Ayer a la tarde me llegó la noticia. Reparé en que la noticia era reciente, impactante, pero también que era de ayer. Vieja. Es que Enrique Symns, sabíamos, vivía, a pesar de que su humanidad de carne, sangre y huesos estaba cansada, pero hacía un buen tiempo ya que era un muerto. Él, inteligente como pocos, lo sabía. "Mi cuerpo, como la madera seca y crujiente de un viejo barco, está muy cerca de reposar en la última orilla”, había escrito hace un par de años.

Enrique vivió al límite, se dice hoy, y por eso alguna gente lo elogia. Pero cómo pueden hablar del dolor. Un gran filósofo que no sabe de filosofía, llamado José Larralde, escribió una vez: “Nadie mezquina salmuera cuando es de otro lomo el tajo”. Y es así. Como Luca Prodan, que vivió intensamente pero que en un punto no fue feliz, creo, Enrique Symns fue victimario y víctima de todos los excesos que puede tener un ser humano. Y hoy hay quienes hablan maravillas de él y desparraman salmuera, bien ácida, bien salada, porque no es suya la piel con las heridas. Así cualquiera.

Tenía 77 años, que es mucho para la vida de un ser humano común. Además, Enrique no era común. ¿Se tendría que haber muerto antes? La lógica dice que sí, pero qué bueno que no. Nos gustaría tener hoy a Miguel Abuelo con canas, a Luca Prodan grande, a María Gabriela Epumer aún tocando, a Federico Moura también grande, haber visto a Carlos Gardel añoso. Todos grandes más tenerlos. Tenerlos. Pero la vida es caprichosa. Y la muerte también. La vida te da y te quita, te quita y te da, dice la canción de Rubén Blades y tiene razón.

Entre tanta cosa lúcida al extremo, había escrito Symns en tiempos no lejanos: "Antes tenía una verdad, la certeza de que estar extraviado era el mejor camino. Un hombre extraviado siempre está iluminado, guiado por los abismos de su inconsciente, por las estrellas del infinito cosmos que es uno mismo. Siempre, en los peores momentos de mi vida, dentro de la cárcel, a punto de pegarme un tiro o cuando una mujer me abandonó, salí de esa vida y empecé a tener otra. Tuve muchas. Pero esta vez parece que se hubiera acabado". Ahora se acabó.

Lo conocí, sí. Incluso tuve el honor de poner la firma en alguna nota de su mítica revista Cerdos y Peces. No era alguien “del palo” pero él me distinguía haciéndole saber a su mundo que yo no era alguien de la vereda de enfrente, y a mí me alcanzaba con eso. Era un elogio. Yo era -soy- un periodista profesional y eso Enrique Symns siempre lo respetó. Era demasiado profesional para muchos periodistas que estaban cerca suyo, revoloteándolo, mostrándole que ser amateur era lo mejor y que podían ser los más reos del barrio nadando como peces subterráneos. Yo era al revés y podía andar por túneles debajo de la tierra, siendo un negrito de barrio y provinciano de origen, pero nunca hacía alarde de eso. No tomaba merca, no bebía en exceso, no andaba por la banquina y sobre todo, no actuaba. Eso, creo, lejos de ser negativo para Enrique, era algo bueno. Por eso me respetaba. Y aunque no escribía muy bien, es evidente, me tenía en cuenta.

Me recibió algunas veces en su oficina de un subsuelo frente al Parque Lezama, a la vuelta de la gran iglesia ortodoxa rusa que ahí tiene Buenos Aires. Una vez, cerca de mitad de los 90, me invitó a que fuera a conocer la quinta en Florencio Varela que le habían prestado y en la que estaba viviendo con Vera Land, su 99, su copiloto. Y fui, fuimos en mi auto Renault 18 azul con mi hermano Guille, que obviamente no quiso perderse la posibilidad de pasar un día en lo de Symns. La quinta no era un lujo, claro, sino un gran terreno con los pastos crecidos y una casa derruida en la que había un par de salones bastante a salvo donde vivía. (Recuerdo que nuestra aventura fue la vuelta. Porque nos perdimos -no había gps en ese tiempo- e hicimos todo el Camino Negro en un auto muy caretón para ese mundo, digamos. Vimos fuego en tachos de aceite en las esquinas, todo muy Symns. Así llegamos por fin a Avellaneda y cruzamos el Riachuelo y arribamos, uf, a San Telmo)

Enrique Symns. Foto: redes
Enrique Symns. Foto: redes

Tengo el libro sobre Fito Páez que hizo en el arranque de los 90; después creo que se pelearon. No leí lo que tiempo después hizo en Chile, pero sé que su relación con el grupo Los Tres, sobre el que hizo otro libro, no terminó bien.

Enrique era así: rompía lo que tenía cerca, no podía mantener algo sano en su derredor. Por eso mi instinto me llevó a que nunca me acercara mucho. Siempre le temí al demasiado.

Lo mismo, supe, pasó con los Redondos. Recuerdo que una vez Fabián Polosecki, Polito, querido amigo y compañero de redacción, que se ocupaba de seguir el caso Walter Bulacio, volvió exultante de la calle diciendo: ¡lo tengo a Symns diciéndoles “asesinos”!. Daba miedo, sí, pero bueno, lo había dicho él. Eso, llamar “asesinos” a sus viejos amigos Los Redondos, fue determinante para que la relación, que se había dañado vaya uno a saber por qué, finalmente se rompiera en mil pedazos y nunca más, hasta hoy, pudiera reconstituirse. Claro, uno sabe que en todo caso sería un jarrón pegado con la gotita: tendría la pinta de un jarrón pero ya no volvería a ser el de antes.

Lo de Enrique quedará en el mito. Lo que escribió, lo que vivió. También sus noches como monologuista de Los Redondos.

Y ya no está acá. Finalmente murió y fue en su ley, la ley del exceso total. Murió pobre y solo, qué pena. Pero quién sabe si no era lo que él quería para sí.

Symns: "Uno escribe por angustia, por desesperación"
El chico de la moto - Monólogo de Enrique Symns (Los Redondos en Cemento, 28-11-1987) audio consola