Un triunfo en el Monumental, o la clasificación a una nueva final de la Copa Libertadores de América, y más si la consigue con buen fútbol, ratificarían las formas que desde hace un buen tiempo ha venido aplicando Marcelo Gallardo en su equipo para ser atractivo y, a la vez, ganador.

River Plate llega mucho más desahogado que Boca Juniors al superclásico de esta noche. Su mirada hacia atrás encuentra el respaldo de una final soñada hecha suya, histórica, intransferible, un recuerdo que le devuelve autoridad, confianza y mucho del juego que mantiene en estos días, quizá el mejor de Argentina, que tratará de reafirmar sobre su necesitado rival.

Boca Juniors resume el nerviosismo y la ansiedad de quien debe curar una herida, de quien tiene que salvar un error grave, de aquel que debe responder una afrenta deportiva, equivalente a ver arrebatado de sus manos por su clásico adversario el premio internacional más pretendido por los clubes de Sudamérica.

Esa imagen, como la de un mes atrás cuando empataron por la Superliga, podría verse en el atiborrado Monumental de Núñez. River será intenso, incisivo, con rasgos de vapuleador si encuentra una oposición temerosa o con dudas. Sin embargo, todo indica que Boca será un adversario bronco e indomable, dolido por aquel aguijón de diciembre que todavía le duele, y que podría ser insoportable si aquella herida llega al hueso.

Esta confrontación, entonces, podría repetir la versión excesivamente disputada de hace 30 días, llena de faltas y fricciones, muy hablada y poco jugada, merodeada en el ombligo y olvidada en la cabeza y en los pies.

En los extremos se hacen los goles y se disfrutan o padecen las emociones. Los arcos estarán disponibles; sino se olvidan de ellos, además de lo siempre visto, el superclásico del fútbol argentino podría ofrecer el menú completo que todo comensal exige para tener una mesa bien servida.