No vi jugar al mejor Maradona. Me interesa el Maradona jugador al igual que me interesa todo aquel que sea capaz de trascender su arte y hacer algo insuperable, ser, sencillamente, el mejor. Me interesa mucho más el Maradona persona, al igual que me interesa todo aquel que es capaz de vivir varias vidas en una. Hay seres humanos que son capaces de superar ampliamente lo que consideramos nuestros propios limites vitales, gente que logra vivir varias veces en un período de tiempo finito. Dentro de algunos siglos, cuando estudien a los personajes de nuestra época, no serán pocos quienes, al intentar armar la biografía del Diez, creerán que es un personaje mítico, como para nosotros lo son los reyes vikingos de las sagas islandesas del siglo XI. “Nadie puede hacer tantas cosas, seguramente son siete u ocho personas diferentes, que pasaron a la historia como si fueran la misma”, dirán muchos. Otros diremos que fue todos esos, pero que por encima de todas las cosas, nunca dejó de ser ese niño humilde y pícaro de Fiorito, que soñaba con jugar un mundial.

Maradona departió con reyes, papas, jefes de Estado de todo el mundo, estrellas de cine, deportistas de distinta índole y nivel de fama, pero adonde fuera, los focos se los llevaba él, siempre. A diferencia de otros, no se mareó en las alturas y nunca se dejó arrancar el alma que traía de la calle. A pesar de los vaivenes en su vida personal, siempre se mantuvo al lado de los suyos: los de abajo, los excluidos, los más débiles. En cada causa que tenía como objetivo pelear contra las injusticias, ahí estaba dando su apoyo y poniendo la cara. Lo hacía de forma instintiva, sin pensarlo demasiado, como si no tuviera nada que analizar, o como si analizara todo en la mitad de tiempo que cualquier mortal. De la misma manera que veía todo antes que los otros en la cancha, también solía hacerlo en la vida. Hay una anécdota que lo ilustra muy bien: a mediados de los 90, Diego sale de su mítico departamento porteño de Segurola y Habana 4310; se queja de que había mucho tráfico porque estaba cortada una calle, pregunta que pasa y le dicen que era una marcha de los jubilados. “Ah! Yo estoy a muerte con los jubilados”. Sin dudarlo, porque si el Diego estaba con alguien, era a muerte, no había medias tintas, como todo en su vida.

Esto no le salió gratis, especialmente en Argentina, donde muchos todavía no se lo perdonan. ¿Cómo un futbolista iba a opinar de política? ¿De los grandes asuntos? ¿Qué se creía ese villerito que sólo sabia patear bien una pelota? Mucho se ha hablado de los supuestos ejemplos negativos que rodean a la vida del argentino. ¿Qué puede haber de negativo en alguien que le dio ganas de vivir a miles, a millones de personas que nacieron entre cloacas y miseria? Una persona que jamás dudó en poner el cuerpo contra las injusticias. Otra anécdota, de las cientos de miles que circulan; en 1984, siendo ya la estrella más grande del fútbol mundial, decidió organizar un partido benéfico, contrario a los deseos de su club, en una rústica cancha de la ciudad italiana de Acerra, en las afueras de Nápoles, con el objetivo de recaudar fondos para un niño que atravesaba una enfermedad; había querido utilizar el entonces San Paolo -hoy bautizado con su nombre-, pero las autoridades del club se opusieron, no le importó en lo más mínimo.

Cuando quería hacer algo, para él o para otros, nada le importaba realmente. ¿Y por qué habría de hacerlo? Maradona desafió absolutamente todas las posibilidades, y por eso también era un fenómeno tan extraordinario. Salió de uno de los lugares más empobrecidos de la Argentina. Era tan pobre que su madre no cenaba para que él y sus hermanos pudieran comer. Para Friedrich Nietzsche, la voluntad era conseguir todo lo que se deseaba sin tener en cuenta la razón. Sin voluntad no se sostiene la vida: si de algo rebosaba Diego Armando Maradona era justamente de voluntad. El hombre oriundo de Villa Fiorito demostró que no hay límites para quienes están seguros de que sus límites no existen. Y eso era Maradona, la voluntad, la eternidad hecha carne. Hegel escribió que cuando vio entrar a Napoleón en Jena, en 1806, presenciaba a la encarnación del espíritu absoluto montado a caballo. Diego fue el espíritu absoluto con una pelota en los pies, la personificación del motor de la historia.

El día que enterraron al legendario escritor argentino y maestro de escritores rioplatenses Macedonio Fernández, su gran amigo, Jorge Luis Borges, dijo de él que todos los hombres que lo precedieron eran borradores, versiones imperfectas de Macedonio. Parafraseando al autor de El Aleph, es fácil asegurar sin temor a equivocarse que todos los goles de la historia del fútbol, anteriores al gol que Diego Armando Maradona hizo en el Estadio Azteca, un 22 de junio de 1986 a las 16:09 hora de Argentina, también fueron borradores, versiones imperfectas de ese gol. El rival era, nada más y nada menos, que Inglaterra. Apenas cuatro años antes la dictadura más sangrienta y genocida de la historia argentina había llevado al país a una guerra contra Gran Bretaña con el objetivo de recuperar las Islas Malvinas. El resultado fueron 649 soldados argentinos muertos, entre ellos, 323 marineros a bordo del Crucero General Belgrano, que fue torpedeado por orden de Margaret Thatcher a pesar de que se encontraba fuera de la zona de exclusión. Todo eso estaba todavía muy fresco en la cabeza de los 30 millones de argentinos de aquel momento. El presidente francés, Emmanuel Macron, calificó a ese partido, no sin razón, como el “más geopolítico de la historia del fútbol”.

Todos los argentinos, incluidos los que nacimos después de ese día, tenemos el relato de Víctor Hugo Morales clavado en la cabeza. Cuando uno escucha “ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”, es imposible que los pelos de todo el cuerpo no se ericen. En un momento de esos 10 segundos, donde Morales hace una obra de arte casi al mismo nivel que la de Diego, el relator uruguayo, que también es argentino, dice: “deja el tendal y va a tocar para Burrúchaga”. Era lo humano, lo que cualquiera en sus cabales hubiera hecho, tocarla para el que venía del costado. Pero Maradona no era del todo humano, tenía ese plus que tienen algunos hombres y mujeres destinados a otra cosa. Entonces, aunque después contó que pensó esa posibilidad, no la toca para Burrúchaga, sigue con la pelota atada a los pies. Siempre Maradona. Y después el “genio, genio, genio”. Morales, un tipo que aún hoy es extremadamente elocuente, se queda, por unos segundos, sin palabras ante semejante obra maestra. Y es en ese momento que Maradona ya no es un jugador más, ni siquiera es el mejor jugador de todos, pasa a ser algo mucho mayor, pasa a ser un creador, un artista. Si aún quedaba alguna duda, es en esos 10 segundos que pasa a ser, justamente, un genio.

Decía Oscar Wilde que a veces nos podemos pasar años sin vivir en absoluto y que la existencia luego se concentra en un solo instante. Muchas veces me preguntó si habrá sabido Diego Armando Maradona, cuando recibió esa pelota, de espaldas y en la mitad de la cancha, que 10 segundos después iba a sellar su leyenda para siempre. Que en 10 segundos iba a hacer lo que la gran mayoría de los mortales no podemos hacer en toda una vida. Maradona si era humano, demasiado humano, el más humano de todos. De hecho, nunca dejó de ser, en el fondo, ese niño que salió de Villa Fiorito y asombraba a todos con su talento descomunal. Por eso, también me preguntó si habrá sabido, cuando jugaba en el potrero cerca de su casa, que lo que hacía ahí todos los días, algún día lo haría frente a Inglaterra, y en una Copa del Mundo. Quizás lo había soñado, y, en un giro borgeano, ese gol, ese día, en ese lugar, lo había hecho muchas veces. Quiero creer que lo sigue haciendo. Que, en algún punto del universo, ese niño Maradona sigue existiendo, soñando que arranca por la derecha y ta, ta, ta, gooool.