El hombre llegó del sur de Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Un grupo de hombres, de mujeres y de criaturas lo esperaba con ansiedad. A todos se adelantó un militar de piel cetrina y ojos como tizones; la melena revuelta y la barba lóbrega parecían comerle la cara. Diez o doce heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de los tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le tendió la mano.

Rosas, usted no me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son ésos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía.

Rosas, que había recobrado su aplomo, lo miró con desdén.

Usted es un romántico —sentenció—. El halago de la posteridad no vale mucho más que el contemporáneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas divisas.

Yo no necesité ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que hombres más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo por caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos aguantan más y otros menos, pero tarde o temprano todos aflojan.

A mí me basta ser el que soy —dijo Rosas— y no quiero ser otro.

También las piedras quieren ser piedras para siempre —dijo Quiroga— y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos.

Pero Rosas no le hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:

Será que no estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está por nacer todavía.

No hablaron más, porque en ese momento Alguien los llamó.

Cuanto terminó de contarme todo lo que antecede, Diego Tatián me preguntó si yo creía que era cierto.

Creo que sí, le respondi.

Diego agregó: Mirá que a mí me lo contó Borges.

Yo fui más sintetico.

Entonces si, cerré.