El modelo lulista es un modelo de conciliación de intereses, un sistema complejo que procedió, a lo largo de sus doce años en el poder, mediante una búsqueda permanente de balances y articulaciones. Más que resolver las contradicciones, el lulismo procuraba moderarlas, dando como resultado un equilibrio siempre inestable: reducir la pobreza sin confrontar con el capital, conservar el apoyo del Movimiento sin Tierra empujando el agronegocio, mantener el voto de los sectores conservadores del nordeste avanzando en reformas progresistas.

La idea de pacto con el capital no integraba el programa original del PT, surgido en los 80 como parte del movimiento de resistencia a la dictadura con propuestas mucho más radicales. Tal como lo conocemos hoy, el lulismo es resultado de la progresiva moderación ideológica operada en Lula durante los 90, cuando las sucesivas derrotas contra Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso (en dos oportunidades) lo convencieron de que la ortodoxia económica no era incompatible con la popularidad electoral. Y es consecuencia del cambio en la base de apoyos de Lula experimentado durante su primer mandato, cuando el escándalo del mensalão produjo el alejamiento de amplios sectores de clase media, intelectuales y trabajadores sindicalizados del centro y del sur del país, reemplazados por el voto de las zonas más empobrecidas de las periferias urbanas y sobre todo del nordeste, que hasta entonces se inclinaban por las propuestas neofeudales y que, gracias al impulso de inclusión de las políticas sociales y el Bolsa Familia, comenzaron a votar a Lula. Como la distribución oficialismo-oposición se mantuvo parecida, esta mutación del electorado lulista pasó desapercibida hasta que el politólogo André Singer la detectó y analizó en un libro que haría historia (1). Al desplazarse de la clase media a los excluidos y del sur al norte, el lulismo protagonizaba un hito: por primera vez en la historia brasilera, los más pobres entre los pobres votaban por un candidato de izquierda.

Exitoso durante su larga década en el poder, el modelo lulista de regulación del conflicto fue posible por tres circunstancias. La primera es la cultura política brasilera, que tiende a procesar los grandes cambios históricos –la independencia, la abolición de la esclavitud, la proclamación de la República, el fin de la dictadura– mediante reformas graduales, por vía de la acumulación y la negociación más que de la ruptura. La segunda son las condiciones excepcionales del boom de los commodities, que permitieron avanzar en una redistribución del ingreso sin afectar los márgenes de rentabilidad de la banca y las empresas. La tercera es el liderazgo único de Lula.

Los límites del modelo

El ciclo lulista –los dos gobiernos de Lula y el primero de Dilma- combinaron estabilidad política, crecimiento económico (moderado si se lo compara con otros gobiernos del ciclo progresista, pero sostenido) y formidables avances de inclusión social, tanto material como simbólica. El dato más importante es conocido: 35 millones de personas superaron la pobreza para ingresar a la nueva clase media durante los gobiernos del PT. Otros avances son menos publicitados pero igual de relevantes: las cuotas raciales y étnicas para democratizar el acceso al elitista sistema universitario brasilero, el plan Brasil Sonriente (dentaduras gratis para un país que, al momento de asumir Lula el poder, tenía 30 millones de desdentados) y la plebeyización, muy al estilo del primer peronismo, de ámbitos hasta entonces reservados a las elites blancas: dos millones de brasileros, por ejemplo, se subieron por primera vez a un avión durante las gestiones del PT (en su mayoría pobres que trabajaban en el sur y que hasta el momento viajaban tres días en ómnibus para visitar a sus familias del nordeste durante las fiestas de fin de año) (2).

Pero la estrategia de conciliación implicaba también ciertos límites. La política de alianza con las grandes empresas le impidió a Lula avanzar en una reforma impositiva progresiva que alterara de manera permanente la distribución del poder; la legislación laboral, salvo en el caso del empleo doméstico, se mantuvo inalterada, y las ganancias del sector financiero batieron todos los récords. Tampoco se avanzó en una reforma política (recién lo intentó Dilma, y de hecho fue uno de los motivos de su caída). El cambio en la composición del electorado, la inclusión vía consumo de los nuevos votantes y cierto amodorramiento de la dirigencia petista, cómoda en la tibieza burocrática de los organismos del Estado, los fondos de pensiones y las empresas públicas, atenuó el ímpetu reformista y produjo una desmovilización de la militancia. Cuando llegó el momento, Dilma fue desplazada del poder mediante un juicio político teñido de irregularidades sin que volara una mosca.

Con sus logros y sus limitaciones, el lulismo no es un punto cero de la historia brasilera sino parte del proceso histórico abierto con el fin del ciclo militar y la inauguración de la Nova República. Una etapa que comienza en 1985 y que también es fruto de una tensión irresuelta: el intento de saldar la deuda social de la dictadura, simbolizado en la “Constitución ciudadana” de 1988, y el contexto internacional en el que se inserta, marcado por el auge del neoliberalismo. La solución institucional a esta ambigüedad es lo que se conoce como “presidencialismo de coalición”. Los politólogos han dedicado toneladas de papers al asunto, que suena muy sofisticado pero no es otra cosa que la necesidad del Presidente, aprendida luego del impeachment contra Collor, de asegurarse el respaldo parlamentario mediante la construcción de una alianza más amplia que la que hizo posible su elección. Básicamente, garantizar los votos necesarios para que el Congreso no impida la gobernabilidad y, llegado el caso, no lo destituya. A este método recurrieron Cardoso, Lula, Temer (él mismo producto de este esquema) y Bolsonaro, pero no Dilma, que terminó pagando el precio.

El lado B del presidencialismo de coalición es que obliga al gobierno a un ejercicio exasperante de negociación con una selva de partidos desideologizados y dirigentes venales (el famoso centrão) que pugnan por beneficios para sus distritos, sus electorados y ellos mismos en verdaderas subastas de adhesión, con las grandes empresas contratistas de la obra pública como el aceite que lubrica la maquinaria. El resultado es un sistema opaco de relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo que pone límites a la vocación reformista de los gobiernos y que lleva implícita una dinámica de corrupción sistemática, que se puede moderar pero no enfrentar.

En su libro Brasil autofágico (3), los politólogos Daniel Feldmann y Fabio Luis Barbosa dos Santos analizan el fin del ciclo lulista y el ascenso de Bolsonaro en el contexto más amplio de la crisis del capitalismo abierta en los 70. Para ello, discuten la tesis que explica el agotamiento de la ola progresista latinoamericana de la siguiente manera: los gobiernos progresistas crearon las condiciones para la emergencia de una nueva clase media, la clase media es individualista y conservadora por definición, los gobiernos progresistas pierden las elecciones. El problema de esta explicación –sostienen– es que exime de responsabilidad a los propios gobernantes, como esas personas que cuando les piden que mencionen un defecto propio dicen “soy muy perfeccionista”. La explicación omite los puntos ciegos, lo que los gobiernos no pudieron resolver y lo que hicieron definitivamente mal.

Los autores sostienen que, al no alterar las estructuras profundas de distribución del poder ni modificar la raíz del modelo de producción, los gobiernos progresistas lograron contener pero no revertir la crisis de onda larga del capitalismo, que finalmente se terminó imponiendo. En el caso de Brasil, identifican tres decisiones, fundantes del lulismo, que luego terminarían precipitando su final: la temprana designación del neoliberal Henrique Meirelles al frente del Banco Central (no es casualidad que el mismo Meirelles fuera luego ministro de Hacienda de Temer), el pacto espurio con los partidos del centrão para evitar las consecuencias del mensalão, y el fortalecimiento del poder de los militares. Decisivas para la supervivencia inicial de Lula, estas decisiones impidieron mejorar la estructura impositiva, transparentar la política o juzgar a los represores de la dictadura. Y, más relevante aun, fortalecieron lo que los autores llaman “agentes de la aceleración”, aquellos que luego protagonizarían el impeachment contra Dilma, que no sería entonces un giro de 180 grados sino una consecuencia lógica, hasta previsible, en una misma línea histórica.

Aunque interesante para iluminar los puntos oscuros de una etapa que hoy es recordada con nostalgia, el argumento de que el final del lulismo se explica por su “debilidad reformista” resulta problemático, al menos si se juzga por los contraejemplos: el de la propia Dilma, que ensayó un modelo menos conciliador –y definitivamente menos tolerante con la corrupción– que el de su padrino político, y terminó desplazada por un impeachment. Y el de Hugo Chávez, que sí intentó remover la estructura capitalista mediante un festival de expropiaciones, quiso crear una democracia de base mediante las comunas y promovió una reforma constitucional socialista, todo para terminar arrastrando a Venezuela al caos económico, el autoritarismo político y la emigración masiva. La pregunta quizás sea la siguiente: ¿es posible reformar Brasil sin una alianza de clases?

Volver

En enero de 2019, unos meses antes de la designación de Alberto Fernández como candidato y la construcción del Frente de Todos, nos preguntábamos desde la tapa de Le Monde diplomatique por el regreso de Cristina. La ex presidenta volvió, aunque no de la forma que imaginábamos. ¿Volverá Lula? Por lo pronto, está haciendo todo lo posible: luego de su liberación, la recuperación de sus derechos políticos y la anulación de la condena por parte del Supremo Tribunal Federal, el ex presidente se dio a la tarea de articular un frente integrado por diez partidos cuyo símbolo principal es la incorporación del conservador Geraldo Alckmin, rival del mismo Lula en las elecciones de 2006, como candidato a vice. Muy razonable desde el punto de vista electoral, el plan aperturista de Lula implica dejar en segundo plazo la renovación generacional experimentada por la izquierda brasilera (un proceso del que surgieron figuras juveniles como Manuela d`Ávila y Guilherme Boulos) y someter a la militancia petista al trago amargo de votar a los oponentes del pasado, tal como demuestran dos episodios recientes: un acto liderado por Lula en Pernambuco en el que un candidato local fue abucheado por la militancia, que no olvidaba su voto favorable al impeachment (4), y un mitin en Recife, también encabezado por Lula, en el que los organizadores recurrieron a aplausos grabados para tapar los silbidos contra los nuevos aliados (5).

La estrategia de Lula es simple: construir una alianza que, más que izquierda contra derecha, confronte democracia contra neofascismo. Como Emmanuel Macron, que reorganizó el sistema político francés para derrotar a Marine Le Pen, Lula se propone crear una nueva polarización que le permita recuperar el modelo de conciliación de la Nova República, del que el bolsonarismo sería, de acuerdo a ese análisis, un desvío, casi diríamos un accidente. Pero, ¿es esto posible? La sociedad brasilera no es la misma que la de hace veinte años, cuando Lula llegó al gobierno subido a una ola de esperanza. La politización de las iglesias evangélicas, el poder destructor de las redes sociales, el fortalecimiento de la extrema derecha… el mundo de hoy es el mundo de los Trump y los Bolsonaro. Con sus mil recursos políticos, Lula nada a contracorriente de la época. Probablemente gane las elecciones, pero las dificultades serán gigantescas.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur