De niño era tímido. Me costaba hablar, me ponía colorado sin distinguir sí estaba entre extraños o conocidos. Encima el tono de mi voz era bajo y cuando hablaba me pedían que lo hiciera más fuerte. Ahora mi tono sigue bajo, lo que me predispuso más a querer escuchar que a hablar, si me dicen que hable más fuerte, amablemente pido que se acerquen más. Quizás la escritura sea un elemento reparatorio, una suerte de puente que puedo transitar cuantas veces quiero, en silencio. La palabra siempre me gustó, algo de ella me enamora, ver cómo viene, cómo crece y cómo va más allá de mis intenciones. Pero antes de mi escritura aconteció otra cosa: mis chistes. 

Descubrí que era bueno contándolos.

A los ochos ya tenía un buen repertorio. A los diez no solo los contaba, también los actuaba. A los doce hacía participar al público, les preguntaba sus preferencias, si querían chistes verdes, negros, de gallegos o de animales. Todo parecía ir perfecto, cada vez sabía más chistes y los escribía en un cuaderno. Tenía por regla jamás preguntar si ya conocían tal o cual chiste porque pensaba mucho en eso, que un buen cuentista nunca cuenta el mismo chiste, incluso cuando es el mismo.

Un verano, mi mamá me regaló un casette con chistes grabados. Fue uno de los mejores veranos de mi vida y fue, quizás, el mejor regalo que recibí. Me había regalado letra, la voz de otro para que hiciera mía. Me la pasé contando chistes en la pileta de lona, se los contaba a mi hermana y a mamá tardes enteras en el agua, disfrutando.

Pero un día la magia desapareció. Lo noté de inmediato. Una vez noté que dos personas se codearon cuando terminé un chiste, una codeada que alojaba un mensaje que era: qué le pasa a este guaso. Fue mi fin. Ya no era ese niño gracioso que husmeaba el mundo de los grandes. Las luces se apagaron y esa pequeña sala de ensayos se llenó de silencio y mi repertorio de tierra.

Pero de repente me acuerdo de alguno y sonrió, me voy en sus detalles y nunca los cuento. Me acuerdo de ellos como viejos compañeros que a veces me pegan un grito. Me alegran un rato. ¿Cuál es el chiste que nunca te olvidaste, ese que vuelve? ¿Qué esconderá?

Ayer con Caro estábamos en la pileta de lona y le conté uno, nos reímos un buen rato y los niños se acercaron a preguntar de qué nos reíamos tanto; se los conté y lo repitieron todo el día. Era hermoso escuchar que me preguntaran a mí cómo terminaba. Con B. inventamos un chiste. 

Vamos a pasar las vacaciones en casa. El verano pasado tuvimos una pileta enorme que nos regaló mi cuñado, esas redondas con miles de caños y un manual de instrucciones castigado por el agua y el tiempo. Pero este verano armamos la vieja, es más chica y la pusimos en una parte sin pasto para que no quede esa marca de nave extraterrestre. Con la pileta chica recuperamos espacio y armamos lo que denominé el Club Unido Los Oñitas. La sigla no me gusta pero tenemos de todo en el club. Asador, sombrillas, reposeras, incluso los nenes armaron un espacio de repostería artesanal y hacen unas deliciosas galletas de barro y pasto. Somos un club, y también su equipo. Vamos a pasar el verano en casa, para cuidarnos lo mejor que podamos. Inventaremos juegos, estaremos juntos fortaleciendo una burbuja que algún día se pinchará, para que cada uno arme de nuevo la suya con las cosas aprendidas y todo aquello que jamás se aprendió, pero que no se perdió. Juntos vamos a ver un poco el mar en la pileta de lona y espero que algún día lo veamos en serio y nos acordemos de nuestra pileta. Eso que llamamos recuerdos pueden ser escudos para el futuro.

El verano será en el club, seremos socios vitalicios de las cosas que vivamos. Bucearemos en la pileta y en las palabras, haremos tortas, tomaremos mates, vendrá el veo veo, el piedra papel tijera, ni el sí ni el no ni el blanco ni el negro, vendrán algunos chistes que insisten con salir de su jaula y que quieren conocer a mis hijos para que ellos me conozcan un poco más, escucharemos los suyos porque los chistes están hechos de palabras y las palabras son hermosas.