Los chicos jugaban en el arenero bajo la sombra de un árbol. Construían algo con palos y piedras. Lo más importante es que no peleaban por el control remoto, la tablet o el celular. Me acomodé en la hamaca paraguaya y abrí un libro. Carolina y su madre habían salido a caminar. Eran nuestras vacaciones. Unos días en la casa de mi suegra, en las sierras. No la veíamos desde hacía mucho y hasta yo la extrañaba. Más que preparar los bolsos nos ocupamos de extremar los cuidados para no llevarle una tos que envolviera la muerte y la sospecha. Era domingo y la leña ardía al lado de la parrilla. Pensaba hacer pizzas, tomar cerveza y después meternos a la pileta. El coronavirus había quedado en la ciudad y nos prometimos no prender la televisión. Queríamos desconectarnos. Sacar la cabeza del encierro, juntar aire y coraje para volver a los trabajos, a las niñeras, al enorme Tetris que armó la pandemia. Encendí un cigarrillo, solté el humo como quien expulsa la maldad. Estábamos bien y me sentí contento. La vida nos daba esa pausa. 

Sonó el celular. Miré rápido a mis hijos, no quería que ese sonido los sacara del juego. Era mi hermano. Me dijo que el viejo hacía tres días que no atendía el teléfono. Había llamado a un vecino para que pase por la casa, pero tampoco había atendido la puerta. No se animaba a ir solo y quedamos en encontrarnos en lo del viejo en tres horas. Cortamos. 

Mi papá no daba señales de vida. Lo imaginé caído en el baño, desnudo, muerto o inconsciente. Se me aflojaron las piernas. Nos estábamos viendo poco, pasaba a dejarle comida o vino y hablábamos a los gritos, él en la puerta, yo en la vereda con más ganas de irme que de entrar pero en ese momento hubiera salido corriendo a abrazarlo. Llegó Carolina y lo primero que le dije es que tenía que volver. Mi suegra me vio la cara y se llevó a los chicos adentro para hacerles un licuado. Le conté de mi viejo y le pedí que se quedaran en las sierras. Se negó. Al rato habíamos cargado el auto y estábamos en la ruta. Los chicos preguntaban por qué volvíamos. El abuelo necesita ayuda, contesté. Puse música y subí el volumen porque no quería escucharlos. A mi papá le encantaba José Luis Perales y subí aún más el volumen cuando sonó Gente maravillosa. Quería creer en las energías. Quería creer que él estaba vivo. Quería creer que le estaba mandando amor cantándole a él y a nadie más que a él esa canción. Me di cuenta que lloraba cuando Carolina me secó una lágrima. 

Los dejé en casa y salí a lo de mi padre. En la puerta me esperaba mi hermano. Saltamos la tapia, rompimos el candado y entramos. Estaba todo oscuro, hermético y había mal olor. Papá estaba tirado al lado de su cama, desnudo y boca abajo. No pudimos darlo vuelta porque se quejaba del dolor y decía incoherencias. La ambulancia llegó a los veinte minutos. Con la ayuda de dos enfermeros lo limpiamos un poco y lo subimos a la camilla. Tenía un corte profundo en la frente y la cara hinchada. Quedó internado en terapia intensiva y no podíamos verlo por los protocolos sanitarios. El parte médico era por teléfono y cada vez llamaba una persona diferente. A los diez días supimos que el viejo ya no podría vivir solo. Había que darle la comida en la boca, cambiarle los pañales y ya no caminaba sin ayuda. 

La pregunta entre mi hermano y yo fue: ¿Con quién viviría?  Pensamos en varias posibilidades. Un tiempo en la casa de cada uno y otro poco nosotros en la casa de él. Un enfermero. Dos enfermeros. Tres enfermeros. Un enfermero y una mujer que lo cuide. Dos enfermeros y dos mujeres que se turnen. Pensar en un geriátrico fue una consecuencia lógica, pero por más lógica que haya sido la idea, la palabra geriátrico sonó seca y dura, como un hielo que se rompe bajo el agua. Capaz que así sonaría el corazón del viejo cuando de una manera u otra, juntos o separados, le dijéramos que no podíamos hacernos cargo de él y que por esa simple razón lo enviaríamos a una residencia para adultos mayores. Empezamos a buscar precios. Plena pandemia. Nos mandaban fotos de los lugares ya que no podíamos entrar. Los nombres que les ponen a los geriátricos no tienen perdón de Dios. La buena vida. Los amaneceres. Rayo de luz. Entiendo que tampoco es muy convocante ponerles: No te olvides de mí. Volvé pronto o Sacame de acá. Cerramos trato con una residencia que se llamaba como el barrio en la que estaba y que a los dos nos quedaba más o menos a la misma distancia. Residencia Atlántica.

Mientras estuvo internado, a su casa entraron a robar dos veces. La terminamos alquilando, invertiríamos la plata en  fisioterapia, recreación y su gran pasión de los viernes a la noche: pizza de provolone.

Lo llevamos al geriátrico en la ambulancia de la clínica. Cada uno en su auto la seguía. Lo bajaron los enfermeros en una camilla. Mi viejo estaba dormido y flaco, por el extremo asomaban sus pies. Tenía las uñas largas, parecían garras. En la entrada había una mujer con un bonete en la cabeza y tres globos. Visitaba a una anciana que estaba como a diez metros de distancia atrás de una ventana. “Feliz cumpleaños, mamá, hoy es tu cumpleaños”, gritaba la mujer. Mi papá se despertó e intentó sentarse. Quiero entrar caminando, balbuceó. Los enfermeros empujaban la camilla sin prestarle atención. ¿Será eso la vejez? Una suma de no le hagas caso al viejo o a la vieja, o para qué lo escuchás al abuelo si sabés que habla pavadas. Después de tanta vida, de tantos pasos y de tanto intento por haber vivido los días más felices, ¿será eso el final?

Tuve ganas de gritarle que todo sería por un tiempo, pero me quedé callado. Lo último que necesitaba mi viejo era una mentira, o una promesa florecida de la culpa de dejarlo en un geriátrico después de todo lo que había hecho por nosotros. En ese momento lloré, y me sentí una basura.