Dos años después de dejar sus trabajos de diseñadora digital frilancer para dedicarse solo a ser artista; todavía conmocionada por la noticia, Indira Montoya celebra el prestigioso Primer Premio de la Fundación Andreani en Arte, Tecnología y Ciencias que en marzo se trajo de Buenos Aires. Un reconocimiento que la confirma en su apuesta por el arte. Decisión, si nunca fácil, menos aún en los tiempos que corren.

"Monumentos para el monte impronunciable" (la obra premiada), es una advertencia sobre el daño apocalíptico de los incendios en el monte nativo de la provincia de Córdoba. Un audiovisual de diecisiete minutos construido a partir de fotos satelitales de las zonas de desastre; estatuas recreadas en 3D que representan el poder beneficiado con las quemas; la palabra sobreviviente escrita al infinito con carbón todavía humeante; fragmentos de video juegos en los que tal vez para una obra futura incluya interactivamente a quien mira.  

Por ahora son imágenes casi estáticas. Ceniza. Y desolación. Un réquiem. Rezo para los muertos de la hecatombe ambiental que Indira Montoya pergueñó contra un mundo que la espanta: explotación de los frágiles, lujos inservibles, hiperproducción de basura. Una vorágine paralizante.

No me interesa llevar esperanza. Creo que los ánimos se deben caldear para dejar de esperar de un Estado ausente. Más que sanación, el arte es sacrificio. Me explica a borbotones, sentadas ante una mesa del Ruedo, a la que llegamos temprano, algo fría la mañana, buscando por la peatonal un lugar al aire libre donde pudiera fumar sus armados.

En el proyecto ganador trabajó después de visitar una zona devastada por el fuego adonde fue con Daniel Díaz Romero −periodista ambiental al que agradece con creces−, y sus amigues María Rosa y José Almada. Más el apoyo amoroso de la tía María Najle, una profesora de inglés que a los 90 años hace yoga y no la abandona. El arte es comunitario, repite Indira cada vez que habla de sus obras. Y aunque sabe que no se puede incluir a todes quienes la ayudan, pide por favor que al menos nombre a las personas que estuvieron desde el día cero en la producción del Primer Premio.

Indira Montoya rindió libre casi toda la escuela primaria. Y la secundaria. Una excentricidad familiar para que la nena, que prometía virtuosismo, le dedicara muchas horas al violín. Así, bajo la tutela de la legendaria Dolores Bermann (introductora del Método Suzuki en Argentina) y del maestro escosés Finlay Ferguson (quien dio todo por sus discípulos, agradece emocionada) se convirtió en una violinista que estremecía (sic) el corazón. Simultáneamente estudió más de cinco idiomas en las instituciones ad hoc: la Alianza, la Dante, el Goethe, la Cultura Británica… Bailó clásico desde muy chica. Y durante varios años tocó en las orquestas Infantil y Sinfónica Juvenil de Córdoba. Hasta que antes de cumplir los 15, se hartó de todo.

Me cansé. Colapsé emocionalmente. Dejé el violín. Y al poco tiempo me fui de mi casa. Un modo de irme de mi madre, una mujer muy solidaria en los momentos difíciles, pero de esa gente que todo lo toma, todo lo quiere, todo lo invade. Mirá las cosas que te estoy contando…  

Indira vivió en la calle dos meses. En una de esas conoció al que fue su pareja durante 12 años y con quien, luego de cobrar una herencia, viajó a Europa. De vuelta, dormían en un Taunus de él. Hasta que se cruzaron con un ciber café, el bum de internet, la web. Fines de los 90.

Aquí no había quien supiera hacerlo. En Buenos Aires aprendí a diseñar y trabajé en un estudio que atendía las cuentas más grandes del país. Hicimos la primera expo de internet. Trabajábamos muchísimo. No veíamos el sol. Terminamos todos locos. Medicados. Pero también nos divertimos mucho. 

Cuando en el 2001 el país se precipitó al abismo, después de un breve exilio en Cosquín donde casi muere de aburrimiento, Indira (no me querían anotar. Pero mi mamá se encaprichó en llamarme así), estudió Comunicación en la Pascal porque la Nacional había cerrado las inscripciones.

Me recibí gracias a Mercedes Outumuro, la directora. Se ocupaba mucho de la gente. No me dejó hasta que terminé la tesis.

Indira Montoya se hizo artista visual. Y aunque ahora ha parado un poco, también performer. Una acción con las cenizas de su padre; incisiones en la piel que cosió a la vista del público. Aprendió de Aníbal Buede. Y de Soledad Sánchez Goldar. Esa grosa, dice. Una de las mejores performer de América latina. Dejó todo por la gestión del arte, agrega, para que quede claro cuánto la admira. Y confiesa que ha parado un poco porque ya no quiere enfermarse. Sus intervenciones performáticas derivaron muchas veces en problemas de salud.

Cuando se pone el cuerpo. La obra es una misma. No la interpretación de un personaje. Didáctica, me explica lo de las performances.

El cuerpo. Indira Montoya siempre puso el cuerpo. Veinte cirugías para reparar la fisura intrapalatina conque nació (me faltarían dos operaciones más, pero no tengo dinero, lamenta con una mueca amarga); esa marca en el labio contra la que no ha dejado de luchar.

Sí se me nota. Es lo primero que me miran. Me doy cuenta. Toda una vida buscando cómo disimularla, me dice, siempre a borbotones.

Durante la gestión de Pancho Marchiario en el Centro Cultural España Córdoba, con Eduardo Krumpholz, Indira Montoya creó hipermedula.org, una plataforma de comunicación cultural para Iberoamérica. Integra Efimerodramas, equipo de investigación para escritura performática. Junto con el filósofo e investigador del Conicet, Luis García (ella misma es una gran lectora de filosofía; de autores de los que habla fluidamente con quienes han leído como ella), durante 2021 curaron la mega muestra ‘Recomienzo continuo, arte y política en la ciudad’: con las colecciones del Genaro Pérez y el Museo Tamburini del Bancor, 150 años de arte en Córdoba.

Aunque al violín lo dejó durante 20 años, con su frágil anatomía (de chica fui una guerrera en un cuerpo de langosta, dice, pequeñita) a los 47 años, en junio Indira Montoya tocará como invitada en el auditorio de Exactas, durante el ensamble Suono Mobile Suono Mobile, con otres artistas y su compañero Lucas Luján

Juntos, viven en un departamento frente al Genaro Pérez. Siempre he tenido parejas varones, pero puedo enamorarme de una mujer, admite. Y ser madre inesperadamente. Hace 10 años adoptó a Lucía, una chica trans que ya tiene 26, es DJ y lucha por su propia diversidad.  

Durante la pandemia, Indira Montoya sintió que había llegado el momento de renunciar a todos los trabajos que hacía para mantenerse. Desde entonces, artista fultaim. No se puede hacer obra dedicándole solo dos o tres horas por día, justifica.

Se quita la campera. Que se luzca la camisita elegida para la foto. Y mejor si por el exceso de contraluz la Catedral queda desdibujada. No quiero nada con la Iglesia, se ríe. Reímos.