Los sábados, después del almuerzo, mi papá nos pasaba a buscar a mi hermana y a mí. Yo lo esperaba sentado en el cordón de la vereda. Por mucho tiempo nos llevó al cine. Era la época en que pasaban dos películas y si los recuerdos no me engañan en las salas se podía fumar. A veces en plena película se me acercaba al oído y me explicaba un poco el argumento. Yo lo escuchaba atento, me gustaba su voz. Él sabía. Yo, con cinco o seis años, salía de esas salas enceguecido y aturdido, una sensación que solo podría comparar con esa desorientación que se vive cuando en un boliche prendían la luz.

Del cine buscábamos el auto y nos íbamos a un local que quedaba en Avenida Colón a comer lomitos. El hombre que cuidaba los autos era sordo y hablaba raro, mi papá hablaba con él haciendo gestos y señas, era un lenguaje nuevo, diferente, a veces se reían y parecía que se entendían. Mi papa sabía. Él comía un lomito entero y Noemí y yo compartíamos uno. El postre era un panqueque con dulce de leche que comíamos con tenedores. Él nos explicaba cómo se hacían los panqueques, yo me esforzaba por recordar la receta y algunas noches antes de dormir le pedía a mi hermana que me recordara los pasos. Algunas veces mi papá sacaba del bolsillo de la camisa una lapicera negra de trazo fino y se ponía a dibujar en las servilletas. Hacía lo que le pedíamos. Dibujaba excelente y antes de irnos los hacía un bollo y se reía subestimando eso que para mí era una maravilla. Yo le preguntaba si de grande iba a dibujar así de bien. Después nos llevaba a casa y algunas veces lo escuché cantar en el auto, me gustaba su voz y me llamaba la atención de que fuera más grave de la voz que le conocía, cantaba y fumaba, doblaba y frenaba y yo le hacía preguntas de cómo se manejaba un auto y si algún día iba a saber darme cuenta cuándo tenía que poner segunda o tercera y me parecía difícil saber qué guiño era el de la derecha o la izquierda.

Era todo complicado y mi papá tenía respuestas, lo sabía todo.

Más tarde, como suele pasar, por suerte, entendí que mi papá no sabía tanto, diré más bien que sabía poco y sucedió la esperable consecuencia que acompaña ese tipo de situaciones: empezamos a vernos menos, pasaba cada quince días y era poco lo que hablábamos por teléfono.

Yo le contaba mis cosas como pedazos de vida. Bloques enteros. Me llevé unas materias a diciembre y otras a marzo. Terminé el secundario y no voy a Bariloche. Voy a estudiar Derecho. Me va bien. Dejé Derecho. Me puse de novio. Es piola. Trabajo en un call center. Me gusta escribir. Entré en piscología. Me gusta. Estoy sin novia. Creo que voy a ser psicoanalista. Vivo con un amigo. Pinto, no, no, departamentos. Me recibí. Vivo en pareja, sí, nos queremos mucho. Me separé. Estoy bien. No me puedo quejar. Conocí a Caro. Voy a ser papá, papá.

El otro día nos quedamos con los chicos en casa. Los tres. Caro estaba con su madre que se había quebrado la muñeca. Lo primero que me despertó fue el pedido del más chico. Pá, pá, pá, quiero la leche. Pá. Me dio gracia la cantidad de veces que dijo “papá” estando yo bastante dormido. Desayunamos. Hicimos las compras. Jugamos a un juego de mesa. Anduvimos en bici. Cortamos el pasto. Un amigo me dijo que había contado las veces que sus hijos le habían dicho papá en un día. Y yo también las conté. Entre demandas, problemas, raspones, miedos, perdones, enojos y preguntas, me habían llamado 157 veces. Les expliqué cómo se enroscaba la tanza de la bordeadora, les mostré cómo había que aspirar por la manguera para que succionara agua y poder sacar la basura del fondo de la pileta de lona, lavamos a la perra y les conté que a los gatos no les gusta el agua y que las costillas a la parrilla hay que ponerlas del lado del hueso. ¿Vos sabés todo, papá?, me preguntó el más grande y se me hizo un nudo en garganta. A la noche hicimos panchitos. Hay postre, pá. Y yo les contesté que íbamos hacer panqueques con dulce de leche.