Me recibí de biólogo con una tesis sobre la Amanita Muscaria, el hongo de La Cumbrecita, que no es de ahí, sino que lo trajo una vieja húngara que extrañaba los bosques de su infancia. Al tema lo elegí por razones estéticas: me parece un hongo hermoso, una extracción de un mundo fantástico e infantil. Creo que los biólogos tenemos un poco de eso, una curiosidad de niños, un deseo por regresar a los primeros años. Decís “biología” y es como mirar un caleidoscopio: hojas, insectos multicolores, ciclos, crisálidas y caparazones clasificables. Aunque quizás no fue por ello que decidí estudiarla. Yo, en realidad, quería ser biólogo marino. Y eso fue por la última vez que vi a las ballenas.

Conocí Puerto Madryn cuando tenía diez años. Mi viejo nos pasó a buscar a Azul y a mí al colegio y de ahí salimos directo. Después de llevarnos a clases escuchó en la radio que en el sur sucedía el primer avistaje. Mi viejo, por ese entonces, se lanzaba a las cosas sin pensarlas demasiado. Nos armó los bolsos, encendió el auto e hizo el viaje de un saque. Tenía esas arrancadas que yo detestaba, porque demostraban su constante insatisfacción con la vida que llevábamos. Nosotros no hicimos muchas preguntas. Y no porque mi viejo fuera severo ni mucho menos, sino porque ni se nos cruzaba cuestionarle sus decisiones. Era un tipo que siempre se mostraba seguro, a lo que se sumaba su pragmatismo. Y cuando se está cerca de esas personas, simplemente se las sigue.

Al llegar a Madryn nos dimos cuenta de que Azul se había hecho pis encima. Mi viejo la bajó del auto al primer hotel que cruzamos para cambiarla y ella se largó a llorar por el frío. Era octubre, pero en Madryn había un viento heladísimo. El hotel en el que paramos estaba en las afueras de la ciudad y daba a la playa. Mientras la señora del mostrador nos tomaba los datos, mi papá abrió un folleto y lo acercó hasta nosotros. Señaló una ve corta negra que se elevaba en medio del mar y dijo:

—Mañana, chicos. Esto vamos a ver mañana.

Azul dejó de llorar y yo pensé que nos esperaba algo maravilloso. Esa noche creo que soñé que viajaba por el mar, como en un vuelo rasante. Y en la superficie llena de olas se levantaban aletas que cambiaban de colores y yo me subía a ellas y surfeaba entre la espuma.

Al día siguiente, mi viejo nos levantó bien temprano. El buffet estaba casi vacío. Éramos los únicos en el hotel, excepto por la señora que la noche anterior nos había registrado y guiado hasta las habitaciones. Mi viejo se fue a arrancar el auto para calentar el motor. Con Azul elegimos una mesa que estaba junto a una ventana que daba al mar.

—¿Quieren chocolatada?

La señora se acercó a la mesa con un termo blanco en la mano. Azul asintió.

—Hoy vamos a ver a las ballenas – dije.

—Eso te cambia la vida. – dijo ella, mientras llenaba las tazas. – Yo la primera vez que las vi fue mar adentro. En el barco de mi marido. Es pescador él. Fue increíble. El agua acá en el sur viste que es bastante oscura, entonces tardás en darte cuenta. Pero de repente las tenés ahí asomando el lomo o una aleta y cuando sueltan el aire… para qué te digo.

La señora apoyó el termo en la mesa y miró un largo rato hacia la playa.

— Es como escuchar un suspiro del mar.

Azul revolvió la taza humeante, sopló el vapor hacia el vidrio y dibujó una ve corta.

Ya arriba del auto le conté a mi viejo lo que nos había dicho la señora.

—Un suspiro de mar – repitió él.

Cruzamos una llanura desértica, mucho más triste que la agrícola. El viento levantaba la tierra y daba la sensación de que nos estábamos hundiendo, que las ráfagas cavaban cada vez más hondo hasta enterrarnos con el guadal seco. Y apareció el mar en el horizonte, una línea líquida e inquieta. Nos indicó que seguíamos arriba, que hacía falta mucho más viento para estar a su altura. Y es que estábamos en la meseta, que es como estar en el lomo de una bestia, o como estar en la tierra de los que la creen plana: es toda así de triste hasta que llegás al límite y, más allá, la inmensidad eterna.

Avenida Las Ballenas, así se llamaba la que nos llevó hasta el mar. En la oficina de turismo de Puerto Pirámides mi viejo compró los tickets para hacer el avistaje y navegar entre ellas.

—Recién se están viendo las primeras. Ayer nos saltó una a diez metros de la lancha.

Andy se llamaba el guía. Nunca me voy a olvidar de su nombre. Mi viejo estaba excitado y no paraba de hacerle preguntas. Así fue que supimos que Andy tenía veinte años, era de Puerto Pirámides y que al año siguiente quería irse a la universidad de Neuquén a estudiar.

Llegamos a la costa, nos ajustó unos chalecos naranjas y le dejó elegir a mi viejo el lugar de la lancha en que nos sentaríamos los tres. Además de nosotros, había una pareja que hablaba en un idioma que yo por entonces no reconocía, y uno de ellos llevaba colgada una cámara de fotos enorme y un sombrero de color marrón clarito. Mi viejo se sentó en la punta de la lancha, bien adelante, y nos hizo agarrar fuerte de las barandas.

Andy se ubicó atrás y arrancó los motores. Lo de después, fue una sensación que no olvido, como el despegue de un avión: ruido, hormigueo en el estómago y todo por delante. La punta de la lancha se abría paso entre las olas y el casco golpeaba contra el agua, estallando en espuma y gotas que me acariciaban la cara. Y vi lobos marinos, acostados unos encima de otros en islas de piedra, y vi los acantilados, la altura de esa meseta que yo creía tan baja y vi la cara de mi viejo. Mi viejo estaba feliz: los ojos fijos hacia el horizonte, hacia una zona que nadie habría podido decir si era el agua, o el cielo o las dos cosas juntas.

Azul me agarró de la mano. Ya la costa apenas se veía.

Entonces Andy apagó el motor, en medio del mar en que estábamos. Había viento y las olas bajas golpeaban el casco. Ese era el único sonido que se sentía. Busqué en los ojos de Andy algún indicio, ¿había visto algo?, ¿este era el lugar? Recordé a la señora del hotel, diciéndonos de lo difícil que era prever la aparición. No quería perderme ese primer asomo, el primer impacto. Tampoco, creo, mi viejo. Los dos nos agarramos de las barandas de la proa, aunque se nos congelaran las manos, inclinados hacia el agua esperando advertir alguna sombra en esa agua tan densa y oscura que nos movía. Y esperamos. Esperamos un largo rato. Andy se sentó a un costado de la lancha y prendió un cigarrillo.

—¿Y?

Mi viejo se le acercó y aceptó una seca.

—Ya van a aparecer. Hay que tener paciencia. Estos son los primeros días, es así.

Se hizo un silencio. Un silencio que se dilató durante un buen rato y que acentuó el tiempo de la espera. Cada vez que una ola rompía con la simetría del agua, el cuerpo de mi viejo se contraía y volvía a relajarse cuando se daba cuenta de que no era más que una irregularidad del viento. Azul se durmió en brazos de la extranjera. No sé cómo llegó hasta ahí, pero la señora también cabeceaba. El agua nos mecía con un movimiento hipnótico y yo dejé de pensar.

—¿Y vos a qué le sacás fotos?

El extranjero miró a mi viejo, le hizo señas de que no entendía y después le dijo algo a Andy en su idioma. Él le respondió con un acento gracioso y prendió el motor.

—¿Qué hacemos?

—Vamos a ir un poco más al norte de Puerto Pirámides, allá hay otro lugar de avistaje, para ver si tenemos suerte.

—¿Cómo que para ver si tenemos suerte? ¿No se supone que ya están por acá?

—Sí, están por acá, pero hay días que aparecen y otros que no, eso siempre es así. Sobre todo los primeros días.

—Eso lo deberían decir en la oficina de turismo.

—Van a aparecer, paciencia.

Ahora pienso que Andy ya sabía en ese momento que no era día de ballenas el que nos había tocado. Dio un par de vueltas, se acercó a los acantilados para sorprender a los extranjeros y finalmente admitió que se estaba haciendo tarde. Era una lástima, pero esas cosas pasaban. Mi viejo nos bajó de la lancha y se fue sin saludar. Lo seguimos corriendo hasta el auto y una vez más, cruzamos el desierto. Cuando llegamos al hotel, salió de un portazo y al rato volvió con los bolsos de los tres. Los guardó en el baúl y agarró el volante. Antes de arrancar, miró la playa y respiró hondo.

Volví a Madryn en un viaje de estudios con el colegio. Mi viejo por entonces había empezado a salir con Celina, y me despidió junto a ella y Azul en la vereda del gimnasio. Nos saludamos hasta perdernos de vista. Era la primera vez que iba a pasar tantos días fuera de casa y con amigos.

El viaje hasta Madryn fue mucho más largo y divertido que el primero. Nos alojamos en el hotel “Las Gaviotas”, que estaba en el centro de la ciudad. Al atardecer, después de visitar los museos y la playa, hacíamos paseos y mirábamos vidrieras en grupos, con la profesora que nos coordinaba. A nosotros nos había tocado Zully, de matemáticas, que en la escuela era bastante estricta, pero en el viaje iba relajada y distraída, como pensando siempre en otra cosa.

Camino a Puerto Pirámides, dos días después de llegar, se sentó a mi lado en el colectivo y me contó que era la primera vez que hacía un viaje largo.

—Yo vine hace dos años, con mi papá y con mi hermana.

—¿Y no te dio impresión estar en el barco y que pasen tan cerca?

—No pudimos verlas, pero me dijeron que es increíble, como un suspiro del mar.

—Qué poeta, Aguirre.

El mar en Puerto Pirámides estaba inusualmente calmo y aún oscuro. Zully me siguió hasta el barco y se sentó junto a mí. Había olvidado su papel de coordinadora y estaba un poco nerviosa, me confesó. Y lo cierto es que yo también.

El agua del mar parecía espesa como el aceite de lo poco que ondeaba, movía el casco como yo no recordaba que lo hubiera hecho. Lo noté mucho más chico que el primero, aunque la estructura fuera la misma. Estaban ahí las barandas de caño, el piso veteado, gastado por el tiempo, las sogas gruesas enrolladas bajo algunas butacas y el mismo timón con el que el Andy nos había conducido años atrás hacia la nada. Esta vez, el guía era otro e imaginé que Andy había cumplido su sueño de irse a estudiar a la universidad.

Nos adentramos en el océano, que por lo quieto lo pensé engañoso. Debajo de esa superficie casi idéntica al cielo que lo oponía, había gigantes dando vueltas. No hizo falta hacer un largo viaje para encontrarlas. El agua en que se apoyaba el barco se oscureció de pronto y la mancha negra siguió hasta elevarse y aparecer como una isla de piedra negra y caracoles blancos. El lomo de la ballena era una superficie brillante pero rugosa y que imaginé áspera. Mis compañeros gritaron. Zully también. Y yo mismo también grité aunque sintiera un poco de náuseas. El guía nos pidió silencio. Y así pudimos escuchar el ruido que hace el aire cuando se escapa de las entrañas de esa bestia. No me pareció un suspiro, sino una explosión volcánica, pero fría como el aire quieto que nos separaba. De la mochila saqué la cámara de fotos, pensé en mi viejo y en Azul y me sentí un poco triste.

Celina las reveló, unos días después de mi vuelta a casa. Esparció las fotos en la mesa y dijo que había que acomodarlas cronológicamente porque después, con el tiempo, uno se acuerda mejor de las cosas. Fue la primera vez que hicimos algo los dos juntos y solos. Recuerdo esa tarde con el olor a vainillas del pelo de Celina y la cara de mi viejo cuando le mostré el álbum terminado. Con algunas fotos se tomaba más tiempo y hacía preguntas, pero sobre todo las miró en silencio, a veces repasaba una línea con el dedo. Celina estaba parada junto a él y las observaba con el mismo detenimiento.

—Tiene ojo, ¿no es cierto?

—Algún día vamos a volver.

Pasaron tres años. En ese tiempo, Celina se vino a vivir con nosotros, Azul empezó la secundaria y yo a tener discusiones con mi viejo. Así que cuando me dijo de viajar a Madryn en mayo respondí que sí sólo para no ir a clases por unos días.

Tomé noción de la distancia, de los kilómetros que había entre mi casa y el sur. Mientras miraba por la ventanilla, me imaginé viajando solo, subiéndome a un colectivo para volver después de un buen tiempo. Sentí que me esperaban muchos años de vida y que antes de morir, yo conocería muchos lugares, me enamoraría más de una vez y viviría en una casa que cambiaría cada tanto.

Celina interrumpía mi película para ofrecerme mates. El auto era demasiado chico para cuatro personas tan distintas. Azul no se sacó los auriculares en todo el viaje, todo le daba lo mismo.

Llegamos de noche. Después de acomodarnos mi viejo encaró para la playa a buscar un lugar para cenar. Quería sentarse en un lugar que tuviera ventanas al mar y pescado fresco. Abrazó a Celina y se adelantaron. Detrás de ellos, Azul se sacó las botitas, hundió los pies en la arena fría y yo la seguí. Me sonrió y ese fue el primer gesto de complicidad que tuvimos en mucho tiempo.

Por entonces mis emociones transcurrían en un vaivén constante. A veces me cansaban las ideas de mi viejo, las sentía estrafalarias. Nos veía a los tres siguiéndolo por detrás y me enojaba conmigo mismo, pero no podía dejar de hacerlo. Y otras veces, por una contingencia, pensaba que su forma de lanzarse a las cosas nos hacía parte de algo distinto a una familia. Algo más espontáneo. Una forma de andar que nadie decía pero que todos manejábamos con soltura.

No sucedió eso el día siguiente, cuando fuimos a ver a las ballenas. Al llegar a Puerto Pirámides pensé que la idea de volver a subirme al barco me parecía estúpida y aburrida.

—Yo no voy.

—¿Cómo que no vas?

—No tengo ganas, las miro desde acá.

Celina apoyó una mano en el hombro de mi viejo. Entonces, él se contuvo. Reservó la discusión para después, cuando estuviéramos a solas. En la oficina de turismo había una larga cola de personas esperando a comprar el ticket para el barco. Junto a la chica que entregaba los pasajes, un hombre alto y con la frente arrugada por el sol miraba un punto ciego y le hacía cada tanto un comentario que no llegaba a escucharse desde donde estábamos. Reconocí al guía de la primera vez que navegamos y lo vi mucho más viejo, pero también con una serenidad que no recordaba que tuviera.

Mi viejo no se dio cuenta de que era él. Llegó su turno, se volvió a mí y antes de que llegara a decirme algo yo bajé los ojos al piso. Pagó los tres pasajes y salió de la oficina de turismo de un portazo.

—¿Un ticket para hoy?

Solo quedábamos Andy, la chica que cobraba y yo.

—No, gracias. Yo te conozco a vos.

—¿A mí?

—No, a él.

Andy frunció el ceño y me observó un largo rato. Le conté que había navegado con él mi primera vez en Puerto Pirámides y que no habíamos podido encontrar a las ballenas. Él no me recordaba, pero se sonrió. Después, sacó una etiqueta del bolsillo de su camisa y me hizo una seña para convidarme un cigarrillo. Le dije que no y unos segundos después me arrepentí. Entonces lo seguí hasta la puerta y salí detrás de él.

—Nos habías contado que querías estudiar biología.

—¡Qué memoria! Sí, hace un montón de eso. Empecé, pero nunca la terminé.

Andy hizo un gesto con la cabeza como señalando el mar. A unos cien metros de la costa, nadaban las ballenas.

—Yo pude hacer un avistaje, otra vez que vine— sentí que mi comentario era estúpido —fue un tiempo después de la excursión que vos nos guiaste, con el colegio.

—¿Y qué te pareció? ¿Increíble, no?

—Sí, increíble.

Andy asintió y caminamos hasta la orilla del mar.

—¿Cuántas veces las viste vos acá?

—No sé, no podría llevar la cuenta, pero no es algo de lo que me acostumbre. Una vez vi el suicidio de una ballena.

—¿Cómo?

—Hay suicidios masivos de ballenas. Pero esta era una sola. Apareció en una playa a veinte kilómetros de Puerto Madryn.— Andy se sacó las zapatillas y metió los pies en el mar

—¿Y qué tan grande era?

—Enorme. Como un camión. Y con el paso de los días se fue haciendo cada vez más grande, porque se inflaba con los gases. A veces explotan.

—¿Cómo que explotan?

—Claro. Las ballenas encalladas son un peligro. Y además largan mucho olor. Las trocean y después se las llevan.

—¿A dónde?

—Qué se yo. —Se encogió de hombros y se sumergió hasta las rodillas. —Creo que por eso quise estudiar biología. La naturaleza puede ser explosiva algunas veces. Tengo un amigo que trabaja en Los Alerces. Cada setenta años en el parque florece una caña que se llama Colihue y que atrae a miles y miles de ratones. —Andy se dio vuelta y me miró desde donde estaba. Por momentos, el agua le llegaba a la cintura. —Son tantos que cierran los parques. Al parecer, los ratoncitos se comen estas cañas con voracidad e inmediatamente después les agarra una sed terrible. Entonces corren a los lagos y se mueren ahogados en el agua. Resulta que a mi amigo le gusta pescar. Y más de una vez encontró un ratoncito en las tripas de las truchas.

Andy se sonrió.

—Vení, a que no te animás a tirarte. —Se sacó la remera y desapareció entre las olas. Unos segundos después, reapareció entre la espuma y dio dos brazadas hacia la profundidad. Andy no iba a insistir. Seguía nadando al ras del agua, como queriendo librar una batalla imposible contra la corriente. Entonces me desnudé y dejé que las olas me arrastraran de golpe, para que el cuerpo se acostumbrara al frío de una vez, a los pinchazos y cuando sentí que ya no aguantaba más del dolor, volví a la playa.

Andy salió unos minutos después y se sentó al lado mío. Las ballenas se asomaban a unos pocos metros de la orilla, en intermitencias, y de a poco se fueron alejando hasta que las perdimos de vista.

Mi viejo no hizo preguntas por mi pelo mojado cuando nos reencontramos. Tampoco se interesó por lo que había estado haciendo durante esas horas. Apenas me vio, estiró el brazo detrás de mi espalda y me apretó contra él. Había hecho unos videos arriba del barco que me quería mostrar. Azul seguía callada, pero también había estado filmando y Celina no paraba de repetir “Precioso, precioso”. Al regresar al hotel, mi viejo me mostró los videos y los miré hasta el final para no quitarle el entusiasmo.