Era una nena de cinco años y empezaba a sentir hambre, cuando un policía se le acercó para preguntarle con quién estaba.

Audelina Saavedra había llegado a la terminal de Retiro desde Córdoba, con una mujer que le prometió chocolates. Nunca se supo cuáles eran los verdaderos planes de su secuestradora: la mujer la abandonó apenas bajaron del colectivo. Esperame acá, le dijo indicándole un banco de madera, y desapareció.

Han pasado más de 40 años. Audelina Saavedra sorbe de a poco el licuado multifrutal que le sirven en Delihaus, un pequeño bar de Colón al 2000 donde la conocen de tanto verla allí de reunión en reunión. Esto es como mi oficina, se ríe Audelina con voz apenas audible, y vuelve a aquel día en Retiro: El policía me llevó a una comisaría donde el jefe llamó a su esposa, le dijo que no me podían tener ahí; que fuera a buscarme. Esa noche dormí con la familia del comisario y al día siguiente la policía juvenil me trajo de vuelta a Córdoba.

A partir de entonces, durante diez años deambuló por institutos de niñas sin familia. Una infancia de mucha pobreza y discriminación, dirá varias veces durante la entrevista.

Gracias a sus dos trabajos, la pobreza extrema está controlada. Pero la discriminación fue cambiando de pelaje.

El último 11 de octubre, Marcelo Ariel González, un hombre que presentaba su libro en la Feria del Libro de Córdoba la insultó a los gritos: India sucia. Te voy a hacer chupar la pinchila, le disparó cuando ella se defendió de las agresiones que el hombre lanzara contra sus compañeras y compañeros de la comunidad del Pueblo de La Toma y el Instituto de Culturas Aborígenes.

El ataque se produjo en la Plaza de la Intendencia, frente a uno de los domos donde se realizaba la Feria del Libro. Hasta ahí llegó marchando un grupo de cordobesas y cordobeses orginaries tras participar de una celebración en el Monumento al Indio, en la Plaza Agustín Tosco.

Frente al Patio Olmos habían rendido homenaje a sus ancestras y ancestros en las vísperas del 12 de octubre, el último día de libertad de los pueblos originarios (previo al desembarco de Colón en 1492).

Indios de mierda, vayan a laburar, vayan a estudiar, les disparó González, y arremetió contra Audelina Saavedra cuando ella se presentó como curaca comechingona y profesora de nivel inicial. Consta −me dice−, en la denuncia que, acompañada por Horacio Saravia, párroco de San Jerónimo, presentó ante el Inadi. La policía intervino para alejar al agresor, quien se fue gritando viva las ideas de la libertad carajo.

Audelina Saavedra se supo comechingona después de conocer al cura Saravia, defensor de los pueblos originarios. Una bella persona que me sacó de la calle. Un día estábamos con un grupo de chicas pidiendo monedas frente a la lomitería Ufo, en la avenida Colón, y apareció él, recuerda Audelina. Me llevó a la parroquia, terminé de estudiar. Quise profesionarme (sic) para salir de la pobreza y la discriminación; entonces después del secundario para adultos me recibí de profesora de nivel inicial en el Sobral de Rodríguez del Busto. Por esa época me invitaron a participar del Instituto de Culturas Aborígenes, nos pusimos a investigar, y en los archivos del Arzobispado averigüé que toda mi familia es descendiente de comechingones.

Lo peor de la infancia de Audelina Saavedra comenzó cuando su papá, que trabajaba en gomerías, perdió una pierna en un accidente laboral. Quedó inválido, y sus ocho hijas e hijos a la deriva. No teníamos ni para comer. Íbamos a la calle a pedir, me cuenta Audelina, recordando a la nena de cinco años que era por entonces. Cuando de tanto andar en la calle, sin padre ni madre que la miraran, fue a parar a Retiro.

Se reencontró con su familia recién dos años más tarde. Capitaneadas por una nena de 12 años, Audelina que ya tenía 7 y media docena de chicas se escaparon del instituto de menores en el que vivían. Las compañeras la ayudaron a llegar a su casa, donde solo encontró algunes hermanes. El padre no estaba. La madre hacía rato que se había ido.

De nuevo al instituto. A mi mamá la volví a ver mucho después. Nunca hablamos de eso, pero al final nos hicimos amigas, dice Audelina Saavedra, siempre en voz baja. Apenas se la escucha. Ni su padre, ni su madre la buscaron jamás.

De los institutos por donde anduvo, varios hasta sus 14 años (cuando Saravia la rescató), tiene buenos y malos recuerdos. De los malos, el maltrato de algunas compañeras más grandes. Nos pegaban. Como en la cárcel −me explica−. Ahí se ve la importancia de los padres. Y en la escuela nos discriminaban. Las huérfanas, nos decían, porque vivíamos en un instituto. Celadoras, según el turno. Algunas también pegaban. Otras no eran malas, dice, y agradece que entre tanta hostilidad, siempre aparecía un ángel a protegerla.

Cuando a los 19 años tuvo al primero de sus cuatro hijes, comenzó a trabajar en una guardería para madres solas creada durante la gestión del intendente Ramón Bautista Mestre en dependencias del Arzobispado, al fondo de la Iglesia de Itatí. En Angel Roffo 1950, en Villa Páez. Cerca de la cancha de Belgrano. Ahora es el jardín de infantes Nuestra Señora de Itatí. Treinta años después ella sigue ahí. Por la mañana. Y por la noche, preceptora en el Instituto de Culturas Aborígenes, sobre Enfermera Clermont. Agradecida de esos dos sueldos que hasta le permiten algunos lujos: Venir acá, donde me junto con mi gente, y pedirme un licuado, ejemplifica con una sonrisa contenida.

Muchas de esas reuniones en el bar son por su responsabilidad, desde 2022, como curaca de la comunidad comechingona. Lo más importante es trabajar por la visibilización de nuestro pueblo, subraya. Cuando comenzamos a investigar, se decía que en Córdoba no había comechingones. Toda mi familia lo es. Saavedra es el apellido del patrón de uno de mis bisabuelos. Le ponían su apellido. Siempre vivieron en la zona de Alberdi donde está el Pueblo de La Toma. Cerca del cementerio San Jerónimo. En la misma casa en la que ahora están mis hermanos. A mucha gente todavía le da vergüenza decir que es comechingona. Pero aunque nuestra lengua ha desaparecido por completo, nosotros estamos. En la ciudad, y en las sierras de Córdoba.

−¿Y tus ojos verdes?

−De mis ancestros. Es un prejuicio creer que los comechingones no tenemos ojos claros.

Después vuelve a la humillación de la Feria del Libro.

­−¿Es cierto que usó la palabra pinchila para agredirte?

−No solo la usó. Mientras me insultaba se agarraba abajo (indica hacia los genitales, y desde su celular me muestra la foto que pudo tomarle al agresor).

Agrega: Cuando el hombre me insulta, me paralicé. Todo el cuerpo. Me acordé de cuando no tuve padre; cuando no tuve madre.