Hay demasiados prejuicios sobre la vida en la cárcel. Una imaginaria social… Yo creía que me iban a golpear… Pero al llegar, como de Tribunales me llevaron directamente ahí con lo puesto, la celda pelada, las chicas me fueron acercando de todo… Ropa, elementos de higiene…

Florencia Baratelli estuvo cuatro años presa en la cárcel de Bouwer, a la que ingresó cuando tenía 39 años. Criada en una familia de profesionales universitarios, después de estudiar un tiempo Historia había casi terminado el profesorado de Educación Física. Dando clases en clubes se ganaba la vida cuando fue acusada de un delito que, sostiene, no cometió.

Yo traje el tenis de silla de ruedas al Lown Tenis. Lo organicé, muestra con orgullo sus años felices en el deporte.

Algunes de sus mayores también hicieron historia.

Mi abuelo Juan Pablo Santos Baratelli participó de la Reforma Universitaria. Estaba en el Centro de Estudiantes de Ingeniería; se lo ve en una foto en el Rectorado. Es quien asoma la cabeza entre las piernas de un compañero parado sobre el escritorio (me muestra un recorte de la revista Atlántida del 27 de junio de 1918, con la foto en cuestión). Un tío abuelo, Francisco Torres, creó el Servicio de Neonatología de la Maternidad Nacional. Y mi mamá fue directora del Carbó durante muchísimos años.

En Bouwer, adonde ingresó en 2012, Florencia Baratelli escuchó a Beatriz Bixio promocionar el Programa Universitario en la Cárcel (PUC). Se quiso anotar. Pero era solo para hombres. Funcionaba en la Cárcel de San Martín y había que llevarme, recuerda ahora café mediante en un bar frente a la plaza Jerónimo del Barco de Alto Alberdi a pocas cuadras de la casa que heredó de su familia, donde vive.

Me pusieron muchas trabas. Siempre fui una molestia para ellos (los penitenciarios). Me daban vueltas, hasta que del estrés recordé el número de mi matrícula de Historia y les dije que yo era estudiante universitaria y quería continuar mis estudios. En ese momento fui la única estudiante de ese programa de la Universidad Nacional. Me propuse ayudar a que la matrícula creciera. En 2016 cuando salí, ya eran unas diez las chicas que estudiaban con el PUC.

Después de un proceso judicial que durante ocho años afrontó en libertad, Florencia Baratelli vivió su prisión casi en soledad. La visitaban dos amigas que nunca la abandonaron: una ex compañera del profesorado, y otra con quien había trabajado en Cablevisión. Si ellas no podían, pasaba mucho tiempo sin visitas.

Se sufre desarraigo. Mi mamá me mandaba cosas, pero nunca fue a verme. Mis hermanos, algunas veces. Mi papá murió en esos años. Cuando nadie te visita te quedás sin nada. Ni elementos de higiene tenés…

A mí nunca me pusieron las manos encima −asegura cuando le pregunto− pero lo peor es la violencia psicológica. Por eso hay tantas peleas entre las presas. Desde verbales hasta piñas. Conmigo no se metían porque soy grandota. Sabían que fui árbitra de vóley masculino y tenis. Además estudiaba y eso era muy bien visto.

De sus compañeras de encierro recuerda con especial afecto a Laura Pilleri, la Condesa, primera mujer trans de Córdoba que pudo hacer el cambio de identidad en una cárcel y fue trasladada a un establecimiento de mujeres. Se apenó cuando la Condesa murió poco después de recuperar la libertad; y le gustó que la invitaran a participar del homenaje que al tiempo le hicieron en el Museo de Antropología de la Universidad.

En el pabellón donde estaba vi muchas injusticias (se le quiebra la voz). Le quitan sus bebés a las mujeres condenadas. Se los dan a las familias, que a veces los llevan a verlas, a veces no. Otra injusticia es lo poco que les pagan por los trabajos que hacen. Además, casi todas están en negro. Cuando se inauguró Bouwer solo había una mujer, o dos, en blanco.

Con diez compañeras que entre 2015 y 2016 participaron del Taller de Lectura y Escritura de Cartas en la Cárcel, es coautora de ‘Las del mundo al revés. Cartas inevitables para todxs desde la cárcel’. Un taller coordinado por Marcela Carignano, Julia Monge, Flavia Romero y Lucía Scoles de la Facu de Filosofía de la Universidad Nacional (en el contexto del mencionado Programa Universitario en la Cárcel).

Caminé hasta cansarme y aún lo sigo haciendo. Me reencontré con mis plantas, el agua caliente, la tierra húmeda bajo mis pies, el sabor de una manzana, los aromas de mi barrio y la incondicional compañía de mis mascotas.

El párrafo pertenece a la carta que escribió para la presentación del libro, ya en libertad. Uno de sus perros, un labrador llamado Bul, murió mientras ella estaba en Bouwer. Le dedicó una carta que está incluida en ese libro. Fue uno de los dolores más grandes de su encierro que en estos días ha revivido pues cuando llega a esta entrevista, Uma, otra de sus perras, acaba de morir.

Cuando estuve presa a mis mascotas las cuidaron mis dos amigas (las de las visitas), y Vilma, que había sido mi pareja durante cuatro años.

Queremos que nuestro libro refleje nuestra realidad para que nadie más se encuentre en la cárcel (…) y el que está afuera pueda comprendernos (…) este encierro que más allá de cambiarte te reciente y te trauma (…) que se dé a conocer un mundo desconocido. Yo no sabía que existía y lo tuve que conocer, dicen les autorxs en las primeras páginas. Además de Florencia Baratelli: Nora Abelleira, Noemí Baldini, María Lourdes Bentos, Cintia Bozo Cuba, Silvia Camargo, Marcela Carignano, Alicia Funes Bonemberg, Claudia Macietti, Julia Monge, Andrea Oviedo, Aldana Ramires, Flavia Romero (coordinadora), Graciela Sanabria, Lucía Scoles, Yésica Sinsky, Emilse Villafañe, Mariana y un varón, Ricardo Lombardi.

A partir de la relación que construyó con algunas de sus profesoras en la cárcel, durante un tiempo hizo tareas administrativas en la Secretaría de Extensión de la Facultad de Filosofía. Y participó de cerca de la edición y presentación extramuros del libro.

¿Ahora? De todo un poco. Costuras. Muñecos para vender. Cuido perros. Y casas. Salí con la idea de que nadie me daría trabajo. Conseguí a través de otros presos. Estuve en la fábrica de gorros Chialvo …

Florencia Baratelli cree en dios. Dice que durante el encierro dios la ayudó.

Mi vida es un cambalache, se ríe nerviosa, 50 años, pelo largo castaño oscuro, las primeras canas, sin tintura. Los ojos tristes.

Yo cuento que estuve en la cárcel. No tengo problemas de que me pregunten. Estoy en paz. Todo tiempo vivido es experiencia.