Una mañana de septiembre, mientras desayunábamos en la galería, mamá me contó que tenía cáncer de páncreas. 

—Es un órgano que está acá —dijo y se tocó el costado de la panza—, entre las achuras.

Yo sabía qué era el páncreas, lo había estudiado en Naturales.

—¿Te vas a morir? —pregunté.

No supe qué otra cosa decir.

Ella alzó los hombros.

—Eso le pasa a cualquiera, todos nos vamos a morir.

No era mi madre, era mi abuela. Pero me había criado y por eso yo le decía mamá.  En cambio, a mi abuelo nunca le pude decir papá. Era el Tata y había muerto un año antes por una neumonía mal curada. Desde que recordaba, mamá y yo dormíamos en la misma pieza, en camas separadas por una mesita de luz en la que yo apoyaba mis revistas y ella sus rosarios. En los últimos meses se despertaba, rezaba, murmuraba cosas, hacía ruidos con la dentadura o caminaba por la casa arrastrando las pantuflas.  Todo eso se metía en mis sueños.

—Deberías ocupar la pieza del Tata —dijo después—. Ya estás grande. Además, el doctor me avisó que voy a tener dolores y te van a molestar.

Nos quedamos callados un largo rato. No me animé a preguntar quién se iba a encargar de mí. Así que cambiamos de tema. Yo le conté que a la tarde festejábamos los trece de Roque.

—Qué bien, se están poniendo hombrecitos —dijo.

No había fiesta. Nos juntábamos a tomar y a fumar en la Casa Partida. Era nuestra guarida, algo más que una choza. Algunas tardes nos quedábamos ahí al salir de la escuela, tomábamos un porrón y pitábamos los cigarrillos que Clencho le sacaba a su hermana. Una vez llevó una bombacha menstruada. Huelan, dijo, este es el olor del sexo, y la pasó como si fuera el cáliz y él, un Jesús en la última cena.

Para el cumpleaños de Roque, tenía que robar una botella del mueble de las bebidas. Ese era mi aporte. Las botellas estaban en una vitrina llena de polvo que no tocábamos desde el velorio del Tata. Pensaba sacar una cuando mamá se fuera a hacer la siesta, pero la noticia del cáncer me puso en un estado extraño, como de silencioso respeto por ella y por el momento.

—¿Puedo agarrar un licor?

—Llevá el que quieras —respondió. 

Salí después de almorzar con el licor de dulce de leche en la bolsa de las compras, para disimular. En el pueblo no había un alma. Agarré por la calle de tierra y pasé fren te a la escuela. En la vereda unos perros jugaban con la cabeza de Sarmiento y otras partes de la escenografía de cartón del acto del Día del Maestro.

A unos cien metros, desde una esquina surgió una bola de polvo que dobló por la misma calle y avanzó a cierta velocidad. Era Quesito en su bici. Pedaleaba parado con el pecho recostado sobre el manubrio y el culo levantado, como un jockey. Pensé en silbar, pero preferí seguir solo. Tenía un nudo en la panza. Pensé en nuestro último año, solos en la casa, mamá y yo.

Quesito se perdió entre los árboles que rodeaban la Casa Partida. El terreno estaba a tres cuadras de la escuela, en una manzana medio despoblada. Era una casa vieja, con una puerta en el medio y dos postigos altos a los costados. Le decíamos la Casa Partida porque tenía una rajadura en la fachada desde el techo hasta la base.  Un surco como el hachazo de un gigante. Sobre el piso había medio metro de barro y arena mezclado con pedacitos de platos, tazas, botellas, palos. Era el sedimento que dejó en las casas de todo el pueblo el aluvión del 92. Solo que a esta nadie la limpió porque ya estaba abandonada desde antes. El último dueño había muerto de un susto.

Del piso crecieron plantas extrañas, de ramas retorcidas, que buscaban el hilo de luz que pasaba por la rajadura del frente.

Entré por el costado del terreno y me paré a escuchar lo que decían a cierta distancia. Clencho y Quesito tomaban un porrón. Hablaban de las amigas de la hermana de Clencho. Me quedé así por un momento, jugando al invisible. Me gusta ese juego.  A veces entro a una casa cuando sus dueños duermen o van al río. Me quedo un rato.  Imagino a las familias, preparadas para cenar, con la tele prendida. Una vez estuve en una donde había una vieja enferma en una cama.

Entré, saludé a Roque con un abrazo y abrimos el licor. Quesito siguió hablando como si nada.

—¿Tu hermana se depila toda? —preguntó.

Clencho alzó los hombros. Roque no aportaba nada. Estaba incómodo. Fumaba sentado sobre un pedazo de escombro y miraba fijo la silueta de cartón de una maestra que habíamos sacado de la escuela. La mujer de cartón era joven, tenía el pelo corto, amarillo, hecho con papel afiche.

Al rato, Roque contó que sus padres habían decidido separarse y mandarlo al internado de Soto a que cursara la secundaria. Estaba triste.

—Cagaste. Ahí son todos guasos —dijo Quesito—. Las únicas tetas son las de las vacas.

Quesito iba poco a la escuela porque cuidaba los chanchos de un vecino y hacía changas. Clencho dijo que no se iba a anotar en la secundaria, prefería ayudar en el boliche de la madre.

—¿Para qué? —dijo.

Yo no supe qué decir. Fumé y vi cómo el humo subió hasta los tirantes resecos y arqueados, como las costillas de un cabrito a la parrilla.

Poco antes de morir, el Tata me había contado la historia del dueño de la Casa Partida, el que murió de un susto. Estábamos los tres, en su pieza, él sentado en la cama parecía recuperado. Mamá le medía el torso con un centímetro para coserle un chaleco de polar. El hombre era un porteño, un tal Rocha. Había comprado la casa para refaccionarla y tener, cuando se jubilara, un lugar con aire puro donde vivir el último tramo de su vida. Venía cada tanto y se instalaba en el hotel para supervisar la obra. El resto de tiempo iba al bar y pedía que le sirvieran una botella de ginebra. No hablaba con nadie. Decían que era comunista. Una noche lo vieron entrar a la casa, un poco borracho. El hombre caminaba por los espacios vacíos, oscuros, cuando una paloma levantó vuelo detrás suyo. El aleteo le paró el corazón. Al otro día lo encontraron tirado en el piso, con los pantalones meados. El pájaro todavía revoloteaba sin poder salir.  Por un tiempo, contó el Tata, la gente decía que se lo veía entrar a la casa de noche.

—Lo malo de los muertos es que no están más —dijo mamá, con un alfiler en la boca— Parece como que están, pero no. 

Lo de Roque ya no era un cumpleaños, era una despedida. 

—Trae para acá —dijo Quesito y manoteó el licor. Lo paladeó— Parece un postrecito —dijo— Dulce y espeso como el flujo de tu hermana.

Le pasó la botella a Clencho.

Roque bailaba y aplaudía. Cantaba 25 rosas de Chébere.

Quesito agarró la maestra de cartón.

—A ver cómo baila tu hermana —dijo y le indicó a Roque—: vos seguí cantando. La abrazó de la cintura y comenzó a moverse. De pronto sacó un cuchillito afilado del bolsillo y abrió un tajo en el cartón. Se bajó el cierre de la bragueta, sacó el pito y lo ensartó en el agujero que había hecho.

—Ay, qué rico papo —dijo. Después lamió la cara de la mujer de cartón. Clencho no dijo nada. Apretó los dientes y lo arrebató con una trompada. —La puta madre —dijo Roque y corrió a levantar al otro. Del labio de Quesito caía un hilo de sangre.

Alcé el cuchillo del piso y me lo guardé en el bolsillo.

—Se acabó la fiesta —dije y me fui.

Pasé frente a la escuela. La cabeza de Sarmiento era cartón picado cubriendo las baldosas. Los perros estaban echados, uno me tiró un tarascón. Seguí.

Cuando llegué a casa, mamá quiso carnear una gallina. 

—Quedese acá, que yo voy buscando el bichito —me dijo.

Entró a la jaula con los brazos y las piernas abiertas, hasta donde se lo permitió el batón, y avanzó barriendo las gallinas hacia el rincón. Agarró una colorada y me la pasó. Puso el cogote sobre el borde de una palangana, con una mano sostuvo la cabeza y con la otra cortó de un cuchillazo el cuello del animal. Fue como si hubiera descorchado una sidra: el chorro de sangre manchó el batón y el resto se derramó en el recipiente. La gallina sin cabeza latió pegada a mis costillas, hasta que se fue apagando.

Mamá caminó hasta la rama de un árbol de donde colgaba una prolongación y giró la lamparita. Una luz anaranjada bañó el piso de tierra. Hizo fuego y puso la olla con agua.

—Hervida es más sana —dijo.

Hacía meses que cocinábamos ahí porque la cocina se había llenado de humedad. La casa nos quedaba grande y se venía abajo. Después buscó una botella de licor del mueble del Tata. Tomó un tragó, tiró una ramita más a las llamas.

—Andate al internado —me miró y me tocó el pelo–. Ahí comen bien y se hacen hombrecitos.

—Va a estar todo bien —dije.

—Sí —dijo— va a estar todo bien.

Después se largó a llorar.

Sobre el autor

Waldo Cebrero (San Carlos Minas, 1983). Es periodista, guionista y docente en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UNC. Fundó y editó COSO, revista independiente de cultura. Trabajó en las redacciones de Infojus Noticias, El Argentino, Día a Día, Será Justicia y Enredacción. Publicó crónicas en Tiempo Argentino, Página 12, Revista Anfibia, Revista THC, Cosecha Roja, Número Cero (suplemento del diario La Voz del Interior), entre otros medios. En 2016, ganó el premio provincial de periodismo de Investigación “Rodolfo Walsh”.