El creador de esta joya de la animación se llama Genndy Tartakovsky, y es probablemente, junto con Alberto Mielgo, la gran figura de la animación occidental contemporánea. El soviético, nacido en la Rusia de Brézhnev en 1970, se destacó en 1996 como creador de El laboratorio de Dexter, aquella animación inolvidable para los que vivimos esos tiempos, cuyos protagonistas eran un niño genio de anteojos, su laboratorio y su hermana Dee Dee. Desde entonces, su firma, plástica y enormemente estilizada, ha viajado de estadios adultos, con Samurai Jack como estandarte, a la animación infantil en la saga de películas Hotel Transylvania, pasando por Star Wars, la guerra de los clones y hasta en Las Chicas Superpoderosas. 

Con Primal, un proyecto de Adult Swim (la compañía propiedad de Cartoon Network que produce, entre tantas genialidades, a Rick y Morty) el autor fija un rumbo de regreso a los dibujos planos, pero con una grafía completamente renovada.

En la primera parte de Primal, nos encontramos con Spear, el hombre prehistórico, y Fang, un T-Rex hembra de tamaño mediano, que viven cada uno una tragedia personal que hace que deban ayudarse para poder sobrevivir. Aunque al principio sólo la tragedia común apuntala esta insólita alianza, a medida que se viven más y más aventuras, toda la relación se transforma en una especie de amistad. Sin embargo, lo más impactante es que todo este proceso también se vuelve claro para el espectador sin que se pronuncie una sola palabra significativa de la boca de los personajes. Tartakovsky y su equipo de animación dejan todo en descripciones faciales de los sentimientos. Tiene un tono existencialista, que hasta se da la libertad de parar al cavernícola al borde del abismo a punto de arrojarse para terminar con su vida. El silencio se revaloriza en los capítulos de 20 minutos que componen la serie (la primera temporada tiene diez capítulos y la segunda ocho). Los códigos que quedan a disposición de la poco probable pareja son así los más primitivos, crueles y absolutos. La abstracción de Primal, cuando se deshace del habla, prescinde también de instrumentos civilizatorios. 

Los episodios incluyen, siempre a su comienzo, una lección magistral de montaje, de ritmo, de perspectiva en alguno de los elementos fundamentales de la narración: la dinámica, el espacio, la violencia o la épica. Lo que rige el mundo de Primal es una animalidad bella, mística y apabullante.

Al final de la primera temporada aparecerá la primera palabra: Mira, y junto con ella un personaje hermoso y sensible. En la segunda temporada descubriremos más personajes y civilizaciones pilares de la historia con sus idiolectos y estilos de vida: el mundo nórdico vikingo, la potencia egipcia, y Tartakovsky se dará el gusto de plantear un capítulo en 1890 donde unos aristócratas debaten sobre cómo sería la vuelta a lo más primitivo de los seres humanos. 
El mundo visual de la serie es abrumador. Tartakovsky trae a la vida, en su estilo habitual, este período prehistórico ficticio donde el hombre y los dinosaurios viven uno al lado del otro, pero donde también hay leyendas, brujería, fantasía, y un salvajismo descarnado a la hora de pelear por la vida, la comida y el cobijo. 

Primal tendrá seguramente varias temporadas más, ya que es una pieza verdaderamente única entre las series animadas que se están ejecutando actualmente, que desarrolla la simpleza del relato y la exquisitez de la imagen, con un relato de sobrevivientes y depredadores en una era histórica ficticia, en su propia realidad despiadada y brutal, pero también bella, sorprendente, existencialista y desgarradora.