Era la noche. Habíamos rendido algún final y la ciudad parecía vacía, al menos en la zona de Ciudad Universitaria. Todavía existía en esas inmediaciones la Casa de Gobierno, y sus alrededores no estaban plagados de esa mezcla de cervecerías, gente fumando porro en sus mantas sobre el parque, runners, etc. Era más bien un páramo oscuro, custodiado por policías que lo vallaban ante la primer marcha posible. El Parque De las Tejas era un sueño delasotista que después vino a adormecer a las masas estudiantiles de Nueva Córdoba.

Existía todavía la villa sobre Ambrosio Olmos, antes de llegar a Plaza de las Américas, y los disparos sobre la avenida solían ser habituales.

Estábamos en el departamento de una novia sobre la calle Santiago Temple. Yo demoraba mi partida a Buenos Aires para quedarme unos días más con ella, azotado por toda una suerte de inseguridades. Estaba Juan, también. Habíamos hecho un grupito altamente nerd en el que discutíamos todo el tiempo de política, teorías sociológicas, música, lo que fuera. Recuerdo que dejaba un departamento porque ya no podía pagar el alquiler, recuerdo llevar muebles a un depósito, recuerdo quedarme con mi mochila y mi pasaje a Buenos Aires en pleno diciembre del 2001.

Pero todavía estaba acá intentando no ceder ante lo inminente: que la cosa ya no iba, que habíamos entendido el engaño inicial pero que no nos resignábamos a la evidencia. Pero esa es otra historia y ahora viene a pegarse a esta porque tiene la hermosura de los derrumbes.

Empezamos a escuchar las cacerolas, primero desde algunos edificios, después más cerca, hasta que vimos pasar jóvenes caminando, gritando, marchando.

El año académico había sido catastrófico, creo que no habíamos tenido más que algunas pocas clases en todo el año, y los finales eran un mundo de gente, entre los atrasados, los nuevos, las ridículas exigencias. Todo un año de quedar enganchados en marchas, de participar en asambleas, de escuchar, de preguntar. No había clase en donde no se tocara el tema, donde no se pusiera en evidencia la amenaza que pesaba sobre la educación pública.

Pero en ese mismísimo momento parecía que había llegado la hora de actuar. Un llamado inexorable se hacía escuchar desde las calles. Sería el primer llamado de esta historia. Y entonces empezamos a remontar desde el colegio Deán Funes para arriba, después Vélez Sarsfield hasta llegar al Patio Olmos que era un mundo de gente.  Éramos frágiles como gotas de agua en la boca del volcán, frágiles ante todo lo que nos excedía, y sin embargo, nuestros cuerpos ahí, en una ebullición que nos llenaba los ojos de lágrimas, sin comprender que a partir de allí todo se escribiría de una manera distinta, no necesariamente mejor o peor, sencillamente distinta.

Yo me acuerdo. Me acuerdo los televisores, las pantallas, me acuerdo los saqueos, las roturas de vidrieras. Me acuerdo volver aunque ya no había donde volver.

Me fui la noche siguiente con mi mochila al hombro y solo un pasaje de ida. No me alcanzaba para el pasaje de vuelta. Mi vieja llevaba meses sin cobrar su pensión, yo llevaba meses sin poder laburar, y así. Toda mi familia en Buenos Aires, yo en Córdoba. Una de las tantas rarezas, uno de los tantos desencuentros. Volvía a la casa de mi madre (que era en realidad su nueva casa) y el plan era quedarme allí.

Acá los recuerdos se me confunden. Los estallidos sociales habían dejado muertos, De la Rúa había huido en un helicóptero, y yo me bajaba del bondi en Morón. La novia lejos, el amigo lejos, y Buenos Aires con la boca abierta como un cocodrilo.

De Morón me fui a Capital, un lugar que sentía más cercano. Pero nada era cercano ya. Se respiraba mierda y calor en todos lados. Recuerdo que fui a una ferretería en Cabildo a comprar una “mecha del 6” para ayudar a mi cuñado que instalaba no sé qué cosa en el departamento. El ferretero me dio una “mecha del 5”, cuando me di cuenta se la devuelvo haciéndole notar el error y el tipo me quería cobrar una diferencia 10 pesos. Una locura. Se enojó, me putearon junto con un cliente acodado. Me fui del local con la sensación de que la ciudad había enloquecido. Lo mejor era quedarse en la casa de mi hermana, no salir.

Pero justo llamó aquella novia. “Mañana voy para allá”. ¡Surprise! La concha de Perón. Meter en pleno diciembre de 2001 un viajecito amoroso a Buenos Aires. Hay diferencias entre ser joven, ser loco, y ser un pelotudo. Yo me las había arreglado para estar unido en cuerpo y alma a esa santísima trinidad. Y la noviecita venía a llenar la copa.

Llegaba a Morón. Había que volverse entonces. Le conté a mi hermana, y me preparé para irme. Tomé un colectivo y llegué hasta algún punto cercano a la Estación de Once. Caminaba en ese flujo constante que baja, sube, entra, sale y camina a toda velocidad con portafolios, carteras, mochilas. Tardé todo lo que tardé en darme cuenta de que la gente caminaba más apurada de lo normal y que todos- y cuando digo todos es todos- caminaban en la dirección contraria a la mía. Tardé, como siempre. Y me metí adentro de la boca, esta vez no era el cocodrilo, sino del dragón. La estación de Once era un caos. Un vagón se incendiaba al fondo, la policía corría manifestantes, explotaban vidrios. Me tiré debajo de un teléfono público al lado de una chica embarazada que lloraba y un viejo que miraba atónito. Se nos acercó un policía con casco y una ithaca. El terror nos hizo tomarnos de las manos. El policía nos miro y nos pidió que nos quedáramos ahí. Seguían los destrozos, las balas de goma y el policía ahí, deteniéndonos con una mano mientras a nuestro lado explotaban botellas.

Todo se calmó en un tiempo que no sabría precisar. Tenía un celular de esos tipo ladrillo en el bolsillo. Sonaba sin parar, y tardé, por supuesto, en atender ¡¿Estás bien?!... Sí…  ¡¿Dónde estás?!... ¿Estás viendo la tele?... ¡Sí!... Estoy ahí, en el medio del quilombo, en Once, pero estoy bien. Estoy varado, no puedo volver a Morón, no hay trenes, no hay colectivos, no hay plata para otra cosa. Me vuelvo a lo de Veru. Mi hermana.

Vamos de vuelta. Todo alrededor era un incendio, humo, piedras y corridas. Lo mejor era quedarse en donde estaba, esperar, pero todo indicaba que había que “volver”. Atravesar el caos, llegar a… no sé. Ya no había Ítaca (solo ithacas), ya no había Beatrice, ya no había mapa. Ma-Pa. Estábamos en el desastre. Cada argentino debe sentir en el fondo, que cada crisis personal, coincide con una crisis del país, que cada derrumbe social, es su propio derrumbe; descontarse de ese terrible destino es una tarea infinita, porque la inercia tiene la fuerza de la corriente de todos los ríos crecidos y enfurecidos que nos atraviesan.   

Al otro día arranqué temprano. Volví a Once para ver si podía enganchar algún colectivo. Las colas para los bondis daban varias vueltas a la plaza Miserere (literalmente traducible como “ten compasión”… Miserere mei Deus). Resignado me puse atrás de alguien. Indiferenciados aquellos que iban, de aquellos que volvían, indiferenciados aquellos que escapaban, de aquellos que se entregaban nuevamente a los trabajos y los días.

Alguien empezó a decir que por el precio del boleto algunos tacheros alzaban Rivadavia arriba y te acercaban a Zona Oeste. Un oportunismo justo, el de los tacheros, el de la compasión divina. Nos juntamos entre cuatro y subimos a un destartalado R11.

Remontamos Rivadavia, todos callados, nadie hablaba, nadie decía nada, pero todo se sobreentendía. El R11 era nuestra nave de los locos. El R11 era nuestro barco a la deriva, Rivadavia arriba, buscando alejarnos del desastre, encerrándonos afuera. Afuera es una palabra exacta. Si ya no había donde volver, es porque ya no había adentro. Por un tiempo sin tiempo, vivimos a la Fogwill, afuera, irremediablemente afuera…