del cuerpo- de Facundo Astudillo Castro en provincia de Buenos Aires. A nivel provincial, con el homicidio de Valentino Blas Correa, un nuevo caso de violencia letal policial que por las modalidades del hecho y las características de la víctima, adquirió una inmediata visibilidad y repudio social, que dio lugar incluso a modificaciones en la cúpula policial y al anuncio de una “reforma integral” por parte del ejecutivo provincial.

En estos últimos días, las fuerzas policiales aparecieron como noticia en relación a una protesta, que fue incrementando en intensidad y desembocó en Olivos. La forma en que se llevó a cabo este reclamo fue repudiado por casi todo el sector político-institucional del país, lo que por un lado da cuenta de una sana intolerancia a prácticas que ponen en peligro el orden institucional democrático, pero por otro, desnuda la debilidad del control político sobre las fuerzas de seguridad. Una ingobernabilidad que ya no sólo dificulta el control de sus prácticas habituales que dan lugar al hostigamiento policial y al uso letal de la fuerza desde hace tiempo, sino también refleja la falta de conducción y mando en estas situaciones de presión en la que la máxima autoridad de la Nación tuvo que salir a hablar.

¿Qué nos queda entonces para el día después? ¿Quedarnos sólo en repudiar la forma del reclamo, en evidenciar el oportunismo político y mediático de algunos sectores... O se pueden anotar algunas deudas pendientes en nuestra democracia en materia de política policial?

Los y las miembros de las fuerzas de seguridad de casi todas las provincias tienen aún un saldo pendiente en materia de derechos laborales. Y no sólo en relación a los bajos salarios de la “tropa” o los que perciben los oficiales “de calle”, si consideramos la tarea esencial y de riesgo que desempeñan, sino a las condiciones laborales en general. A esta altura, ya es un reclamo histórico las diferencias de tareas en relación al mando, al género y a la edad. La forma en que la estructura jerárquica se desarrolla, en lógica de la obediencia castrense que está muy lejos de parecerse al resto de los trabajadores estatales. Y esto se vió reflejado en la ausencia total de representación del conflicto, en la escasa cultura de expresión colectiva y en la ausencia de agremiación –por expresa prohibición jurídica de un polémico fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación-. ¿Qué posibilidades de canalizar sus reclamos les otorga el Estado y la sociedad tolera? ¿Cómo pensarse como trabajadores/as si no pueden acceder a los mismos derechos laborales constitucionales?

El camino a la sindicalización, el proceso de definición de las modalidades y limitaciones en el derecho a huelga es largo y necesariamente implica un amplio debate con muchos actores sociales y una reforma estructural en las prácticas policiales.

El reconocimiento de derechos laborales de las fuerzas de seguridad no garantiza de ninguna manera que sus prácticas dejen de ser violentas. No se trata de que tengan que dejar de matar para obtener derechos, porque los derechos humanos no se “ganan” ni se merecen. En todo caso, será una piedra menos en el sinuoso camino del cambio, pero que necesariamente implica muchas otras variables. Y no sólo internas, sino y sobre todo externas: la participación activa del poder judicial en la investigación y sanción de cada práctica violenta y el compromiso de todo el arco político de dejar de usar la seguridad como un caballito de contienda electoral y asumir acuerdos democráticos para políticas publicas integrales, transformadoras y urgentes.

Dra. Valeria Plaza Schaefer
Investigadora Asistente CIECS CONICET- Docente y coordinadora del Programa de Extensión “Seguridad y Derechos Humanos” de la FCS UNC