En la noche previa, noche que no duerme, el joven de 25 años sueña. No duerme pero sueña que ganan 2 a 1 y que él, que aún no cumplió los 26 y que genera algo inexplicable en la gente, un magnetismo que nadie comprende, hace los dos goles de su equipo. 

Cuando la mañana mexicana del 22 de junio de 1986 muestra sus primeras luces, el joven abandona el colchón de la concentración y se encuentra con el médico del plantel. Raúl Madero lo llama entusiasmado:

—Eh Diego, pará, te quiero contar algo.

—Buen día Tordo, ¿qué pasa? 

—Soñé que ganamos 2 a 1 y que los dos goles los hacías vos.

Los sueños de él, desde esa mañana del 22 de junio de 1986, empiezan a hacerse colectivos.

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Las camisetas azules que el equipo de la américa del sur estrenará para este partido ya están listas. No son las oficiales, no son las que la marca deportiva diseñó para el equipo del narigón. Las compraron el día previo, les cosieron los números con unas lentejuelas grises que brillan. Garantizan ser livianas, pero a nadie convencen. Hasta que llega él, dice que le gustan. Y dice, también, “con esta les ganamos a los ingleses”.

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Es hora del desayuno. 10 de los 11 titulares lo hacen con coca cola. Minutos después se suben al colectivo desvencijado, viejo y lento que los ha llevado desde la concentración al estadio en cada uno de los partidos que han disputado: Corea, Italia, Bulgaria, Uruguay. Ahora ese mismo motor gasolero que escupe fuego los lleva a la cita contra Inglaterra.

No suben al colectivo a medida que llegan. Hay un orden que respetar, un ritual a repetir cada vez que lo hacen. De a uno, sin apurarse. Las puertas de la vieja máquina se cierran cuando el 10 diga las últimas palabras al predio, desde la escalerita del colectivo: hasta luego.    

Adentro, cada cual se sienta en su misma butaca de siempre y asume las tareas que le corresponden. Tapia, Almirón, islas, Zelada, el Vasco Olarticoechea y el Diego tienen a su cargo la animación del viaje, que tiene que durar siempre la misma cantidad de minutos. Los más revoltosos del aula hacen zarandear a la vieja máquina, que no supera los 60km por hora. Son estudiantes en viaje de estudio. Y los estudiantes en festejo de egresados empiezan con las canciones. No la que se les ocurra, no las que les vengan en ganas. El mismo casete de siempre, el mismo orden de cada pieza musical. Largan tranquilos. Piensan en sus familias. Piensan en sus hijos e hijas. Lo invocan a Sergio Denis y todos tararean Chiquito gigante.

Chiquito gigante les recuerda a sus retoños. Pero chiquito y gigante también es él, el que domina la pelota como ninguno y decide, por ritual establecido, el orden del sonido. La que sigue es igual de melancólica, pero sirve para insuflar ánimos al corazón que se desboca por jugar. Escuchan eclipse total del corazón sin saber que en horas eclipsarán a los inventores del futbol.

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Cuando el colectivo esté pronto a arribar al estadio Azteca, llega el turno del último tema. Un sonido que levante a los muertos, un ritmo que nos dé el deseo de cambiar el mundo, la canción que nos corone de gloria. Es momento de pegar.

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A las 10,20 de la mañana mexicana el plantes de la selección argentina ingresa al vestuario. José Luis Cuchufo pone la virgen de lujan donde corresponde por protocolo y el Diego enciende el musiquero Sony de color rojo. Ya suenan las canciones del vestuario, el segundo casete, donde Valeria Linch es la estrella invitada.

El utilero lustra los botines del más grande con una mezcla de silicona y querosén, algo que sólo se ha usado en las monturas de caballos. Hablamos de bestias. Los puma número 37 brillan como nunca, como siempre.

Salvatore Carmando masajea durante una hora las piernas del astro que calzará la casaca número 10, como lo hace antes de cada partido. Y siempre la misma impresión. Músculos duros y flexibles a la vez. “Nunca vi algo así”, confiesa en secreto.

Al final de los masajes, debe sonar el teléfono público que esta en el vestuario. No atiende cualquiera. Atiende el defensor que no tiene club, que morirá joven y que será un héroe. El Tata Brown repite la celebración una y otra vez. Cuando el Tata supera esta etapa, espera la siguiente. El paso del capitán a su lado, la palmada de amor y el grito de "Dale eh, dale que si vos jugas bien yo juego bien".  

El corazón, a esta altura, ya no entra en el pecho de nadie.

                                                                *

Es momento, antes de ver el sol del mediodía, de la arenga. El capitán los junta, los abraza, los emociona. Se combinan las ganas de llorar y de ganar. Son las palabras sagradas que por obra del destino nadie recuerda. Qué dijo el capitán ya nadie lo tiene en su registro. Solo queda la marca de  la emoción incontrolable, el deseo de ganar por un país.

En el vestuario rival llegan dos telegramas llamando al triunfo ingles. Uno es de  Margaret Tacher. El otro, de la  reina Isabel II. Esto ya no es futbol. Es el imperialismo y la monarquía contra el pibe de Villa Fiorito. 

                                                                   *

Los equipos entran a la cancha a las 11:55 del domingo 22 de junio. Jobs, jugador inglés, debe concentrarse en el partido. Pero mientras forman las selecciones  solo se interesa por ver a Maradona, era su único deseos. ¿Es él, el de la mata de pelo negro? ¿Es Maradona? Más atrás, su compañero Hodge también lo busca con su mirada. No siente temor, pero si toma conciencia de su cita con la historia. Es él, es Maradona.

En el campo de juego Bilardo repite su última cábala. Le da una palmada a Burruchaga y le grita "¡Con todo, eh!"

John Barnett, delantero inglés que forma parte del banco de suplentes, sabe que su tarea es arengar a sus compañeros, pero no puede. Se sienta y ya no puede seguir a los propios. Confiesa quedar hechizado por el 10 de camiseta azul. Se da cuenta que no puede sacarle los ojos de encima. El magnetismo que nadie explica.

Y siempre la misma impresión. Músculos duros y flexibles a la vez. “Nunca vi algo así”, confiesa.

Al final de los masajes, debe sonar el teléfono público que esta en el vestuario. No atiende cualquiera. Atiende el defensor que no tiene club, que morirá joven y que será un héroe. El Tata Brown repite la celebración una y otra vez. Cuando el Tata supera esta etapa, espera la siguiente. El paso del capitán a su lado, la palmada de amor y el grito de "Dale eh, dale que si vos jugas bien yo juego bien". 

El corazón, a esta altura, ya no entra en el pecho de nadie.

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Es momento, antes de ver el sol del mediodía, de la arenga. El capitán los junta, los abraza, los emociona. Se combinan las ganas de llorar y de ganar. Son las palabras sagradas que por obra del destino nadie recuerda. Qué dijo el capitán ya nadie lo tiene en su registro. Solo queda la marca de  la emoción incontrolable, el deseo de ganar por un país.

En el vestuario rival llegan dos telegramas llamando al triunfo ingles. Uno es de  Margaret Tacher. El otro, de la  Reina Isabel II. Esto ya no es futbol. Es el imperialismo y la monarquía contra el pibe de villa Fiorito. 

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Los equipos entran a la cancha a las 11:55 del domingo 22 de junio. Jobs, jugador inglés, debe concentrarse en el partido. Pero mientras forman las selecciones  solo se interesa por ver a Maradona, era su único deseos. ¿Es él, el de la mata de pelo negro? ¿Es Maradona? Más atrás, su compañero Hodge también lo busca con su mirada. No siente temor, pero si toma conciencia de su cita con la historia. Es él, es Maradona.

En el campo de juego Bilardo repite su última cábala. Le da una palmada a Burruchaga y le grita "¡Con todo, eh!" 

John Barnett, delantero inglés que forma parte del banco de suplentes, sabe que su tarea es arengar a sus compañeros, pero no puede. Se sienta y ya no puede seguir a los propios. Confiesa quedar hechizado por el 10 de camiseta azul. Se da cuenta que no puede sacarle los ojos de encima. El magnetismo que nadie explica.

El árbitro tunecino no quiere que el partido termine. No por Inglaterra, sino para seguir siendo testigo. Maradona, siente por dentro y lo confiesa después, es algo extraordinario. Para seguirlo, cuenta, debo tener 4 ojos. Alabado sea Dios, estoy dirigiendo este partido.

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El partido termina. Argentina avanza a semifinales por tercera vez en su historia. En el vestuario todos gritan Maradó, Maradó. El pide que no, que gritemos todos argentina. Alguien pasa y le dice "vamos Diego". Vuelve a corregir: "no, vamos todos, acá somos todos".

Sale del vestuario y se encuentra con su padre. Lloran abrazados como todo padre e hijo que han presenciado un milagro. El jugador llama, desde el único teléfono público que hay en el estadio, a  su madre, a  doña Tota, que está en buenos aires. Sin dejar de llorar, le dice:

-Yo juego por vos, mamá.

Cerca de la casa de doña Tota el ignoto Héctor Rebasti festeja con su familia. Héctor es veterano de Malvinas, a donde fue con 18 años a ver morir a sus amigos. Hoy, 4 años después, en el calor del hogar, no puede despegarse del televisor. Cuando el Diego hace el primer gol siente, Héctor, que recupera la patria. Cuando se produce el segundo milagro ya no puede dejar de abrazar a sus padres y a sus hermanos, siente por fin oxígeno en sus pulmones, siente que respira aire puro por primera vez desde aquella pesadilla en las islas. Cuando el partido termina, Héctor Rebasti, el veterano de 22 años, llora dos horas sin parar. Llora de alegría, llora por sus amigos  que no están más. Llora porque ve a Maradona como el argentino que entendió la guerra que habían pasado. 

Llora, Héctor, por que para él, el Diego, es Dios.

 (Fuente: El partido: Andrés Burgos)