Trabajó en hornos de ladrillos durante más de veinte años. María Rodríguez aprendió el oficio al lado de su marido, Oscar Ramón Sánchez, a quien conoció en un baile cuando tenía 22 años y él 28. Él trabajaba en un cortadero de Villa Allende, hasta que un nuevo patrón lo conchabó para barrio Los Bulevares, y juntos se instalaron en esa zona. Cerca del Canal Maestro. De a poco levantaron una casita frente a los hornos, en terrenos fiscales donde estaban asentadas otras familias ladrilleras.

−Mi marido cortaba, cargaba camiones, ‘banqueteaba’. Entonces yo empecé a apilar. Trabajos no tan duros, pero me movía a la par de él.

¿Banquetear?

Acomodar las piezas para cocinarlas.

Hasta que Oscar Ramón Sánchez murió de asma. Habían tenido ocho hijes.

Al tiempo, María Rodríguez hizo pareja con otro cortador de ladrillos y tuvo dos hijos más. La flamante familia se trasladó a Villa del Prado, camino a Alta Gracia, pero ella se volvió enseguida: el nuevo compañero tomaba mucho.

Se enojaba conmigo porque yo ganaba más que él. Pero el patrón le decía, cómo no va a ganar más, si trabaja sin parar. Yo no quise renegar, así que me vine de nuevo al barrio, embarazada de la Jeni.

La Jeni, Jenifer, tiene 12 años. Ojos como luna llena, la piel cacao. El cabello negro, de terciopelo. Mientras hablo con su madre, corta papelitos de colores, pega, forma pequeños muñecos de cartulina. Alrededor de la misma mesa, otras chicas y chicos, hijas e hijos de sus hermanas mayores. O sea, sobrines de Jenifer. Escriben, ordenan cuadernos. Paran la oreja. Esperan el transporte que llevará a una primera tanda de siete a la escuela municipal Juan Masjoan, donde antes de la clase, almuerzan. Otro grupo de chiques de la familia entrará más tarde. Almuerzan en casa.

Cuando Jenifer nació, su mamá tenía 45 años. Once hijes, con la Jeni. Les mayores no quisieron que volviera a los hornos. El más grande, de 35, continúa el oficio de sus padres. Algunas chicas también. Pero para María Rodríguez, con el último embarazo terminaron sus años polvorientos.

No se queja. Ni del polvo, ni del trabajo en negro. ¿Obra social? Esconde una risa sonora cuando le pregunto. Tampoco aportes, faltaba más. Con la pensión de madre numerosa (unos 90.000 pesos, redondea) aporta al pozo de su pletórica familia que crece en habitaciones levantadas sobre el pequeño terreno comprado cuando la casa del Canal cedió el lugar al avance inmobiliario. El nuevo hogar está en Los Cortaderos, al norte de bulevar Los Alemanes. Calles de tierra, viviendas con la pobreza a flor de piel, aguas servidas y un solo colectivo diario donde en 2014 la policía mató de un tiro en la nuca al Güere, un pibe que trabajaba en los hornos de ladrillos. Mientras hablo con María en una cocina de paredes descoloridas, revolotean hijas, yernos, nietas, nietos. Y una perra.

Muchos de mis partos fueron en la casa. Porque no llegaba a tiempo, cuenta María Rodríguez. Todas sus hijas e hijos han ido a la escuela.  Algunas de las chicas no pudieron hacerlo junto con sus hermanes. Pero no se desalentaron y terminaron en la escuela especial Domingo Cabred. Cobran pensión por invalidez.

Después del último parto, en el Neonatal de Rodríguez del Busto a María Rodríguez le ligaron las trompas. No protesta, pero se le ilumina la cara y sonríe plácidamente al contar que hizo la secundaria en un acelerado nocturno. Todavía trabajaba en los hornos de ladrillo cuando conoció a la gente de la Asamblea Popular Los Bulevares. Las asambleas, esas organizaciones de vecines nacidas al calor de la crisis del 2001 que buscaron alivio en el trueque; una mano para las familias más despojadas, el aguante colectivo.

 Primero fue el comedor comunitario. Lo urgente para su numerosa prole. Después, la biblioteca.

Mariana Gotero tenía una biblioteca popular. La biblio ‘Nelly Ruiz de Llorens’. Sí, conocí a Nelly. La re quería. Mi abuelita querida, le decía, dice María Rodríguez.

A medida que se aleja de los recuerdos de la vida ladrillera, crece su entusiasmo con la entrevista: Durante tres años, en bicicleta, Mariana estuvo buscándome en mi casa para que fuera a la biblio. Yo no quería, pero cuando entré, no me quise ir más. Quise terminar el secundario.

Así, a lo largo de tres años, de seis y media a diez de la noche, María fue al Cenma 232 de bulevar Los Alemanes. Caminando. Unas veinte cuadras de ida. Otras tantas de vuelta. En la oscuridad.

¿Miedo? No. No tenía miedo. Quería estudiar. Dice María Rodríguez, cada vez más encendida.

Terminó. Y gracias a la vista gorda de alguna maestra, se quedó como alumna vocacional de artes visuales.

Dibujamos, pintamos, bordamos. Con la seño Anahí; con la seño Soledad de plástica. Y en la biblio, con el profe Ariel (Martínez), hago teatro comunitario.

Mientras cuenta, busca en el celular. Me muestra los videos donde junto a otras mujeres del barrio trabajan cuerpo, música, voz. En estos días pondrán la obra ‘Ruidito de mate’. María Rodríguez está exultante. Quisiera más. Un curso de manualidades, que hará cuando haya cupo. Algo de auxiliar de gerontología. Para ayudar a mucha gente del barrio que está sola. No como opción laboral, aclara. Confía que cuando cumpla 60 años (tiene 57) tendrá la jubilación especial prevista para quienes trabajaron toda su vida en negro.

A María Rodríguez la conocí en 2016 cuando viajamos al Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario. Con ella, y un grupo de ladrilleras que de la mano de Liliana Salusso (de la Asamblea Los Bulevares), se habían acercado al feminismo. María Rodríguez me abraza fuerte al recibirme y cuando me voy me abraza igual de fuerte. Recuerda contenta aquel viaje en un micro algo destartalado que pagamos entre todas.

 Al despedirme en la puerta de su casa, agrega: En la biblio comenzamos a abordar casos de violencia contra las mujeres. Me empecé a interesar. Las chicas me daban aliento para que contara lo que pensaba. Me fui animando a opinar. A decir que la mujer no debe dejar que la maltraten; que le peguen.

De ahí al Encuentro de Mujeres, una ventana al mundo: −Mujeres tan distintas. Distintas religiones, distintas formas de pensar… Yo escuchaba. Y me ponía a pensar.