La democracia también es un grupo de mujeres jóvenes (unas chifladas, se ríe ahora una de ellas) que en octubre de 1983 parió en Córdoba el Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil, militancia fundamental para que la literatura destinada a las infancias dejara de ser una pobretona (sic) y fuera lo que ya nadie discute. Un arte con todas las letras.

Con un pic nic muy silvestre donde hubo rincones de poesía, libros aquí y allá, una caminata de reconocimiento guiada por Mariano Medina (además de literato y músico, gran caminante de nuestras montañas), el Cedilij celebró sus 40 años en el Club Germinar, al que se llegaron unas 100 personas entre las nuevas, las de siempre, las históricas.

De las históricas, Cecilia Bettolli, una de las fundadoras, habla de la fiesta aniversario: Para mí ha sido una movida brutal. Muy emocionante. Yo me ocupé de contactar a la gente de las primeras décadas. Las cosas conmovedoras que me decían… Lo que el Cedilij significó para esas personas. Y para nuestras familias… Escuchamos relatos de nuestros hijos. De cómo nos veían entonces. Lo importante que fue para ellos, amén de que no había quién hiciera los fideos en casa (mi marido fue un adelantado −agrega y a su lado el marido asiente−. Me fui a una capacitación a Venezuela embarazada. Él se quedó con el mayor de los chicos. Sin su ayuda no hubiera podido).

Cecilia Bettolli tenía 28 años cuando comenzó lo que derivaría en el Cedilij, del que fue directora varias veces, y al que no ha dejado desde entonces, aunque vive cerca de Intiyaco, en Calamuchita. Muy lejos de la ruta, en una casa que de a poco fue dejando de ser la tapera que compraron para habitarla fultaim al jubilarse.

Me fui de la ciudad porque no tolero más tanta violencia. Cuando mis hijos eran chicos, en barrio Colinas de Vélez Sársfield vivían en la calle. Ahora salís y te arrancan la cartera.

Cecilia Bettolli se crio entre ingenieros, su compañero también lo es, pero ellas eran cinco chicas que para mitigar el recato de la siesta leían sin parar. Una mamá que mientras las otras mamás se concentraban en las tareas del hogar, daba clases de inglés. Cuenta corriente en el kiosko donde ellas buscaban los libros de la colección Bolsillitos, de Editorial Abril. Y las monjas Azules, una escuela que la marcó hermosamente (sic): allí, suerte de test vocacional mediante, entre la arquitectura y las letras, eligió las letras. Pero no le gustó ser docente.

Me recibí de licenciada y profesora en Letras Modernas. Intenté dar clases pero tenía intolerancia al aparato administrativo ministerial. Me agobiaba.

Entonces una compañera me presentó a Perla Suez, quien había vuelto de una beca en Francia con la idea de un centro de formación en literatura infantil.

Cecilia Bettolli, Perla Suez, Nora Gómez, Teresa Sassarolli, María Teresa Andruetto, Sandra Panaioti y Ester Rocha. La primera comisión directiva del Cedilij. Y trabajando a la par, Graciela Peyrano, Estela Smania, Nelly Canepari, entre muchas otras.

El Cedilij −me explica Cecilia Bettolli− contribuyó a crear el campo de la literatura infantil y juvenil en Córdoba. Antes, estaba muy pegada a lo pedagógico, al didactismo, a lo moral. El gran quiebre fue constituirse como un arte. Dejar de ser una cenicienta, una pobretona. Una literatura ñoña que creía que los niños no piensan, no entienden y entonces se les debe dar la moraleja y decirles cómo entender el texto. También fue muy importante la incorporación de la imagen, ya no acompañando, sino construyendo sentidos. Ese cambio coincidió con la democracia. Había una gran ebullición en el país.

Después de deambular por varias sedes prestadas o alquiladas, gracias al impulso de Lilia Lardone que les advirtió del espacio libre dejado por la Editorial Municipal cuando se mudó al Cabildo, el Cedilij logró una casita en el viejo Paseo de las Artes donde los sábados su biblioteca sale a la calle con los libros, y levanta puesto junto a los feriantes de frutas y verduras.

Éramos unas tremendas atrevidas, confiesa Cecilia Bettolli cuando repasa algunos de los hitos de estos cuarenta años: el Primer Encuentro Nacional de Trabajadores de la Literatura Infantil y Juvenil en 1985, donde popes como Graciela Montes, Laura Devetach, Gustavo Roldán y muchos más, vinieron pagándose todo. Casi veinte números de la revista Piedra Libre (con el valioso aporte de Alicia Tettamanti); un programa de la OEA del que surgió la Red Latinoamericana de Centros de Documentación de Literatura Infantil y Juvenil. La lista es larga.

¿Con qué recursos?

−La plata… El drama de siempre. Casi todo el trabajo es voluntario. Cobran la bibliotecaria y la administrativa. Un pago casi simbólico. Una fuente permanente de ingresos son los cursos de capacitación docente y para distintos proyectos hemos recibido financiamiento de las Fundaciones Avina, Arcor, Minetti, Santa María de España. Aprendimos mucho, éramos muy picantes en literatura, pero ni idea de gestión. Entonces hicimos una consultoría.

Cuesta llegar hasta la casa de Cecilia Bettolli. Me espera en Villa General Belgrano, me guía. Después de alardear sobre mis habilidades en las calles desvencijadas de Mendiolaza, al irme me empantano. Ella y su marido lo resuelven en un periquete, antes de que mis nervios arruinen ese día bucólico (aunque el día finalmente se ensombrece: al recuperar señal en la ruta, ha muerto Sonia Torrres). Oscar Ramos es ingeniero. Investigador del Conicet jubilado en el Centro de Investigaciones Acústicas de la Universidad donde conoció a su esposa hace más de 40 años. Son padres de tres hijos. El más grande, Nicolás, trabajó en el libro ‘Lapa 3142. Viaje sin Regreso’ que en 2001 dirigimos con María Inés Loyola. La del Cedilij fue la primera biblioteca pública de mi hija Carmelina.

La soledad en lo de los Ramos Bettolli parece absoluta. Los tilos gigantescos que los enamoraron a primera vista, la brisa imperceptible entre los rayos del sol, dos caballos indiferentes al ajetreo de la visita, un vino torrontés hecho en casa por toda la familia con uvas de La Rioja. Y Charqui, un callejero que anuncia las llegadas. Otro mundo. Pero nada solitario.

La familia de Fausto ha sido nuestra universidad, agradece Cecilia Bettolli.

Faustino Jiménez y los suyos tienen casa a unos trescientos metros. Él conoce todos los secretos de la sierra. Cuando llegaron los nuevos vecinos, el intercambio fue mutuo: los chicos de Fausto sumaron amores y descubrieron el encanto de los libros. Unas lomas hacia el otro lado (todo a pie), más vecindario: el taller donde Cecilia hace cerámica, al que llega mucha gente desde lugares distantes.

Visitas, siempre. La semana anterior a esta entrevista estuvieron varios días el ilustrador Istva y la escritora María Wernicke. Van a menudo. Se apencan. Les cuesta irse.

¿Escribir?

−Acá las tareas nos sobrepasan. Pero escribo pequeñas historias de lo que veo. El Oscar me alienta. (Vieras las cosas que escribe, dice Oscar Ramos llevándose las manos a la cabeza).

Cara a la intemperie. Apenas unas mechas anaranjadas bailoténdole sobre los ojos; yoga en casa, en pareja, desde hace años.  

El milagro del Cedilij es ser un micro espacio democrático. Eso me conmueve. A todos nos cambiaría estar en organizaciones como esta. Tiene un modo tan horizontal de registrar a las personas. Hay discusiones, y a veces nos cuesta ponernos de acuerdo. Pero siempre sobre la mesa. El otro milagro es el trabajo en equipo. Se va armando una correntada. Aprendí mucho de literatura y de infancias, pero ni qué hablar del gozo de inventar y hacer con otros. No hay nada así.

Dice Cecilia Bettolli, y no pregunto más.

La democracia también es un grupo de mujeres jóvenes (unas chifladas, se ríe ahora una de ellas) que en octubre de 1983 parió en Córdoba el Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil, militancia fundamental para que la literatura destinada a las infancias dejara de ser una pobretona (sic) y fuera lo que ya nadie discute. Un arte con todas las letras.

Con un pic nic muy silvestre donde hubo rincones de poesía, libros aquí y allá, una caminata de reconocimiento guiada por Mariano Medina (además de literato y músico, gran caminante de nuestras montañas), el Cedilij celebró sus 40 años en el Club Germinar, al que se llegaron unas 100 personas entre las nuevas, las de siempre, las históricas.

De las históricas, Cecilia Bettolli, una de las fundadoras, habla de la fiesta aniversario: Para mí ha sido una movida brutal. Muy emocionante. Yo me ocupé de contactar a la gente de las primeras décadas. Las cosas conmovedoras que me decían… Lo que el Cedilij significó para esas personas. Y para nuestras familias… Escuchamos relatos de nuestros hijos. De cómo nos veían entonces. Lo importante que fue para ellos, amén de que no había quién hiciera los fideos en casa (mi marido fue un adelantado −agrega y a su lado el marido asiente−. Me fui a una capacitación a Venezuela embarazada. Él se quedó con el mayor de los chicos. Sin su ayuda no hubiera podido).

Cecilia Bettolli tenía 28 años cuando comenzó lo que derivaría en el Cedilij, del que fue directora varias veces, y al que no ha dejado desde entonces, aunque vive cerca de Intiyaco, en Calamuchita. Muy lejos de la ruta, en una casa que de a poco fue dejando de ser la tapera que compraron para habitarla fultaim al jubilarse.

Me fui de la ciudad porque no tolero más tanta violencia. Cuando mis hijos eran chicos, en barrio Colinas de Vélez Sársfield vivían en la calle. Ahora salís y te arrancan la cartera.

Cecilia Bettolli se crio entre ingenieros, su compañero también lo es, pero ellas eran cinco chicas que para mitigar el recato de la siesta leían sin parar. Una mamá que mientras las otras mamás se concentraban en las tareas del hogar, daba clases de inglés. Cuenta corriente en el kiosko donde ellas buscaban los libros de la colección Bolsillitos, de Editorial Abril. Y las monjas Azules, una escuela que la marcó hermosamente (sic): allí, suerte de test vocacional mediante, entre la arquitectura y las letras, eligió las letras. Pero no le gustó ser docente.

Me recibí de licenciada y profesora en Letras Modernas. Intenté dar clases pero tenía intolerancia al aparato administrativo ministerial. Me agobiaba.

Entonces una compañera me presentó a Perla Suez, quien había vuelto de una beca en Francia con la idea de un centro de formación en literatura infantil.

Cecilia Bettolli, Perla Suez, Nora Gómez, Teresa Sassarolli, María Teresa Andruetto, Sandra Panaioti y Ester Rocha. La primera comisión directiva del Cedilij. Y trabajando a la par, Graciela Peyrano, Estela Smania, Nelly Canepari, entre muchas otras.

El Cedilij −me explica Cecilia Bettolli− contribuyó a crear el campo de la literatura infantil y juvenil en Córdoba. Antes, estaba muy pegada a lo pedagógico, al didactismo, a lo moral. El gran quiebre fue constituirse como un arte. Dejar de ser una cenicienta, una pobretona. Una literatura ñoña que creía que los niños no piensan, no entienden y entonces se les debe dar la moraleja y decirles cómo entender el texto. También fue muy importante la incorporación de la imagen, ya no acompañando, sino construyendo sentidos. Ese cambio coincidió con la democracia. Había una gran ebullición en el país.

Después de deambular por varias sedes prestadas o alquiladas, gracias al impulso de Lilia Lardone que les advirtió del espacio libre dejado por la Editorial Municipal cuando se mudó al Cabildo, el Cedilij logró una casita en el viejo Paseo de las Artes donde los sábados su biblioteca sale a la calle con los libros, y levanta puesto junto a los feriantes de frutas y verduras.

Éramos unas tremendas atrevidas, confiesa Cecilia Bettolli cuando repasa algunos de los hitos de estos cuarenta años: el Primer Encuentro Nacional de Trabajadores de la Literatura Infantil y Juvenil en 1985, donde popes como Graciela Montes, Laura Devetach, Gustavo Roldán y muchos más, vinieron pagándose todo. Casi veinte números de la revista Piedra Libre (con el valioso aporte de Alicia Tettamanti); un programa de la OEA del que surgió la Red Latinoamericana de Centros de Documentación de Literatura Infantil y Juvenil. La lista es larga.

¿Con qué recursos?

−La plata… El drama de siempre. Casi todo el trabajo es voluntario. Cobran la bibliotecaria y la administrativa. Un pago casi simbólico. Una fuente permanente de ingresos son los cursos de capacitación docente y para distintos proyectos hemos recibido financiamiento de las Fundaciones Avina, Arcor, Minetti, Santa María de España. Aprendimos mucho, éramos muy picantes en literatura, pero ni idea de gestión. Entonces hicimos una consultoría.

Cuesta llegar hasta la casa de Cecilia Bettolli. Me espera en Villa General Belgrano, me guía. Después de alardear sobre mis habilidades en las calles desvencijadas de Mendiolaza, al irme me empantano. Ella y su marido lo resuelven en un periquete, antes de que mis nervios arruinen ese día bucólico (aunque el día finalmente se ensombrece: al recuperar señal en la ruta, ha muerto Sonia Torrres). Oscar Ramos es ingeniero. Investigador del Conicet jubilado en el Centro de Investigaciones Acústicas de la Universidad donde conoció a su esposa hace más de 40 años. Son padres de tres hijos. El más grande, Nicolás, trabajó en el libro ‘Lapa 3142. Viaje sin Regreso’ que en 2001 dirigimos con María Inés Loyola. La del Cedilij fue la primera biblioteca pública de mi hija Carmelina.

La soledad en lo de los Ramos Bettolli parece absoluta. Los tilos gigantescos que los enamoraron a primera vista, la brisa imperceptible entre los rayos del sol, dos caballos indiferentes al ajetreo de la visita, un vino torrontés hecho en casa por toda la familia con uvas de La Rioja. Y Charqui, un callejero que anuncia las llegadas. Otro mundo. Pero nada solitario.

La familia de Fausto ha sido nuestra universidad, agradece Cecilia Bettolli.

Faustino Jiménez y los suyos tienen casa a unos trescientos metros. Él conoce todos los secretos de la sierra. Cuando llegaron los nuevos vecinos, el intercambio fue mutuo: los chicos de Fausto sumaron amores y descubrieron el encanto de los libros. Unas lomas hacia el otro lado (todo a pie), más vecindario: el taller donde Cecilia hace cerámica, al que llega mucha gente desde lugares distantes.

Visitas, siempre. La semana anterior a esta entrevista estuvieron varios días el ilustrador Istva y la escritora María Wernicke. Van a menudo. Se apencan. Les cuesta irse.

¿Escribir?

−Acá las tareas nos sobrepasan. Pero escribo pequeñas historias de lo que veo. El Oscar me alienta. (Vieras las cosas que escribe, dice Oscar Ramos llevándose las manos a la cabeza).

Cara a la intemperie. Apenas unas mechas anaranjadas bailoténdole sobre los ojos; yoga en casa, en pareja, desde hace años.  

El milagro del Cedilij es ser un micro espacio democrático. Eso me conmueve. A todos nos cambiaría estar en organizaciones como esta. Tiene un modo tan horizontal de registrar a las personas. Hay discusiones, y a veces nos cuesta ponernos de acuerdo. Pero siempre sobre la mesa. El otro milagro es el trabajo en equipo. Se va armando una correntada. Aprendí mucho de literatura y de infancias, pero ni qué hablar del gozo de inventar y hacer con otros. No hay nada así.

Dice Cecilia Bettolli, y no pregunto más.