Está escribiendo varios cuentos.

Cuentos pequeños, breves, una página, dos, tres como mucho.

Nunca escribió cuentos así: es casi como contar chistes, o como despertarse en medio de un sueño, o como ir a una cena con amigos y retirarse antes de que esté lista la comida. ¿Dónde se fue, qué pasó? No se sabe, ya no está.

Tiene varios temas sobre los que quiere escribir: la forma en que se malogró su vida en pareja luego de dos largas e incansables tardes de lluvia; la forma en que se malogra la vida en pareja de cualquiera; los mundos paralelos, el desastre ecológico, la pandemia que pronto atravesarán, la absoluta falta de preocupación de cualquier ciudadano por el mediano o largo plazo.

Es que se dio cuenta, hace unos años, que en general la gente piensa solo en términos del tiempo de vida que va a vivir. ¿Quién piensa, quién se preocupa, quién trabaja y vive por lo que pasará y dejará de pasar de acá a cien años? Parece ridículo preguntárselo, parece una pregunta estúpida, parece una pregunta para decir en una reunión de amigos y que todos te miren como si fueses un bicho torpe, ese mal necesario.

Entonces, un día, llueve tanto que colapsa un centro de residuos y el agua de la ciudad se pudre con aceite de motor. Pero todos, incluso él, hacen como que no ha pasado nada. “Ya se va, ya se va, el aceite y los insecticidas ya se irán”, se cantan, por las noches, en medio de las fiestas, antes de dormir.

Entonces escucha un disco llamado “Playa de plástico”, un disco en una isla de desechos imaginaria inventado por una boyband inglesa, mediocaricaturesca, medio imposible.

Entonces lee que alguien escribe sobre los bunkers que se están construyendo los megamillonarios, bunkers imaginarios donde resguardarse de un posible colapso general.

Y entonces un famoso ilustrador le escribe: “últimamente no la estuve pasando bien, y ayer tuve un sueño rarísimo, no lo vas a poder creer”. El ilustrador le cuenta un sueño y él se da cuenta de que es el mismo sueño que le contaron hace unos años, en una de esas fiestas: es exactamente el mismo sueño.

Así que apaga las luces, se sienta frente al monitor y, finalmente, escribe.

Escribe varios cuentos antes de dar con lo que busca, siempre lo hace, es mejor errar antes que acertar, es mejor soltar la mano, como si estuviese haciendo un dibujo en una servilleta.

El cuento que escribe es un cuento sobre un periodista que tiene, que ha tenido, una buena vida.

Podría ponerle nombre al periodista, podría señalarlo con el dedo, pero eso es algo que no se hace, o algo que se hace en una fiesta, o en los diarios, pero no en un cuento.

El periodista en cuestión está construyendo el segundo piso de su casa, el periodista en cuestión goza de un sueldo de años de periodismo de un medio hegemónico y tiene una linda biblioteca periodística y una linda hija adolescente que no será periodista, ha estado atento desde el principio, ha hecho lo imposible porque ese fantasma llamado vocación señalara siempre hacia otro lado: psicología, administración, odontología, cuanto más lejos de las humanidades mejor.

El periodista en cuestión lleva una vida poco propensa a salir en las portadas, una vida pacífica, sencilla, trabajadora pero acomodada, levemente pedante y, en cierto sentido, “feliz”.

Tiene lo que se merece, se dice en el fondo nuestro periodista.

Soy un hombre que tiene lo que se merece. Aquí he llegado, acá estoy.

Una noche, al regreso de una de esas fiestas anodinas y ridículas, sucede: el periodista tiene el sueño de las figuras geométricas: sueña con un cuadrado y un trapecio y una figura compleja e indistinguible.

El sueño lo deja tan confuso y agotado que la semana siguiente no puede pegar un ojo. Prueba leer hasta bien entrada la madrugada, prueba acostarse y respirar en tandas de 4,5,7 (como le indicó un compañero), prueba hacer ejercicios de yoga copiados de Internet, toma tecitos digestivos, coge salvaje y luego moderadamente con su mujer, se pelea por teléfono con su hermanastro: nada de eso funciona, y apenas si duerme un par de horas antes de despertar horrorizado ante ese sueño que amenaza con aparecer otra vez.

Para pensar en otra cosa o simplemente porque ocurre, una de esas noches se encierra en la habitación que usa como oficina privada e inventa una noticia falsa: “Anciana sanjuanina se recupera del Alzheimer luego de tomar agua contaminada con uranio”. Redacta la nota mientras se le caen los ojos de sueño y apenas termina la sube al portal del periódico.

Al día siguiente no pasa nada, es decir: no vuelve a tener los sueños con las figuras geométricas, su vida sigue igual de cotidiana y en cierto sentido “maravillosa” y la noticia falsa no tiene consecuencias mayores, salvo un par de comentarios risibles de gente adulta que pregunta si no es una leyenda o una noticia vieja o una mala publicidad.

Esa noche, antes de acostarse, el periodista le dice a su mujer que trabajará un rato más antes de dormir: va a su pieza-oficina y redacta otra noticia falsa: “Anciano que cumple cien años dice que ha mantenido la buena salud gracias a comer carne cruda una vez a la semana”. Al día siguiente, obviamente, no pasa nada, aunque aparecen más comentarios: una asistenta social que reclama por la falta de veracidad del periódico susodicho, dos ancianos trasnochados que escriben con mayúsculas que dónde se compró la carne, un tal Evangelion21 que acusa al diario de atentar contra el vegetarianismo imperante y contribuir con mentiras idiotas a la matanza de vacas y cerdos y la emisión de metano.

Luego de esas dos notas falsas que, en cierto sentido, lo apaciguan, luego de un fin de semana de campo con su familia y un domingo agitado en la redacción, el periodista en cuestión duerme plácidamente, como un pequeño angelito: el sueño se ha ido, se ha borrado.

Y vuelve a pasar lo que tiene que pasar, es decir, lo que pasa siempre: salen en los periódicos todas esas noticias que se llaman “históricas”, todos esos partidos que reclaman la atención del público futbolero, hay invasiones en Oceanía, probables misiles, colapsos económicos inminentes, hermosas y sencillas promesas a cumplir: solo eso y nada más, como si el tiempo fuese una manecilla sin reloj, como si el reloj fuese la portada, idéntica e incansable, de los sitios de noticias, constantemente alarmados, constantemente soporíferos.

La cosa es que meses más tarde, en la madrugada del cumpleaños de quince de su hija luego de una enorme fiesta, luego de que la ha visto sentada en las piernas del adolescente imberbe de turno, luego de que ha bailado el vals con ella, y que ha escuchado aplausos e incluso bailado con pasos viejos sobre la música nueva, el periodista en cuestión se ha quitado su traje de buen padre y prácticamente lanza su cuerpo contra el colchón antes de quedar dormido: entonces, ahora sí, tiene una nueva pesadilla con figuras geométricas, una pesadilla ominosa, a pesar de que solo se trata del trapecio, el cuadrado y la otra figura geométrica indistinguible.

¿Cómo es esa pesadilla? ¿Cómo puede eso ser una pesadilla?

Lo importante aquí es que claramente lo es.

Sudando a mares y temblando de pies de periodista a cabeza de periodista, el tipo se mete en la oficina y redacta una noticia falsa, pero esta vez deja de incluir ancianos y curanderismos y prueba con otra cosa: “Erupción volcánica es detenida mediante lanzamiento de bayaspirinas”, escribe.

Sabe que no debe poner el nombre del producto, sabe que es un riesgo, sabe que no debe hacerlo pero lo hace, y sube la noticia.

Se va a acostar, sabe que dormirá, sabe que tiene el remedio y que funciona. Al día siguiente comparten la noticia varios usuarios: hay comentarios jocosos, un par de emoticones asombrados, la noticia aparece replicada en sitios europeos, en un diario de Brasil, hay comentaristas que proponen, de modo colectivo hacer una colecta de bayaspirinas y salvar a la naturaleza, aparece un grupo de facebook que propone recibirlas en un terreno baldío donde había un supermercado; hay incluso comentarios de farmacéuticos, de químicos que dicen que es una farsa y citan largos y agotadores argumentos académicos, aparece incluso Evangelion21 y dice que es una conspiración, que el diario está dirigiendo una conspiración mundial pero que no sabe contra qué.

La aparición de noticias falsas a cargo del periodista en cuestión sigue, de este modo, asidua, secretamente: “Familia de pingüinos sobrevive gracias a una gran isla de desechos tóxicos de Shell”, escribe al día siguiente. “Exitosa filmación de videos porno-humanistas en Chernobyl”, “Glaciar se recompone gracias al cultivo frío de soja”, “Comer nylon podrido ayudaría a recomponer los tejidos celulares”.

Vuelve a dormir en paz. Puede soplar las velitas, bailar el vals, puede jugar al detective, al ladrón y al periodista junto con su mujer y su hija en el segundo piso recién estrenado de su casa.

Su mujer está distinta, aunque no sabe decir bien cómo. ¿Más redonda? ¿Más alta? ¿Tiene ojeras? En la cena su hija comenta que tiene novio, le pide que lo deje quedarse a dormir, discuten por esto, sabe que diga lo que diga el problema ya ha comenzado y ese muchacho está durmiendo encima del cuerpo de su hija, soñando con un mañana húmedo. ¿Pero qué esperaba? ¿Era otra cosa esto de estar despierto?

Así que ahí va: el periodista en cuestión va y vuelve de la redacción, no deja de escribir en casa, no para de trabajar antes de acostarse, recibe una felicitación, un premio, un ascenso. Decide dejar de usar zapatos, ser más informal, total está grande: se compra un par de zapatillas.

Sale en una foto de contratapa con su familia.

Bien por él, piensan algunos; felicitaciones, piensan otros; algún día vas a caer, estás acabado, piensan otros.

Llegan las elecciones. Pasa la navidad. Llega el invierno, la primavera: sigue sonando la nítida canción del tiempo.

Hasta que, una siesta cualquiera, ocurre lo que no debía ocurrir: el periodista en cuestión escucha que balbucean de más en el trabajo, ve que andan todos de un lado para otro, que se toma más café de la cuenta, que hay silencios breves, antiperiodísticos e incómodos.

Tiene que cerrar el suplemento, tiene que tenerlo listo para mañana, tiene que cumplir el deadline, la pauta, tiene que colocar la noticia que en realidad es una publicidad encubierta: demasiado trabajo para prestar atención a otra cosa.

De todos modos, tarde o temprano le preguntan si ha leído la gran noticia. ¿Qué noticia?, parece preguntar, de qué están hablando.

Le muestran la tapa del principal diario nacional.

El exgobernador de su provincia ha ido a un programa de televisión y ha confesado que soñaba con figuras geométricas: “un sueño raro, no pude dormir en paz después de eso”.

Lo mismo pasa con Martiniano Ford, el famoso de turno que se había hecho popular por decir que era la encarnación del Che Guevara, pero en versión millonaria y anarquista.

Y lo mismo, se enteran por tele entonces, sucede con el alcalde de Nueva York, con el primer ministro británico, con Lady Gaga, con Steve Buscemi, con el secretario de seguridad de la Oceanía Europea, con el representante nigeriano de UNESCO. “Estuve soñando con figuras geométricas”, escuchan que dicen.

Y claro que está lleno de gente que comenta esta noticia, cientos de millones de comentarios: el periodista en cuestión no puede dejar de leerlos.

El jefe de redacción lo llama, esa misma tarde.

Le dice que se tome la semana entera para investigar el tema y escribir la nota.

Qué, le dice.

Escriba la nota, dice el jefe.

Nuestro periodista suda y le tiemblan los párpados. Vuelve a la oficina. Apaga todo, se va a la casa, no saluda a su esposa ni a su hija, que de todos modos le pide permiso para ir a una fiesta y él le dice, “sí, claro, sí”, como si no le hablara a una persona, como si quisiera quitara las palabras de encima.

Se encierra en su oficina-habitación y espera que su familia se vaya a dormir: mira películas de porno soft, juega al Buscaminas, rastrea la vida que tuvieron sus compañeros de promoción del secundario, googlea desesperadamente comentarios de Evangelion21, trata de encontrar de donde es, fracasa estrepitosamente.

Siente un tirón en los dedos, se le duerme un brazo, se le corta la respiración, vuelve, escucha uno de esos melancólicos discos viejos, se acuerda de una fiesta en la que fue el centro de atención, se acuerda de otra de la que se retiró sin avisar, siente otro tirón en los dedos, se saca toda la camisa sudada.

En plena madrugada, nuestro periodista en cuestión salta por la ventana del segundo piso y cae en el césped verde del jardín.

Mira, desde afuera, su casa y es como si mirara, desde afuera, su vida, y es como si leyera, desde lejos, su historia, tan parecida a un rectángulo dentro de un círculo, o a cualquier imagen así.

El periodista en cuestión no sabe, esta vez, el final de la historia.

Se mete la manguera en la boca y bebe el agua del paraíso.

Sobre el autor

Pablo Natale: Autor de “Un oso polar” (cuentos), “Vida en común) (poemas), “Los Centeno” (nouvelle),  “Amarillo sobre amarillo” (cuentos) y de las obras LIJ “Juan Nepomuceno, su gato y las cuatro estaciones”  y “Oso y Escorpión”, entre otros.

Coordinador de talleres de escritura creativa y lecturas contemporáneas. Guionista. Columnista para Hoy Dïa Córdoba, reseñista para La Voz del Interior. Profesor de español para extranjeros. Integrante de la banda musical “Bosques de Groenlandia”.

Este cuento es parte del libro “48 ejercicios antes de que te vayas de casa” (inédito). Además fue parte de la obra “Cuatro consejos para conducir en la niebla”, de Luciano Burba.