Llegan de noche, bajo la lluvia. Un chico y una chica. Ella es mayor que él, pero los dos tienen el mismo aire decidido.

El hotel es parecido a cualquiera de la frontera. Hay grandes helechos colgando de las paredes y predomina una luz verdosa que baña jarrones y flores artificiales. Por la noche, la pileta, a la que dan las veinte habitaciones repartidas en dos plantas, permanece iluminada.

No es temporada, pero no importa porque acá siempre es verano. Durante tres días, los chicos se pasean por las instalaciones, se tiran al sol, toman coca cola sin parar. Cuando oscurece, se puede ver desde afuera de su cuarto el brillo intermitente de la televisión hasta bien entrada la madrugada.

Los chicos llegan hasta ahí dos o tres veces al año. Nadie sabe muy bien cómo es eso de que dos niños crucen la frontera. Tampoco se sabe en qué sentido lo hacen, los chicos hablan fluidamente los dos idiomas. Las preguntas reaparecen y se pasan de boca en boca cuando los chicos solos llegan de nuevo a la recepción.

Pero esta primera vez, entonces, llegan de noche, bajo la lluvia. El conserje recibe a una niña desgarbada de once años que lleva de la mano a un niño de nueve. No parecen desvalidos, tampoco necesitar o querer ayuda.

El conserje les da, según su pedido, una habitación. Suben las escaleras, todavía en medio de la tormenta. Los pasillos del hotel están inundados. Hay un intenso olor a trópico, una mezcla de madera y hojas podridas con algo más dulce y remoto. En medio de la noche tormentosa, la pileta brilla como un meteorito.

Los chicos actúan sin dudas, parecen conocer la rutina hotelera. Piden roomservice, se bañan, y miran televisión como nunca. Se duermen con el ruido gris de la tele iluminándoles la cara.

Al día siguiente, deambulan por los pasillos. En el piso hay gajos de plantas, arrancados por la tormenta. También hay sapos, enormes. Los persiguen, les tiran fósforos encendidos. Investigan el hotel: observan el movimiento de la cocina, de la lavandería, de la limpieza. Ven a dos empleados manosearse entre la pila de sábanas y toallas sucias y, en una habitación, a través de la mirilla, descubren a una mujer desnuda que se estudia el cuerpo frente a un espejo.

La pileta está desierta. Caminan alrededor, se miran en el agua, el reflejo les devuelve una cara deforme. Después se tiran, vestidos, en las reposeras de plástico. De a ratos se duermen y sueñan con dos países, en dos idiomas, con dos hogares. Después caminan, descalzos, por la losa que rodea la pileta. Conserva el calor, y forma charcos de agua tibia. Meten ahí los pies, a propósito.

La hermana saca cuentas: la plata les alcanza para tres noches.

Esa madrugada, cuando todo el mundo duerme y no parece haber movimiento en ningún pasillo, los chicos bajan de nuevo a la pileta. Lo hacen con un sigilo sobrehumano, y así también se meten al agua, despacio, como si entraran en un lugar sagrado. Nadan con agilidad, y después hacen la plancha y miran al cielo por horas. En ese momento, la expresión de sus caras se vuelve adulta. Nadie sabe a dónde está su pensamiento en ese instante en que dejan de ser niños, mientras miran estrellas y flotan lento en el agua negra y luminosa.

Eloísa Oliva

Escritora, periodista y comunicadora. Su último libro publicado es El núcleo de la tierra (Nebliplateada, 2019). En 2022, editará Un don sensacional por Caleta Olivia. Dio talleres y clínicas de escritura, hizo periodismo cultural, científico y de género. Impulsó y curó ciclos de cruce entre la literatura y otros lenguajes, como el espacio Antena (FDL Córdoba). Desde 2018, trabaja para el Fondo de Mujeres del Sur. 

"Los chicos solos" se publicó en la colección Niño Caníbal de la editorial Prebanda (Córdoba, 2018), con ilustraciones de Sol Deheza.

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