Desde que se recibió de abogada la obsesionaron las cárceles: en el juicio por el sangriento motín de 2005 fue defensora de Ricardo Serravalle, uno de los presos que lideró las negociaciones de los amotinados con jueces y penitenciarios. Participó en una causa del Movimiento Campesino. Fue abogada del gremio de trabajadoras sexuales. Y de Hijos. Durante más de diez años litigó en juicios de lesa humanidad −entre ellos, el que ventiló tormentos a un bebé de cinco meses−, y acompañó a ex presas políticas a denunciar las violaciones padecidas en los centros de detención de la dictadura. Como docente trabajó con Luis Marcó del Pont, su ‘segundo papá’, al que admiró por estar siempre del lado de los débiles. A los 54 años, no necesita que le pregunten para recordar que el sistema judicial es patriarcal.

Aunque cree que todavía no es posible eliminarlas, Lyllan Luque piensa que las cárceles debieran ser reducidas; que es necesario repensar las conductas objeto de castigo penal. Las cárceles generan mucho daño, explica. Y va más allá: Contribuyen a la ruptura del tejido social. Son una gran industria, un sistema perfecto que normaliza la tortura para disciplinar a los indisciplinados.

Hasta que Raúl Alfonsín debió vérselas con los carapintada, Lyllan Luque quería ser presidenta. Sin embargo ante los intentos golpistas de Semana Santa de 1987, rápida desistió del anhelo. Demasiado difícil. Una mamá radical y abuelos muy antiperonistas, a los 11 años se había puesto a militar en la UCR, pero a poco de estar en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba la encandiló una charla del criminólogo Marcó del Pont, defensor de presos políticos exiliado en México durante la dictadura. Quiero ser como él, recuerda que se dijo. Con el abogado trabajó mucho tiempo en su cátedra (donde permanece); recién recibida fue retén de sus compañeros de Hijos y hasta que en 2008 debió parar porque tenía la ‘cabeza quemada’, litigó como abogada penalista.

Un trabajo muy solitario, con mucha responsabilidad. Era difícil encontrar abogado que las defendieran, entonces las orga (organizaciones sociales) me llamaban. Al final del día yo seguía; estudiaba mucho. No me daba cuenta de que me estaba agotando, hasta que un día me levanté, y no pude leer más.

Entonces Lyllan Luque aprendió a hacer actividad física, a nadar. Pero después de dos años de licencia, volvió. En 2010. A defender víctimas del terrorismo de Estado en los juicios de lesa humanidad.

−Sí… Es más llevadero. Se trabaja en equipo. En una organización. Con Hijos. Ya no en solitario como en Penal. Después de una visita a La Perla, comprendí que ahí debía estar. Al ver cuánta gente conocida había sido víctima del terrorismo de Estado, sentí que aun sin haberlo sido directamente, yo también lo era.  

Lyllan Luque se estremece al recordar la defensa de la familia Soullier cuyo hijo Sebastián fue secuestrado por los verdugos de sus padres cuando tenía cinco meses, y retenido durante 24 horas en el D2, donde lo torturaron física y psicológicamente.

Ese juicio, que terminó en 2021, fue el primero de lesa humanidad en Córdoba cuyo tribunal estuvo presidido por una mujer. Carolina Prado. Casualmente, su compañera de cátedra. Un cambio impresionante, dice Lyllan Luque.

−Fue la primera vez que me puse vestido para ir a la Sala de Audiencias. Por primera vez ese era un lugar seguro para mí. No me iba a sentir un pedazo de carne. Me impresionó la autoridad que ejerció la jueza. Cordial, respetuosa, sin gritos. El tono de voz, las palabras…

Sin vacilar, Lyllan Luque avanza contra la cultura patriarcal del Poder Judicial.

En el juicio por el motín de la cárcel (la ex cárcel de barrio San Martín donde murieron ocho personas), era la única abogada mujer. Un día me llamó un colega para felicitarme, pero no se privó de hacer un comentario sobre mi ropa. Lástima esos trajecitos, me dijo. Siempre recuerdo a María Elba Martínez; cómo luchó en ese ambiente tan machista.

Amén de la reparación que significan los juicios por crímenes de lesa humanidad en Córdoba, lo mejor de esos años para Lyllan Luque son los vínculos con colegas, familiares, víctimas. Vínculos de amor y de respeto, agradece. Y, agrego, el premio Emi D’Ambra 2020 de la Facultad de Ciencias Sociales por su defensa de los derechos humanos.

Cuando todavía era tabú que las ex detenidas políticas narraran las violaciones padecidas, ella las acompañó a denunciarlas.

Hubiera querido participar en los juicios por delitos sexuales. Aunque ya no habrá a quién condenar. Están todos muertos. Recuerdo cuando después del testimonio de Norma San Nicolás hablando del tema, empezaron a ir las mujeres a contarme cómo las violaban. Querían denunciar. Yo les explicaba los riesgos de exponerse.

Hasta que tras una crisis de llanto por tanta inhumanidad, buscando cómo ayudarlas, Lyllan Luque comenzó a leer a Rita Segato (la antropóloga feminista). Lo primero que leí −recuerda− fue ‘Las estructuras elementales de la violencia’. Después terminaron de formarme mis alumnas.

Lyllan Luque vive en Alto Alberdi, en una casa de grandes ventanales desbordada de libros. Un patio interno cuyo techo debió enrejar después de una madrugada en que despertó con tres ladrones metidos en su habitación. Lo pudo comprar con ayuda de su madre porque a falta de cochera, estaba en precio (no tiene auto. Camina veinte, cuarenta cuadras diarias). Donde bajo una Santa Rita salpicada de fucsia se guarece a fumar armados.

Siente que como penalista dio cuanto podía. Además de las clases en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ahora trabaja en la Procuración Penitenciaria de la Nación. Le gustaría escribir sobre la vida cotidiana de los juicios. Un juicio penal representa a la humanidad. Muestra cómo se desarma una comunidad, dice. Algo parecido al libro de Emmanuel Carrère, V13, sobre el proceso a los terroristas yihadistas que en 2015 mataron 131 personas en el club Bataclan de París. Lo busca, lo hojea, señala. Me lee algunos párrafos en voz alta. Me entusiasma. De ahí a la librería. Lo compro yo también.