“Ganar no es lo más importante: es lo único”.

Una docena de imágenes orbitan en la oficina del viceintendente. Ubicados a distintas alturas, los rostros asoman, sin demasiada curiosidad, a su rutina.

José Manuel de la Sota, Juan Schiaretti y Raúl Passerini, su padre, lo miran desde la pared ubicada detrás de su escritorio, junto al título de médico. Por encima, sólo un resplandeciente crucifijo metálico.

A pocos metros, al lado de la eterna sonrisa de Eva Perón, un Daniel Passerini de pelo renegrido y mirada cómplice entrega una camiseta de San Lorenzo al papa Francisco.

Sobre un mueble en el que reposan libros, una radio, papeles y el control remoto de un televisor, un Passerini de lentes y flequillo se aproxima a Diego Maradona con rostro de devoción. El registro destaca por ser el más grande. Más que el de Perón, incluso, al que también se ve erguido, en pose de diálogo.

Todas las fotos, también hay familiares, pertenecen a distintos momentos, como el paso del tiempo acusa en los colores y las enmarcaciones.

Entre todas las figuras, una aparece menos nítida. Ligeramente inclinado sobre la gramilla del Gasómetro, con ceñida casaca de tela gruesa, sonríe un joven Carlos Salvador Bilardo, irreconocible para cualquiera que no se precie de futbolero. En él, justamente, se detiene el índice del candidato a intendente, confeso hincha del club de Boedo.

El silencio que sucede al saludo se rompe sólo después del reconocimiento explícito al técnico campeón del mundo. Recién entonces suelta su segunda frase. La misma que opera como axioma para la feligresía bilardista: “Ganar no es lo más importante: es lo único”.

Daniel Passerini ha cumplido distintos roles de relevancia en la arquitectura cordobesista.

Un título

Pragmatismo puro, la frase podría aplicarse para ciertas derivas del peronismo. Más precisamente, de dirigentes justicialistas. En especial los que gobiernan la provincia desde hace 24 años, la mitad de ellos bajo rótulo de “cordobesismo”. Credenciales de progresismo y decisiones usualmente bendecidas por los actores de poder, interpelación al ser peronista y cooptación de dirigentes opositores, obras para la sociedad y consolidación de un modelo que derrama menos de lo vociferado. Todo en simultáneo, todo en la misma argamasa.

Daniel Passerini ha cumplido distintos roles de relevancia en la arquitectura cordobesista, nacida de la fusión del PJ provincial con representantes del conservadurismo y el liberalismo, denominada originalmente Unión por Córdoba y hoy rebautizada como Hacemos Unidos por Córdoba.

Exconcejal e intendente de Cruz Alta, decidió dejar por la mitad su segundo mandato como tal en 2005 para asumir el Ministerio de la Solidaridad por pedido del gobernador De la Sota, a quien refiere como “segundo padre” y por quien aún derrama nostalgia.

Once años antes había tomado el camino inverso, volviendo a su pueblo natal para ejercer la medicina, carrera que estudió en la Universidad Nacional de Córdoba. “Mis padres hicieron un gran esfuerzo para que yo pudiera estudiar. Somos la generación que dio a sus padres lo que ellos no pudieron tener: un título”, evoca en su acto oficial de lanzamiento como postulante a intendente.

El colectivo desde el que enuncia incluye a otros dirigentes de su generación. Entre ellos al electo gobernador Martín Llaryora, a quien espera suceder desde el 11 de diciembre. Como éste lo hiciera en las elecciones provinciales del 24 de junio, “Daniel” debe enfrentar un escenario electoral polarizado con el candidato de Juntos por el Cambio, un remozado Rodrigo de Loredo.

La pulseada entre ambos podría haberse dado ya en las elecciones de 2019. Hasta sólo dos meses antes se había mantenido firme en su intención de competir en la capital, esquiva al peronismo desde el aciago experimento de Germán Kammerath.

Eran momentos de conmoción y soterradas pujas internas. Tras el fallecimiento del caudillo cordobesista, en 2018, el doctor de Cruz Alta y otros dirigentes de la corriente “delasotista”, como Natalia de la Sota, pugnaban por cupos en los armados de un PJ ya enteramente en manos de Juan Schiaretti.

Por entonces Passerini acreditaba dos períodos como parlamentario, ambos bajo gestión del “gringo”, y una temporada en el ministerio de Desarrollo Social entre 2011 y 2015, último período del “gallego” en la gobernación. “Fui promotor de la entrega del botón antipánico para prevenir e intervenir en situaciones de violencia de género. También autor del proyecto que establece la provisión de energía eléctrica a pacientes electrodependientes por cuestiones de salud”, evoca.

Orgánico, “cristiano y militante peronista” antes que nada, finalmente aceptaría ser el acompañante de “Martín”, el elegido por “Juan”, el entonces vicegobernador, exintendente de San Francisco, exministro de Industria y ex diputado, a quien el peronismo capitalino miraba de reojo por su audacia y voracidad.

Tal decisión implicaría pausar una búsqueda que lo había llevado a escrutar otros caminos, siempre bajo la estela de su mentor, al que la muerte sorprendería en pleno intento de reunificación peronista.

Paulatinamente, su nombre dejaría de sonar en ensayos con letra K o sones de progresismo. Algunos vínculos permanecen, como el Centro de Iniciativa Popular, conformado por dirigentes que abrevaron en la atmósfera del Frente de Todos. Passerini no niega. “Hay gente de diversas extracciones en mi lista. Tenemos gran representatividad. La construcción debe superar barreras y prejuicios”, sentencia.

El primero

En poco tiempo, Llaryora y Passerini trabaron una relación que mutó en sociedad. Con la gestión como mantra, sellaron también las coordenadas para un destino conjunto, presentándose como garantes de la continuidad de administraciones “cordobesistas” bien valorada por los vecinos.

Ante las críticas sobre la propensión a retoques cosméticos y obras superficiales de la actual intendencia, el exlegislador enumera la recuperación de espacios públicos, la presencia en la periferia y la modernización de la burocracia administrativa. También lanza estiletazos contra los dirigentes de JxC, a quienes acusa de “abandonar y hundir” la ciudad.

Reacio a mirar proyecciones, analiza con entusiasmo los resultados de las elecciones provinciales en el circuito capital, donde Llaryora se impuso por casi ocho puntos sobre Luis Juez. “Esa es la mejor encuesta”, enfatiza.

Sí ostenta las millas recorridas en calles donde el Estado ofrece carencias. “Ya antes de recibirme andaba por los barrios de esta ciudad. Me formé en el hospital Misericordia. Caminé la villa Richardson, barrio Suárez, Mirizzi, el Pocito, San Roque”, evoca.

Alejado de la profesión médica por 10 años, volvió a calzarse el guardapolvo en 2016, tras conocer a una joven cuya vida fue segada por el consumo de paco. Con esa imagen en sus retinas, junto al padre Mariano Oberlin montó un centro de acompañamiento terapéutico en barrio Maldonado, donde atiende todos los lunes.

El recorrido por los barrios y una especialización en Toxicología Clínica lo alientan a hablar con “conocimiento de primera mano” sobre los ejes por los que transcurren las campañas a nivel provincial y a nivel nacional: la inseguridad y el narcotráfico.

La combinación de ambos problemas, muchas veces desprovista del contexto de restricciones económicas, favorece una suma de propuestas que redundan en el incremento de efectivos policiales, videovigilancia y restricciones varias. Concesiones de privacidad para una promesa de cuidado.

Passerini no escapa del precepto de moda. Como el nuevo gobernador, pide evitar las ideologías para abordar un problema “demasiado serio”. “El Estado también debe garantizar la seguridad”, asevera.

Al electo gobernador, promete, le golpeará la puerta para cumplir promesas conjuntas. “Quiero ser el primer intendente que te pida tener la Policía Municipal. Vamos a dar seguridad. Vamos a cumplir con lo que nos comprometemos”, grita en el acto de presentación mirando a un Llaryora que se levanta de su butaca y aplaude ostentosamente.

Claro, no era la primera aprobación pública. En mayo, Martín ya había celebrado que el vice impulsara la aprobación del “narcotest”, una modificación del Código de Ética Pública que obliga a funcionarios a presentar certificado negativo de consumo de drogas ilegales.

Dos meses después, la discusión en torno a causas que salpican a dos candidatos a concejales de Juntos por el Cambio, actúa como justificativo de una medida más efectista que efectiva, más ajustada a un paradigma de vigilancia que a un perfil sanitarista.

Improvisación

Melómano precoz, comenzó a tocar instrumentos a los 5 años. No aquellos comunes. Sí el oboe, paso previo al dominio de la tuba y el trombón. “Lamento no saber tocar la guitarra y el piano”, lamenta aún.

Pronto sería cautivado por el jazz, el ritmo de la improvisación y la expresión que se impone a la estructura, sin desdeñar rock, pop y otros ritmos “negros”. “Le encanta chapear con lo que sabe de música”, bromean en su entorno. Amplio en sus consumos, muestra varias listas en la plataforma más conocida. Allí agrupa clásicos, festivos, nueva generación y ritmos urbanos. Presume de dos, una denominada Jazzerini, otra con canciones de sus amigos, Los Caligaris.

Otra amistad que reivindica es la de los integrantes de la Small Jazz Band, a quienes conoció en 2000, cuando los invitó, por puro gusto, a un festival en Cruz Alta. Cinco años después, éstos retribuirían, sumándolo a algunos shows. En 2019, los acompañaría en un prometido viaje al Jazz Fest de New Orleans.

Cuatro años después no confiesa promesas extra. Sólo la continuidad de “la gestión del mejor intendente que Córdoba capital tuvo en toda su historia”. Por carácter transitivo, también el impulso a la proyección nacional del modelo cordobesista que intenta, aún sin suerte, Juan Schiaretti.

Obra pública, digitalización de procesos, pacto sanitario, con rol destacado de los privados, y educación de base tecnológica, pensando en profesionales más que en soberanía digital, como garantías de rumbo compartido para una versión del peronismo que afronta las incomodidades de cualquier transición.

Pragmático, resultadista, bilardista, músico y médico, Passerini actúa convencido de que el legado es mucho más importante que la improvisación.