El día en que la esperanza tuvo fecha concreta, 21 de febrero de 2021, la ignominia decretó que te murieras una semana antes, el 14 de febrero. Así fue cómo quedó cerrado el juicio por el atentado explosivo en la Fábrica Militar de Río Tercero, mi ciudad. Jamás podremos decir, por ley, qué grado de responsabilidad tuviste, Carlos Saúl Menem, por el delito de estrago doloso.

El 3 de noviembre de 1995 yo estudiaba en Córdoba capital para rendir un parcial. Encendí la radio y media hora después me enteré del horror: a partir de las 8:55 tres grandes explosiones (junto a otras menos intensas) dejaron siete muertos, más de 300 heridos y daños que iban desde casas reventadas hasta personas que se quedaron con lo puesto. Dos días después, pude saber que mi familia estaba viva.

Ese 3 de noviembre de 1995, Julio, mi papá, se había levantado temprano. Operario por años en la fábrica Atanor, tenía pegado en el cuerpo los turnos rotativos y el hábito de madrugar aunque hubiera llegado del trabajo a las cuatro de la mañana. Aquella noche había dormido mal por el calor intenso. Entonces, al levantarse lo primero que hizo fue abrir todas las ventanas y puertas para que corriera un poco de aire fresco. Se fue a la vereda, quería plantar un arbolito de durazno. La primera detonación lo cruzó allí con su onda expansiva. Una granada y otros metales rebotaron en el asfalto. Como una luz y a los gritos fue ordenando la huida. Supo que el entrenamiento fabril en las clases de Defensa Civil lo iban a ayudar. A los pocos minutos vino la segunda explosión. Entre ésta y la tercera, mi padre, mi hermano menor y mi madre ya estaban en el auto con provisiones, bidones de agua, dinero y ropa. Subió a una de las perras. La otra, muerta de miedo, se había refugiado en la casa de enfrente y no quería volver. El patio, la vereda, la calle quedaron sembrados de carcazas, proyectiles sin ojivas y esquirlas. Mi hermano recuerda los zumbidos de “cosas que volaban por el aire”. El portón de hierro y chapa no cerraba: la detonación lo había dejado curvo, bombé, como decía mi papá. Nuestro hogar estaba lejos de la Fábrica Militar, las ondas expansivas llegaron de refilón. Pero eso lo supimos después.

Uno de los barrios más afectados fue el que estaba pegado a los polvorines. Ahí vivían mis primxs, Oscar y Nelly con sus hijxs. Oscar laburaba en la Fábrica Militar ese día. Cuando sucedió la primera explosión salió angustiado a buscar a su familia. Corrió por todo el campo atravesando los polvorines. Simultáneamente, Nelly llevaba sus hijxs a la escuela. El ruido, la columna de humo y el fuego que ya se divisaba la hizo cambiar de rumbo. Huyó con las criaturas en sentido contrario al desastre. En tanto, Oscar llegaba a su vivienda. Pero ya no existía. Todo estaba desplomado, sobresalían los hierros, los escombros y sus gritos, diciendo los nombres de sus familiares. “Creí que podían estar debajo de la casa derrumbada”, -contó después-. A los pocos minutos, la segunda explosión. Esquirlas del tamaño de ladrillos caían y agujereaban las paredes. Oscar se refugió entre los mismos escombros, miraba el sentido de trayectoria de las esquirlas, “mi cabeza iba a una velocidad increíble, calculaba cómo acomodarme”. Minutos después, llegó la tercera con una lluvia de metales derretidos. Cuando volvió la calma, hizo cuentas con los horarios y dedujo que su familia se había salvado.

Mi padre buscó refugio manejando hacia la localidad de Tancacha por la RP6. Muchos eligieron esa zona, ya que era el punto opuesto al espanto. En el camino encontraron a una mamá que corría descalza por la ruta, con sus dos bebés en brazos. Iba llorando, vestida tan solo con una bombacha y una remera, “fue lo primero que manoteé de la soga” comentó después. Cuando la auxiliaron, mi madre le miró los pies. Estaban ensangrentados, en carne viva: habían perdido la mayoría de las uñas por las piedras, los yuyos y el asfalto. Ella decía que no se había dado cuenta porque no sentía dolor. Antes de llegar a Tancacha, la gente de las chacras y quintas se apostó sobre la ruta para brindar ayuda. Mi familia pudo pasar varios días en la casa de Don Ghigo. No fueron los únicos: ni los hospedados ni los solidarios.

Emergieron las categorías “desaparecido” que luego se reemplazó por “desconectado” y se sumó “encontrado”. Mi primo Oscar halló en el Aeroclub, a los suyos. Así, poco a poco, las personas fueron aliviándose, sabiéndose. Nunca olvidaron lo que pasó ese 3 de Noviembre. Nadie olvida. Por eso esta Carta Abierta. Porque todavía abrazamos la memoria a pesar de que la justicia nos dejó hace tiempo. Porque se acerca la fecha y se nos anuda la garganta con el álbum de fotos del infierno. Porque el arbolito que plantó mi papá ese día, se salvó. Y años después comimos sus duraznos. Porque cuando hace mucho calor todavía decimos “como el día del atentado”. Porque en la navidad del 2021 me di cuenta que habían vuelto a sonar con bríos, los fuegos artificiales y los “cuetes” como decimos aquí, y no supe si reír o llorar. Es que por muchos años, gracias a vos, dejamos de usar pirotecnia para las fiestas. No sabés lo ominoso que resulta la Navidad y el primero de año en silencio. Si hasta los truenos de las tormentas hacían llorar a las criaturas. Y a mi madre. Aún hoy, si la toma desprevenida una puerta que se cierra de golpe, se paraliza, luego gime y se le cuajan los ojos. Una ciudad con síntomas físicos y mentales propios de una guerra, dijeron los especialistas.

Escribo esta Carta abierta porque debe haber una manera de ajusticiar con verbos y sustantivos. Porque todo lo que sufrió esta ciudad no puede volverse una nada. El mismo abecedario que nos dejó sin sentencia es el mismo que el 3 de noviembre del 2020 te declaró “Persona no grata”.

Quiero que sepas que el día que te moriste, Río Tercero no adhirió al duelo nacional.

Tu poder no pudo atentar contra la memoria.

Silvia Raquel Attwood - DNI 20362808

Escritora. Docente del Taller de escritura creativa Café de Letras.

@silvia.attwood