I

Carolina volvió a su departamento. A su vida sin mí que le parece mejor. Evitó hablar de tomarse un tiempo para pensar la relación y extrañarnos. Me dejó y ni siquiera se tomó un minuto para despedirse. Huyó. Hoy quisiera quedarme en casa y atrincherarme del mundo. El mundo, a veces, duele. Duele el aire, los murmullos de la calle, los otros, las miradas, las respuestas sin ganas. Pero tengo que salir. Anoche me llamó Mónica, la madre de Gabriel. Me contó que mi amigo tuvo otra de sus crisis y que rompió todo. Él hace esos escándalos y pierde el control, grita, rompe, llora, ríe.

—Hay que internarlo de nuevo —dijo la madre—. ¿Vos podés pasarnos a buscar mañana por casa, a primera hora? Le di unos calmantes, Gabriel se va a resistir menos si vos nos llevás a la clínica. Sos su amigo, su único amigo.

Quise decirle que se las arreglen solos y que llamen a una ambulancia, o a la policía.

—Sí, Mónica, mañana paso, no hay problema.

Es increíble la distancia que existe entre lo que pienso y lo que digo. Gabriel carece de esa grieta y por eso está loco. A veces quisiera que se quede callado y que no abra la boca porque cuando habla puede ser destructivo ya que sabe tocar la herida, incluso pareciera que lo disfruta.

—Gracias, vos sabés que él se resiste a las internaciones, sé que todo va a estar bien, lo que Gabriel necesita es descansar, hace unos días que no duerme y anda irritado, ¿no te habló?

—No —contesté y le mentí, Gabriel me estuvo llamando, pero no atendí ninguna vez, lo último que necesitaba era escucharlo. Mi mundo, o lo que queda de él, tiene un nombre: Carolina.

Gabriel está cada vez peor y se nota en su aspecto. Su cuerpo es un campo de batalla, una hoja donde se escriben sus derrotas. Se abandona o, mejor dicho, algo de la vida lo abandona y empieza a desmoronarse. Las internaciones lo ayudan, tuvo varias, se estabiliza e incluso parece contento, pero luego todo arranca de la misma manera, o peor. Nadie sabe qué hacer con él. Probaron terapias de todo tipo. Regresiones. Progresiones. Constelaciones. Psicoanálisis. Guerra de almohadones. De todo, incluso acompañantes terapéuticos, pero nada funcionó. La sonrisa es lo primero que pierde y lo que más le cuesta recuperar.

Lo conozco desde que éramos niños. Su familia compró la casa que estaba al frente de la nuestra. Tenía una ventana grande que daba a la calle y Gabriel se subía a la reja y gritaba:

—Hola, hola, hola.

Mi padre decía que trepado a la reja parecía un niño mono. Un día le respondí el saludo y al otro ya estábamos tomando la leche en casa y jugando al Súper Mario Bros o al Circus. Conmigo tenía un trato especial, había un lazo profundo, conectamos de inmediato y estábamos todo el tiempo juntos. Si algún chico del barrio me buscaba problemas, Gabriel me defendía. Era bueno peleando. No tenía miedo a que lo golpearan, parecía que lo disfrutaba y eso asustaba a los contrincantes. Fue mi primer amigo del barrio. A él le costaba pronunciar algunas palabras y decía, acertando mucho y pronunciando mal, que éramos amigos del barro. Nos habíamos declarado primos. Preferimos eso a ser hermanos por dos motivos. Uno: las familias están podridas y ser primos nos alejaba un poco de esa podredumbre. Dos: él es colorado y yo morocho.

II

—Frená —grita Gabriel desde el asiento trasero—. Me quiero bajar acá.

Miro a Mónica que está sentada en el asiento del acompañante y reduzco la velocidad. “Frená” es la primera palabra que aparece desde que subieron. Todo puede explotar. El malestar satura el auto, en un momento encendí la radio y Mónica sin decir nada la apagó. Gabriel sube y baja el vidrio. Se pone y se saca el cinto.

—Mónica —digo sin mirarla—, ¿freno?

—No —dice sin dejar de mirar por la ventana.

—Me quiero bajar ahora —dice Gabriel—. Si no me bajo me pongo peor, ustedes no lo entienden.

—Mónica, ¿no es mejor que frenemos?

—Dije que no.

Me acomodo en el asiento y aprieto el volante. Gabriel suspira e insulta bajito.

—Mejor freno y conversan —digo sin mucha convicción.

—No —repitió Mónica, inflexible, distante.

La respiración de Gabriel es intensa.

—Me quiero bajar —grita desde atrás.

Me aturde. Pongo las balizas y estaciono.

—Mónica, bajen del auto y hablen, yo no los puedo llevar así. Los dejo en un bar o en una plaza.

Gabriel se apoya en el asiento y como si abrazara a dos mujeres pone los brazos arriba del respaldo.

—No, hay que internarlo. Con Gabriel, lo sabés, esa conversación no tiene fin. Yo necesito estar tranquila y dormir, y como su madre te digo que él necesita lo mismo.

Mónica tiene razón. Gabriel es inestable.

Saco las balizas y vuelvo a manejar. Sospecho que no vamos a llegar a la clínica. Pongo los seguros de las puertas y el ruido que hizo fue incómodo.

—Haces bien en tener miedo que salte del auto —dice Gabriel.

Mónica todavía me recrimina la vez que Gabriel tuvo uno de sus tantos episodios y yo lo escondí en mi departamento. Había terminado con una pareja y a Gabriel se le puso en la cabeza que la mejor manera de elaborar ese duelo era tomando cervezas en el techo de su casa. Una noche se puso eufórico y empezó a tirar las botellas a la calle. La policía intentó persuadirlo.

—Anula la luna. ¡Es un palíndromo y eso significa que me tienen que dejar solo! —gritaba y arrojaba botellas y ladrillos.

El patrullero terminó con el parabrisas roto y él escapó por los techos. A Mónica intentaron tomarle declaración, pero casi no pudo hablar.

—Tomé la pastilla de los nervios —dijo entre lágrimas y balbuceos, algunos vecinos intentaban calmarla.

Al volver a mi departamento lo encontré escondido entre los arbustos de la entrada. Salió desnudo y pálido. Estuvo conmigo un mes y después se pasó medio año internado en un psiquiátrico. Me angustiaba visitarlo, mis visitas fueron pocas. Estaba sedado y, como podía, contaba infructíferos planes de fuga mientras le caía un hilo de baba. Se había puesto gordo y tranquilo. Los médicos decían que estaba mejor, pero daba pena verlo en ese estado.

Una mañana en que lo visité, me dijo:

—¿Sabés por qué no me escapo de acá, Primo? Porque acá tengo dos novias, están re locas las pibas, divinas.

—¿Puedo fumar en el auto? —pregunta Gabriel.

—Sí, pero bajá el vidrio.

—Mamá, ¿me das un cigarrillo?

—Sí, querido —contesta Mónica y saca la etiqueta de la cartera, enciende uno y se lo pasa. Luego enciende otro y baja el vidrio. Me mira—. ¿Querés uno?

—No, dejé.

—¿Seguís de novio?

—No, me dejó.

—Somos dos perdedores, Primo —dice Gabriel desde atrás—. Pero no hay que ponerse mal, el fracaso no es malo e incluso hay gente que es adicta al fracaso, ¿será nuestro caso? Debería existir un grupo de fracasadores anónimos.

Manejo sin dejar de pensar en Carolina. Cosas sueltas. Su pelo. La forma de sacarse la ropa. El olor a cigarrillo. La manera en que preparaba el mate. Sus clases de yoga. La pienso en partes, como un avión que cayó al mar y van llegando sus pedazos a la orilla de una isla. Yo soy la isla. No tengo fuerzas para pensarla en una historia. Se me vienen retazos de la noche en que la conocí y en cómo se tentó cuando le pregunté si quería ser mi novia.

—No me la puedo sacar de la cabeza —le había dicho una vez a Gabriel—. No sé qué hacer.

—Hacé bicho —contestó.

De niños teníamos ese juego, el de bicho bolita. Nos gustaba mirar cómo esos bichitos se enroscaban cuando se sentían en peligro. E inventamos el juego. Era simple. Poníamos un colchón a los pies de un árbol y nos trepábamos. Uno gritaba bicho bolita y el otro se enroscaba y se dejaba caer. A veces lo hacíamos sin demoras, pero cuando nos subíamos a ramas más altas nos teníamos que empujar. Una tarde Gabriel propuso que nos dejáramos caer del techo de una casa abandonada. Lo lindo no era el golpe. Lo lindo era la caída. Ese espacio de libertad. Ese vuelo. Me subí al techo, me senté en el borde, me puse bicho bolita y me dejé caer. Al verme en el piso gritando de dolor, Gabriel salió corriendo por la calle. Me dejó solo y no podía ponerme de pie, sentí en el cuerpo la amistad cuando lo vi llegar corriendo empujando una carretilla de albañil. Me llevó a casa. Estuvo conmigo todo el tiempo en el hospital. Me había quebrado la pierna. Mi madre me prohibió volver a verlo, lo que ella desconocía era que ya éramos primos y, los que se declaran primos, nunca se abandonan.

Bicho bolita se transformaría en un código. Cada vez que lo acompañaba a internarse y yo le gritaba bicho bolita, él se tiraba al suelo y empezaba un espectáculo de resistencias, jeringas y enfermeros que disfrutábamos recordar cuando era dado de alta. En una guardia psiquiátrica aplaudí con tal esmero sus maniobras de resistencia, que un médico me pidió que me calmara sino nos iban a internar a los dos. Me calmé.

—Frená —grita Gabriel con todas sus fuerzas.

—No lo hagas —dice Mónica sin dudar.

Gabriel la agarra del pelo y la empuja para atrás. Las arrugas de Mónica desaparecen de golpe y el cuello se le contrae. Su cara aceleró de cero a cien en un segundo.

—Soltame —dice con dificultad.

—Escuchame, mamá. No me quiero internar. No quiero hacer mandalas. No quiero jugar al vóley. No quiero jugar en un metegol choreado de baba. Solo me quiero bajar del auto y quiero que eso pase ahora. ¿Soy claro?

Mónica desliza los ojos y me dice:

—Frená.

Estaciono y salgo del auto. Mónica sube los vidrios y empiezan a fumar. Una nube los envuelve. Reviso el celular para ver si tengo mensajes de Carolina. Miro su foto de perfil. La cambió. Donde antes estábamos nosotros ahora puso un paisaje. Miro auto. Mónica le pega en la cabeza y Gabriel intenta alejarla. Abro la puerta y los gritos salen comprimidos. Me recordaron a los gritos de Carolina. A los míos. A nuestras peleas. Tanto a Mónica como a Gabriel mi presencia les es indiferente. Se insultan. Se culpan.

—¡Basta! —grito y me prendo a la bocina. Se callan los dos. Están agitados y despeinados —. Primo —le digo a Gabriel—, ¿confías en mí?

—Sí —contesta y agacha la cabeza.

Mónica se seca unas lágrimas y respira, baja el espejo y se mira, se acomoda el pelo.

—Ahora vamos a ir a la clínica, ¿está claro?

—¿Entonces vamos a dejar al loco internado? Qué fácil solucionan las cosas, así cualquiera es un genio. El loco lejos y encerrado, tomando mate cocido con pan y calmantes. ¿Esa es una solución?

Mónica enciende otro cigarrillo.

Arranco y tomo por costanera. Acelero. Alargo las marchas y el motor sufre. Paso un auto, otro, otro. Toco bocina para que me den paso y esquivo con lo justo a una camioneta. Mónica se acomoda en el asiento, tira el cigarrillo y se pone el cinturón de seguridad.

—Vas muy rápido —dice sin mirarme.

La costanera se hace angosta. Nos separan del río Suquía una sucesión de canchitas de fútbol, basurales, hamacas, baldíos. Tengo la mirada fija en los obstáculos, paso un auto y los espejos retrovisores se tocan y el mío explota.

—Frená por el amor de dios —grita Mónica.

Los gritos cambiaron de lugar.

—No frenes —grita Gabriel.

Paso un camión de basura y Mónica quiere agarrar el volante, le saco la mano. Tomo aire, el corazón me retumba en todo el cuerpo.

—¡Bicho bolita! —grito y me doy vuelta para verlo a Gabriel y su sonrisa hermosa.

Gabriel se enrosca y apunto el volante al río. Mónica grita y sacude los brazos. Esquivo una montaña de basura y volanteo para agarrar una canchita de fútbol. Un caballo que come yuyos levanta la cabeza y nos mira. Por el espejo retrovisor veo tierra. Quiero pasar por debajo de un arco. Volanteo, el auto salta y todos gritamos. Llegamos al mundo rodeados de grito y nos vamos de la misma manera. Una forma de devolverle el susto. Me acerco al arco, es bueno, de vez en cuando, hacer el gol.  

Sobre el autor

Gustavo Oña (1980) es psicólogo. Escribe la columna Los días más felices en cba24n.com.ar. Publicó Sábados de bailes y soledades (ediciones del Boulevard, 2011); Contame una novela o te mato (2013), Casting (Del Boulevard, 2015) y Constelaciones (Recovecos, 2017), libro finalista del Premio Literario de la provincia de Córdoba.