Anchorage (Alaska) es escenario este jueves y viernes del primer encuentro presencial entre los jefes de la diplomacia de Estados Unidos, Antony Blinken y Jake Sullivan, y sus homólogos chinos, Yang Jiechi y Wang Yi.

Será una cita de confrontación: la nueva Administración estadounidense aspira a contrarrestar la diplomacia de Pekín y a superar su dependencia estratégica en suministros clave; y el gigante asiático, a no ceder nada de su soberanía o seguridad en asuntos como Hong Kong o la situación en la región de Xinjiang.

Pactada para tantearse mutuamente, y empezar a dibujar los planteos de los lazos bilaterales en los próximos cuatro años, nadie espera progresos importantes en esta primera reunión de la era Biden entre los dos gigantes mundiales.
En los últimos 12 meses han vivido los momentos más bajos en casi 50 años de relaciones, y no hay visos de que vayan a mejorar de manera radical. La Casa Blanca se encuentra en plena revisión de 100 días sobre su política hacia Pekín. China —convencida de que, en palabras de su líder Xi Jinping, “Oriente está en alza y Occidente en decadencia”— llega de aprobar un Plan Quinquenal con el que planea blindar su economía de dependencias exteriores excesivas.

Al inicio de la reunión, Blinken manifestó que EE UU expresaría su “profunda preocupación” sobre las acciones de China en Xinjiang, Hong Kong y Taiwán, así como los ciberataques contra su país y la coacción económica a naciones aliadas. Yang respondió al secretario de Estado acusando a EE UU de utilizar su poderío militar y supremacía financiera para presionar a los países y usar la defensa de la seguridad nacional para amenazar el futuro del comercio internacional.

El primer desencuentro no tardó en producirse. A primera hora de la tarde, hora local , Yang Jiechi amenazó con “acciones firmes contra la injerencia de EE UU”, unas declaraciones tildadas de demagógicas por Washington.

“China se opone firmemente a la injerencia de Estados Unidos en nuestros asuntos internos. Hemos expresado nuestra firme oposición a tal injerencia, y tomaremos medidas firmes como respuesta”, dijo el jefe de la diplomacia china, citado por la agencia Efe. “Tenemos que abandonar la mentalidad de la Guerra Fría”, añadió.

La réplica estadounidense fue inmediata. “La delegación china parece haber llegado aquí con intenciones grandilocuentes que dan más importancia a la puesta en escena que a lo sustancial, además de saltarse el protocolo”, declaró un alto funcionario de la Casa Blanca en Anchorage.

Antes de este primer choque, ambas partes ya habían decidido que no habría una declaración conjunta final. Tampoco acto social alguno para romper el hielo entre las dos delegaciones —ni siquiera una de las cenas habituales en este tipo de encuentros— entre las tres sesiones, de tres horas cada una, previstas en la agenda.

La reunión, a mitad de camino entre ambas capitales por insistencia de Washington, se produce después de que Blinken y Sullivan completaron una gira por Tokio y Seúl, la primera salida al exterior desde sus nombramientos. Junto con la reunión virtual presidida por el presidente Joe Biden la semana pasada del llamado Quad ―la alianza defensiva informal entre EE UU, Japón, Australia y la India—, el encuentro de Anchorage se retrasó hasta que la Casa Blanca pudo pergeñar una estrategia común con sus aliados asiáticos. Un gesto con el que Washington quiere comunicar a China la atención que va a dedicar a Asia —y a la rivalidad con Pekín— en los próximos cuatro años.

En líneas generales, y a diferencia de otros capítulos de su política exterior (una relectura de los años de Obama), la nueva política hacia China de la Administración de Biden parece asumir que la confrontación con Pekín resulta inevitable. Pero a la vez Blinken y Sullivan llegan a Alaska conscientes de que la política hacia China de la Administración republicana —la guerra arancelaria, sus intentos de prohibir Huawei o TikTok y su empeño en denominar “virus chino” al coronavirus— no han logrado torcer ni un milímetro la voluntad de Xi Jinping.

Por tanto, para Washington se trata de “poner menos énfasis en tratar de frenar a China y más en tratar de correr más rápido que ellos”, mediante una mayor inversión gubernamental en investigación y tecnologías como semiconductores, inteligencia artificial y energía. Es decir, de superar una dependencia estratégica en sectores clave, como demostró el combate al coronavirus.

Pero, como en cualquier negociación que se anticipa larga y escabrosa, ninguna de las dos partes llega con ánimo de ceder; solo de exponer sus posiciones y exigir que sea el otro quien dé el primer paso. Sin grandes ambiciones siquiera a más largo plazo: ambas partes parecen tener claro que la rivalidad ha llegado para quedarse y que, a lo sumo, se trata de acordar respetar las formas y gestionar las tensiones para evitar una pelea entre dos potencias cuyas consecuencias serían catastróficas tanto para sus respectivas economías —que seguirán entrelazadas en el futuro previsible— como para el resto del mundo.