Mientras la policía, militarizada y armada con equipos antidisturbios y vehículos blindados, avanzaba contra grupos de manifestantes pacíficos en ciudades de todo Estados Unidos y el presidente salía de un búnker para ordenar que se arrojara gas lacrimógeno contra los ciudadanos camino a una iglesia a la que nunca había asistido, con una Biblia en la mano que nunca había leído, muchas personas recordaron una famosa frase que suele atribuirse a la novela Eso no puede pasar aquí (1935) de Sinclair Lewis: “Cuando el fascismo llegue a los Estados Unidos, lo hará envuelto en la bandera y portando una cruz”. Como la novela presenta una de las advertencias más recordadas sobre el fascismo estadounidense de las tantas producidas en los años de entreguerras, en este último tiempo se le ha atribuido la admonición, pero no se trata de palabras de Sinclair Lewis.

Es probable que el autor del adagio haya sido realmente James Waterman Wise, hijo del ilustre rabino estadounidense Stephen Wise, una de las tantas voces de la época que instaba a la población a reconocer la gravedad del fascismo como una amenaza interna. “Los Estados Unidos del poder y la riqueza –advertía Wise– necesitan del fascismo”. El fascismo estadounidense podría surgir de “las ligas patrióticas, como la Legión Estadounidense y las Hijas de la Revolución Estadounidense… y puede llegar envuelto en la bandera estadounidense o en un periódico de Hearst”. En otra de sus conferencias de esos años lo expresó de una forma ligeramente distinta: es muy posible que el fascismo estadounidense llegue “envuelto en la bandera estadounidense y anunciado como un llamado a la libertad y la defensa de la constitución”.

Por definición, un fascismo estadounidense haría uso de símbolos y lemas estadounidenses. “No esperen verlos alzar la esvástica –advertía Wise– o emplear cualquiera de las formas populares del fascismo europeo”. El carácter ultranacionalista del fascismo implica que opera a través de su propia normalización, apelando a costumbres nacionales que resultan familiares para promover la idea de que no ha habido una modificación en los asuntos políticos. Tal como lo proclamó en 1934 José Antonio Primo de Rivera, líder y fundador del partido protofascista Falange Española, todos los fascismos deberían ser locales y autóctonos:

Italia y Alemania […] recuperaron su propia autenticidad, y si nosotros hacemos lo mismo, la autenticidad que hallaremos también será nuestra: no será la de Alemania o Italia. Así, al reproducir el logro de los italianos o los alemanes, nos volveremos más españoles que nunca […] En el fascismo, como en los movimientos de todas las épocas, hay ciertas constantes que subyacen a las características locales […] Lo necesario es un sentimiento total hacia la patria, hacia la vida, hacia la historia.

Samuel Moyn sostuvo recientemente que era un error comparar la política de Trump con el fascismo porque su administración “defiende causas con raíces profundas en la historia estadounidense. La explicación de sus resultados no necesita de una analogía con Hitler o el fascismo”. Pero esto es suponer que el fascismo no tiene sus propias raíces profundas en la historia de los EE. UU. Es debatible –por no decir, excepcionalista– presuponer que nada de origen estadounidense pueda ser fascista; esto obliga a preguntarse por el fascismo estadounidense antes que a poner en cuestión su existencia. Expertos sobre el fascismo como Robert O. Paxton, Roger Griffin y Stanley G. Payne desde hace tiempo sostienen que el fascismo nunca puede parecer extranjero a sus seguidores. Como afirma que se dirige “al pueblo” y que su objetivo es recuperar la grandeza nacional, cada versión del fascismo debe tener su propia identidad local. Creer que un movimiento nacionalista no es fascista por ser autóctono es no entender en absoluto la cuestión.

Históricamente, los movimientos fascistas se caracterizaron también por el oportunismo, una capacidad para afirmar todo lo que fuera necesario con tal de acceder al poder, lo que vuelve a una definición aún más opaca. El intento de identificar su núcleo, el átomo indivisible del fascismo, ha resultado imposible. Nos queda lo que Umberto Eco llamó lo “enmarañado” del fascismo y otros sus “doctrinas vagas y sintéticas”. Existen buenas razones para oponerse al intento de usar taxonomías a fin de establecer lo que se denomina un “mínimo fascista” como si un listado de elementos pudiera diferenciar de modo cualitativo el fascismo de otras dictaduras autoritarias. Algunos creen que el antisemitismo es una prueba de fuego, otros el genocidio. ¿Cuenta el colonialismo? Aimé Césaire, C. L. R. James y Hannah Arendt, entre otros pensadores notables cuya vida estuvo atravesada por los primeros fascismos, pensaban sin duda que sí, y consideraban que el fascismo europeo infligió sobre cuerpos blancos lo que los sistemas coloniales y esclavistas habían perfeccionado sobre cuerpos negros y morenos.

Ha sido influyente la postura de Robert O. Paxton, para quien cada fascismo se define por sus actos. Pero hay características notorias que son compartidas de una forma reconocible, incluidas la nostalgia por un pasado puro, mítico, en muchas ocasiones rural, los cultos de la tradición y de la regeneración cultural, también los grupos paramilitaries, la pérdida de legitimidad de los opositores políticos y la demonización de los críticos, la universalización de ciertos grupos como auténticamente nacionales en tanto se deshumaniza a todos los demás grupos, la hostilidad al intelectualismo y los ataques a la prensa libre, el antimodernismo, la masculinidad patriarcal fetichizada y un sentido de victimización y resentimiento colectivo. Las mitologías fascistas suelen incorporar una noción de limpieza, una defensa cuyo propósito es excluir una supuesta contaminación cultural o racial y preferencias eugenésicas que destacan ciertas “líneas de sangre” por sobre otras. El fascismo convierte la identidad en un arma, validando el herrenvolk [pueblo superior] e invalidando a todos los demás.

Los estadounidenses del período de entreguerras, si bien no podían predecir lo que iba a ocurrir en Europa, tenían absolutamente en claro un hecho que hoy pasamos por alto: todo fascismo es, por definición, autóctono. “El fascismo debe crecer entre nosotros”, amonestaba un conferenciante estadounidense en 1937. Lógicamente, por tanto, “el programa antinegro” proveería “una causa común a los fascistas estadounidenses” así como el antisemitismo lo había hecho con los alemanes. Otros esperaban que las profundas raíces antisemitas del cristianismo evangélico proveyeran una causa común igualmente plausible para el fascismo estadounidense. El patriotismo de la guerra y el triunfo aliado pronto dio a los estadounidenses la autorización para considerar al fascismo como una patología extranjera y únicamente europea, pero“el hombre a caballo”, el déspota que podía conducir las energías populistas reaccionarias al poder, había sido un espectro en la política estadounidense ya desde la presidencia de Andrew Jackson en la década de 1830.

Uno de los últimos y más horrorosos linchamientos públicos en los EE. UU. ocurrió en octubre de 1934 en el noroeste de Florida, donde una multitud de al menos cinco mil personas se reunió para contemplar un evento publicitado horas antes en la prensa local. Claude Neal fue quemado y castrado, se le colocaron los genitales en la boca y se lo obligó a decir a sus torturadores que le gustaba su sabor. Después de ser arrastrado hasta morir detrás de un auto, la multitud orinó sobre su cadáver mutilado, al que luego colgaron del juzgado de Marianna. La prensa alemana hizo circular fotos de Claude Neal, cuya horrible muerte describieron con “agudos comentarios editoriales afirmando que los EE. UU. deberían poner en orden su propia casa” antes de censurar el trato que otros gobiernos dan a sus ciudadanos. “Dejen de linchar negros responden nazis a críticos estadounidenses” fue el titular del Pittsburgh Courier donde se informaba sobre la versión alemana de la violencia racial estadounidense.

El Courier era uno de muchos periódicos afroamericanos que no solo hallaban afinidades entre la Alemania nazi y los EE. UU. segregacionistas, sino que buscaban establecer también conexiones causales. “Hitler aprende de los Estados Unidos”, declaraba el Courier ya en 1933 al informar que las universidades alemanas (bajo el nuevo régimen del Tercer Reich) explicaban que tomaron sus ideas de los “pioneros estadounidenses Madison Grant y Lothrop Stoddard” y que la “demencia racial” en EE. UU. brindaba a la Alemania nazi “un modelo para oprimir y perseguir a sus propias minorías”. El periódico afroamericano New York Agese preguntaba a su vez si Hitler había estudiado “bajo la tutela” de los líderes del Ku Klux Klan, tal vez como “un reclutador subordinado o algo parecido”.

Los mismos nazis observaban un claro parentesco. Historias recientes han demostrado que Hitler se basó sistemáticamente en leyes raciales estadounidenses para la redacción de sus leyes de Núremberg, en tanto que el Tercer Reich buscó activamente partidarios en el Sur del Jim Crow (1) si bien los líderes políticos del Sur blanco no le devolvieron el favor. La correspondencia entre ambos sistemas, no obstante, era perfectamente evidente en la época a ambos lados del Atlántico. Un cónsul general nazi en California incluso intentó comprar el Ku Klux Klan (KKK) con la intención de planear un golpe de Estado que derrocara al gobierno estadounidense. Su precio fue demasiado bajo –el Klan siempre fue mercenario– pero, como señalaron los periodistas una vez salido a la luz el hecho en 1939, el Ku Klux Klan no podía permitirse una apariencia extranjera. “Para ser eficaz” su programa nativista debía desarrollarse “en nombre de los EE. UU.”.

En 1935 se produjeron marchas masivas de afroamericanos en todo el país en rechazo a la matanza de etíopes al otro lado del océano por parte de Mussolini. “El fascismo estadounidense ya tiene sus negros”, declaró el periodista e historiador jamaiquino-estadounidense Joel Augustus Rogers. Langston Hughes coincidió: “Franco con una capucha sería un miembro del Ku Klux Klan. El fascismo es lo que será el KKK cuando se combine con la Liga de la Libertad y empiece a usar ametralladoras y aeroplanos en lugar de unos metros de soga”. “En EE. UU. a los negros no es necesario decirnos qué es el fascismo en acción –dijo Hughes ante otro público–. Ya lo sabemos”.

Al mismo tiempo, en 1935, W. E. B. Du Bois publicó Black Reconstruction in America (2). Esta obra fundamental de la historiografía revisionista afroamericana apareció entre el tumulto de la persecución a los Nueve de Scottsboro (3) y mientras Jesse Owens conseguía su medalla en las Olimpíadas de Berlín, hecho que fue visto tanto como una burla hacia Hitler como un gesto de desaprobación a los Estados Unidos segregacionistas. No es una coincidencia entonces que Du Bois en su estudio implique más de una vez que el supremacismo blanco del Estados Unidos segregacionista podría ser considerado “fascismo”. Casi medio siglo después, en un notable ensayo hoy olvidado, Amiri Baraka volvió explícita la concepción de Du Bois argumentando que el fin de la Reconstrucción “enfrentó a los afroamericanos de Estados Unidos ante el fascismo. No existe otro término para describirlo. El derrocamiento de gobiernos elegidos democráticamente y el control mediante el terror directo por parte del sector más reaccionario del capital financiero […] llevado adelante mediante el asesinato, la intimidación y el robo por parte de las primeras tropas de asalto, de nuevo el prototipo hitleriano, del Ku Klux Klan, financiado directamente por el capital del norte”.

Tardaría más de una década la historiografía blanca estadunidense en hacerse eco. Robert Paxton señaló en Anatomía del fascismo (2004) que había buenas razones para considerar al primer Ku Klux Klan, durante la Reconstrucción del Sur, el primer movimiento fascista del mundo.

[El primer KKK fue] autoridad cívica alternativa, paralela al Estado legítimo, que, según el punto de vista de los fundadores del Klan, ya no defendía los intereses legítimos de su comunidad. Al adoptar un uniforme, así como por sus técnicas de intimidación y por su convencimiento de que la violencia estaba justificada por estar en juego el destino de su grupo, la primera versión del Klan y el Sur estadounidense derrotado puede razonablemente considerarse un notable anticipo de cómo habrían de actuar en la Europa de entreguerras los movimientos fascistas (4).

Después de la resurrección del KKK en 1915, el segundo Klan afirmaba haber alcanzado los cinco millones de miembros a mediados de la década de 1920, un grado de proliferación en la sociedad estadounidense que representaba uno de cada tres o cuatro hombres protestantes blancos. Cuando Mussolini hizo su aparición en la escena mundial en 1921, muchos estadounidenses en todo el país reconocieron de inmediato su proyecto, mientras los periódicos desde Montana a Florida explicaban a sus lectores que “los ‘fascisti’ podían pensarse como el Ku Klux Klan” y “el Klan […] como los fascistas de Estados Unidos”. Las comparaciones entre el Klan nativo y el fascismo italiano pronto se volvieron habituales en la prensa estadounidense. La semejanza no era superficial.
El segundo Ku Klux Klan se desintegró a fines de la década de 1920 mancillado por la corrupción y los escándalos sexuales, pero algunos de sus antiguos líderes pronto comenzaron a adaptar sus mantos manchados de sangre para acomodarlos a nuevas modas políticas. La mayoría de los grupos fascistas estadounidenses de entreguerras, muchos identificándose a sí mismos como fascistas, no comenzaron como divisiones del nazismo sino como vástagos del Ku Klux Klan. Su nacionalismo cristiano era inseparable de su antisemitismo, por lo que los condujo a un sectarismo que posiblemente les haya impedido forjar alianzas más fuertes.

Muchos de estos grupos compartían la afición de sus homólogos europeos por vestirse de uniforme con una camisa de color para sugerir una fuerza organizada y un poderío militarista, para intimidar y excluir. Esto incluía a la Orden de las Camisas Negras de Atlanta; las Camisas Blancas, militantes de una Cruzada por la Libertad Económica, un grupo fundado por George W. Christians, quien cultivaba un bigote de cepillo y un mechón de cabello hitleriano; las Camisas Grises, oficialmente La Asociación Protectora del Hogar Pionero, fundada al norte de Nueva York; las Camisas Caqui (también llamados Fascistas de los EE. UU.) y las Camisas Plateadas, que William Dudley Pelley modeló sobre la base de los cuerpos de elite nazi de Hitler. Hacia fines de 1934 los periodistas estadounidenses se burlaban de esta lista en crecimiento. “Las Camisas Grises llevan a Estados Unidos al podio entre las naciones con camisas” se leía en un titular sarcástico, donde se decía que a menos que en otros países empezaran a hacer trampa combinando colores, “sería imposible que nos ganaran en cantidad de camisas”.

Pero otros se tomaban la amenaza con mayor seriedad. Como explicaba repetidamente James Waterman Wise, “las distintas órdenes de camisas, toda esa brigada de tiendas de ropa para caballeros que explotan los prejuicios seccionales” estaban “sembrando las semillas del fascismo” en los Estados Unidos. La Legión Negra era un vástago del KKK que prosperó en la región central de los EE. UU., cuyo líder proponía realizar un golpe revolucionario para tomar Washington, llamaba al New Deal una conspiración judía para “matar de hambre a los gentiles” y tenía la idea de exterminar a los judíos estadounidenses instalando dispositivos con gas venenoso en las sinagogas durante Yom Kippur. Todo aquel que se pregunte “cómo sería el fascismo en este país” debería observar a la Legión Negra, con su “olor a hitlerismo”, su “plataforma anticatólica, antijudía, antinegra, antitrabajadores, con sus fustas, garrotes y pistolas, su desafío descarado a la ley y el orden y al debido proceso democrático”, advertía un editorial de 1936 publicado en numerosos diarios. “Estas son las actitudes y el equipamiento del fascismo”.

Un movimiento de corta vida como “Amigos de Hitler” pronto se transformó en el más aceptable “Amigos de la Nueva Alemania” en 1933, antes de convertirse en el Bund Alemán-Estadounidense. Este organizó numerosos actos en el Madison Square Garden, incluida la “Manifestación masiva por un Estados Unidos verdadero” de 1939, donde una pancarta gigantesca mostraba a George Washington flanqueado por esvásticas y mil doscientos “soldados de asalto” estaban apostados en los pasillos donde hacían el saludo nazi (en 2019 se restauró una filmación del acto en el cortometraje A Night at the Garden). En 1940 el Bund afirmaba tener cien mil miembros y había establecido campamentos de verano en el norte de Nueva York, Nueva Jersey y Long Island, donde se entrenaba a la juventud nazi estadounidense. Gerhard Kunze, propagandista del Bund, informaba entonces que “la esvástica no es extranjera, sino cien por ciento estadounidense. Los indios siempre la usaron”, en tanto que el emblema de otro grupo, el Partido Nacionalsocialista Estadounidense era “un indio estadounidense con el brazo en alto en posición de saludo suspendido contra una esvástica negra”. Reconocían abiertamente que trabajaban para naturalizar el nazismo, buscando una consanguinidad con el simbolismo estadounidense.

Es en esta época que se puede encontrar también al padre Coughlin. “Tomo el camino del fascismo”, afirmó en 1936, antes de formar el Frente Cristiano, cuyos miembros se referían a sí mismos como “camisas pardas”. Su programa de radio, de un antisemitismo virulento, transmitía regularmente ideas extraídas del falso Protocolo de los sabios de Sión a una audiencia que llegó a alcanzar unos treinta millones de estadounidenses, el público radial más grande del mundo para la época. Quienes lo escucharon a fines de 1938 pudieron oír a Coughlin justificar la violencia de la Noche de los Cristales Rotos bajo el argumento de que había sido una “represalia” contra los judíos por haber asesinado a más de veinte millones de cristianos y robado miles de millones de dólares de “propiedades cristianas”. El nazismo, decía, era un “mecanismo de defensa” general contra el comunismo financiado por los banqueros judíos. El semanario de Coughlin, Social Justice, que llegó a tener una circulación estimada de doscientos mil ejemplares, fue descripto por la revista Life de la época como el vocero más leído de “la propaganda nazi en EE. UU.”.

Pero el líder estadounidense al que se ha acusado con mayor frecuencia de tendencias fascistas ha sido Huey Long. Como gobernador (y senador) de Louisiana, impuso la ley marcial local, censuró periódicos, prohibió las asambleas públicas, llenó las cortes y las legislaturas con sus amigos e instaló a su amante de veinticuatro años en la secretaría de Estado. Huey Long era un mafioso, pero su programa “Compartir nuestra riqueza” produjo mejoras en las condiciones locales, construyó rutas y puentes, invirtió en hospitales y escuelas y abolió el impuesto al voto. Su populismo económico por otra parte no se basaba en la extensión de las divisiones raciales, étnicas o religiosas, su supremacismo blanco estaba subordinado a un mensaje político de redistribución. “De vez en cuando linchamos a algún negro”, declaró despreocupado al rechazar las leyes contra los linchamientos, si bien también reconoció que “no se puede ayudar a los blancos pobres sin ayudar a los negros”. Cuando Long se preparó para la elección presidencial de 1936, Franklin D. Roosevelt estaba lo suficientemente alarmado como para informar a su embajador en Alemania: “El propósito de Long es ser un candidato a la presidencia del tipo de Hitler”, prediciendo que para 1940 intentaría instalarse como dictador.

Roosevelt no era el único que temía que Huey Long buscara convertirse en un “Führer estadounidense”: la carrera política de Long daba sobrados motivos para dudar de su buena fe democrática. Fue la fuente de inspiración de Sinclair Lewis para el personaje de Buzz Windrip en Eso no puede pasar aquí, el presidente-dictador que prometió a los estadounidenses cinco mil dólares al año si lo votaban, tal como lo había hecho Long. Pero el nombre de Windrip también sugiere el del reverendo Gerald B. Winrod, el “Hitler de Kansas”, líder de los Defensores de la Fe Cristiana que había estado dando conferencias en todo el país sobre el rol milenarista de Hitler, Stalin y Mussolini en las profecías bíblicas desde fines de la década de 1920. Que Sinclair Lewis también consideraba al Ku Klux Klan como un movimiento fascista queda claro por la extensa denuncia con la que empieza la novela, donde Lewis recorre una genealogía de tendencias protofascistas estadounidenses, incluidos el antisemitismo, la corrupción política, la histeria bélica, las teorías conspirativas y el cristianismo evangélico, antes de terminar con los “caballeros nocturnos de Kentucky” y los “miles de personas que van a disfrutar de los linchamientos”: “¿Que eso no pasa aquí?… ¡¿Dónde en toda la historia ha habido un pueblo más listo para una dictadura que el nuestro?!”. El presidente Windrip es “vulgar, casi analfabeto, un mentiroso en público al que es fácil detectar, y en sus ‘ideas’ prácticamente idiota”. Su régimen fascista, impulsado por el nacionalismo cristiano y un deseo de homogeneidad étnica, convierten tanto a los afroamericanos como a los judíos en enemigos del Estado, llevándolo a decretar que todos los banqueros son judíos. Eso no puede pasar aquí sugiere que en Estados Unidos los partidarios del fascismo más peligroso serían “quienes reniegan de la palabra ‘fascismo’ y predican la esclavitud al Capitalismo bajo la forma de la Libertad Estadounidense Nativa Tradicional y Constitucional”. Sería “un gobierno del rédito, por el rédito, para el rédito”. En la versión enferma del nacionalismo propia del fascismo, este siempre injertará declaraciones piadosas sobre la libertad individual a la realidad de una codicia sistémica, imprimiendo “libertad” en banderas ondeadas por mercenarios.

Dorothy Thompson, la célebre periodista y activista antifascista, entonces esposa de Sinclair Lewis, se ganó el sobrenombre de Casandra por profetizar que el fascismo en los EE. UU. tendría una apariencia muy familiar cuando llegara. “Cuando los estadounidenses piensan en dictadores siempre piensan en un modelo extranjero”, dijo, pero un dictador estadounidense sería “uno de los muchachos, y se presentaría como un defensor de la tradición estadounidense”. Y el pueblo, agregó Thompson, “lo recibirá con un gran balido de oveja, universal, democrático, y dirá ‘¡Adelante, jefe! ¡Arréglelo como usted sabe!’”. Un año después, las declaraciones de un profesor de la Universidad de Yale llamado Halford Luccock también fueron muy citadas por la prensa cuando afirmó: “Cuando el fascismo llegue a los Estados Unidos no llevará el rótulo ‘Hecho en Alemania’, no llevará el estandarte de la esvástica, ni siquiera se lo llamará fascismo. Se lo llamará, por supuesto, ‘el espíritu de los Estados Unidos [Americanism]’”. Y Luccock agregó: “La frase altisonante ‘a la manera de los Estados Unidos’ [the American way] será usada por grupos interesados, resueltos a obtener beneficios económicos, para cubrir una multitud de pecados contra la tradición estadounidense y cristiana, pecados como la violencia sin ley, el uso de gas lacrimógeno y escopetas, el rechazo de las libertades civiles”.

Pocos años después, Dorothy Thompson volvió a escribir en términos similares diciendo que recordaba lo que el mismo Huey Long le había explicado una vez: “El fascismo estadounidense nunca surgirá como un movimiento fascista, sino que será cien por ciento estadounidense. No iba a replicar el método alemán de acceso al poder sino que solo tenía que hallar al presidente y al gabinete adecuados”. El vicepresidente de F. D. Roosevelt, Henry Wallace, emitió su propia advertencia: “El fascismo estadounidense no será realmente peligroso”, escribió en The New York Times en 1944, “hasta que se produzca una coalición resuelta entre los cárteles, esos envenenadores deliberados de la información pública, y quienes representan la demagogia propia del KKK”.

La advertencia de Wallace se produjo en medio de acusaciones por sedición de la administración Roosevelt hacia muchas de estas figuras, incluidos Gerald B. Winrod, William Pelley, Elizabeth Dilling (del llamado Movimiento de las Madres) y James True (fundador de un grupo llamado America First Inc. que impulsaba un pogromo estadounidense). Esta constelación había orbitado en torno al America First Committee de 1940-1941 embanderada tras la figura de Charles Lindbergh, el célebre aviador que, por un tiempo, otorgó al antisemitismo conspiratorio del movimiento una pátina de legitimidad, hasta su caída en desgracia en septiembre de 1941 tras una conferencia condenada por antisemita y “antiestadounidense”. Cuando Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial, el significado de America First fue visto a través de un cambio radical de opinión, pasando de patriótico a sedicioso, y convirtiéndose en sinónimo de simpatía antisemita nazi.

Esto no impidió al ex vice de Huey Long, el reverendo Gerald L. K. Smith –quien había construido su propia carrera política sobre la base de la denuncia de presuntos “banqueros internacionales” judíos–, presentarse como candidato a presidente en 1944 con la promesa de solucionar el “problema judío” de la nación. El partido de Smith se llamaba “America First”.

Hoy, en 2020, nos encontramos con un presidente de America First. Los argumentos según los cuales Trump solo puede ser entendido en relación al movimiento conservador moderno en Estados Unidos, mejor enmarcado por el giro a la derecha bajo la famosa estrategia sureña (5) de Barry Goldwater o Lee Atwater, presuponen una ruptura con la política estadounidense del período de entreguerras que no era necesariamente evidente en la época. Por dar solo un ejemplo, más de una vez durante su campaña presidencial de 1964 Barry Goldwater fue descripto tanto por sus partidarios como por sus críticos como un político de America First.

Tampoco son solo los críticos de Trump quienes observan tendencias fascistas en la retórica de su administración, caracterizada por la glorificación de la violencia y el desinterés por el estado de derecho, los procesos democráticos y las libertades civiles. El presidente y sus partidarios adoptan con frecuencia tradiciones del fascismo estadounidense. “America First” fue el eslogan favorito de los movimientos y las políticas xenófobas nativistas de 1915 a 1941, empezando por la prueba de lealtad de Woodrow Wilson, que exigía a los inmigrantes que demostraran que para ellos Estados Unidos estaba primero, seguido por su uso como lema para mantener a EE.UU. fuera de la Liga de las Naciones y no ratificar el Tratado de Versalles. Warren G. Harding también usó “America First” como lema en su campaña de 1920, incluso a pesar de que el eslogan estaba siendo apropiado por el segundo KKK, que marchaba con frecuencia con la leyenda sobre pancartas y lo usaba en sus propagandas de reclutamiento. Fue invocado en el Congreso en 1924 por partidarios de una Ley de Inmigración eugenisista y nativista. Luego fue asimilado por grupos autodenominados fascistas de EE. UU. en la década de 1930, incluido el Bund Alemán-Estadounidense y America First Inc., caracterizado por un antisemitismo virulento, antes de ser adoptado por el America First Committee de 1940-1941, cuando Lindbergh lo usó para convencer a los estadounidenses de que eran los “intereses judíos” los que buscaban manipular a los Estados Unidos para que participara de una guerra europea.

Trump mismo se ha hecho eco de la retórica nordicista de los miembros del Ku Klux Klan y los fascistas estadounidenses de entreguerras cuando dijo que preferiría más inmigrantes de Noruega y menos de lugares “de mierda” como Haití y África. Ha elogiado la “línea de sangre” de Henry Ford, quien hizo circular una serie de artículos bajo el título de “El judío internacional” donde se divulgaban Los protocolos de los sabios de Sión en todo Estados Unidos en la década de 1920. En esa misma década, el joven Fred Trump (padre de Donald) fue arrestado tras una pelea que involucró a miembros del KKK en un desfile del Día de los Caídos en Queens. Se ha informado que Donald Trump poseía los discursos de Hitler durante la década de 1990. Trump niega haberlos leído, pero tampoco es alguien reconocido por su fidelidad a la verdad.

Y últimamente, en respuesta al asesinato de George Floyd y a las protestas de Black Lives Matter que se extendieron por todo el país y luego al mundo, Donald Trump anunció que iba a organizar un acto político para sus partidarios en Tulsa, a un año del centenario del peor pogromo contra los negros de la historia de los Estados Unidos, que dejó a más de trescientos afroamericanos muertos, ocho mil sin hogar y a toda la comunidad negra de la ciudad destruida. El discurso de Trump iba a tener lugar el 19 de junio, un día que se conoce como Juneteenth, que desde hace tiempo es el día en que se celebra el aniversario del fin de la esclavitud en EE. UU. y la emancipación de los afroamericanos. Por complejos motivos históricos, el aplazamiento de la libertad y del derecho al voto, el retraso en el acceso a una ciudadanía libre y plena bajo la ley, la supresión activa de los derechos de los negros, todos resuenan en el festejo de Juneteenth. (Tras una ola de indignación producida ante la evidente provocación, el acto de Trump se pospuso para el día siguiente, el 20 de junio, aún en Tulsa. Trump se atribuyó luego ser quien educaba al país sobre Juneteenth).

Si bien Trump no es un estudioso de la historia, alguien en su entorno claramente lo es. También es cierto que la ignorancia supina de Trump no significa que no pueda comprender la retórica racista y fascista de la que se sirve. No es necesario argumentar que Trump es un genio que está tramando un golpe de Estado fascista para reconocer que ha sabido demostrar que conoce cómo funciona el supremacismo blanco en los EE. UU. sin haberse tomado el trabajo de organizar sus ideas, que seguramente las tiene, sobre el tema.

Y así es también como siempre ha operado el fascismo: con oportunismo. Lo que Paxton llama sus “pasiones movilizadoras” catalizan el fascismo, que es impulsado, como observa, más por sentimientos que por el pensamiento. Solo “el destino histórico del grupo” importa a los fascistas, y agrega: “su única vara moral es la fuerza de la raza, de la nación, de la comunidad. Su legitimidad no se basa en otra norma universal que el triunfo darwiniano de la comunidad más fuerte”. Sus “doctrinas vagas y sintéticas” combinadas con su ultranacionalismo y antiintelectualismo implican que el fascismo nunca es un conjunto coherente de doctrinas ideológicas. La fuerza ocupa el lugar de la ideología, en tanto el hombre fascista se sirve de la fuerza para llevar a la práctica un sentido de dominio legítimo, y no tolera el hecho de que otros grupos, desde la igualdad, rechacen sus apropiaciones.

Las energías fascistas de los EE.UU. en la actualidad son diferentes de las del fascismo europeo de la década de 1930, pero eso no significa que no sean fascistas, significa que no son europeas y que no estamos en la década de 1930. Siguen organizadas en torno a tropos fascistas clásicos de regeneración nostálgica, fantasías de pureza racial, celebración de un pueblo auténtico y nulificación de otros, búsqueda de chivos expiatorios para la inestabilidad o desigualdad económica, rechazo de la legitimidad de los opositores políticos, demonización de los críticos, ataques a la prensa libre y afirmación de que la voluntad del pueblo justifica la imposición violenta de la fuerza militar. Los vestigios del fascismo de entreguerras han sido desenterrados y adaptados a los tiempos modernos. Es posible que las camisas monocromas ya no se vendan, pero a las gorras de color les va bastante bien.

La lectura sobre los movimientos fascistas incipientes de los Estados Unidos durante la administración de Trump no se siente profética sino proléptica, como si se tratara de un montaje cuadro a cuadro de un orden parafascista que cobra vida lentamente en el curso de casi un siglo. No resulta sorprendente que una violencia reconociblemente fascista surja en los EE. UU. bajo Trump, si tomamos en cuenta que su ministro de justicia envía tropas a la capital nacional para actuar como un ejército privado, grupos paramilitares armados ocupan las legislaturas de los Estados, se aprueban leyes que niegan la ciudadanía y los derechos a grupos específicos y se ataca el derecho a la ciudadanía por nacimiento garantizada por la Decimocuarta Enmienda. Cuando el presidente declara que el voto es un “honor” antes que un derecho y bromea sobre la posibilidad de convertirse en presidente de por vida, cuando hace esfuerzos por agregar una nueva pregunta sobre ciudadanía al censo del decenio por primera vez en toda la historia de la nación y cuando protestas a escala nacional en respuesta a la injusticia racial se convierten en el pretexto para recurrir a la ley marcial, somos testigos de la puesta en acción de un orden fascista estadounidense.

Trump no es aberrante ni original. El populismo reaccionario nativista no es nada nuevo en los Estados Unidos, simplemente nunca antes había llegado a la Casa Blanca. En el fondo, importa muy poco si Trump es un fascista en sus ideas o si es un fascista en sus actos. Como dice uno de los personajes de Sinclair Lewis sobre el dictador en Eso no puede pasar aquí: “Buzz no es importante. Es la enfermedad que nos llevó a ponerlo donde está lo que tenemos que atender”.

1. Se conocen como “Leyes Jim Crow” al conjunto de leyes activas entre 1876 y 1965 que propugnaban la segregación racial en las instituciones públicas estadounidenses. [N. del E.]
2. Período de 1863-1877 durante el que fue abolida la esclavitud y se produjeron numerosos ataques contra la población negra. A la par surgió el Ku Klux Klan. [N. del T.]
3. Se trata del caso de nueve adolescentes negros acusados falsamente de haber violado a dos mujeres blancas en un tren en Alabama en 1931. [N. del T.]
4. Paxton, R. O. Anatomía del fascismo, en Álvarez Flórez, J. M. (trad.). Madrid: Capitán Swing, 2004.
5. Estrategia electoral del Partido Republicano para obtener el apoyo político de los votantes blancos en el sur de EE. UU. apelando al racismo. [N. del T.]

© 2020 The New York Review of Books

Este artículo fue publicado en la Review. Revista de Libros número 23. 

Traducción: Leonel Livchits

*Profesora de literatura norteamericana y humanidades en la Escuela de Estudios Avanzados de la Universidad de Londres. Su libro Behold America: The Entangled History of “America First” and “The American Dream” fue publicado en 2019 / Fuente: Le Monde diplomatique, edición Cono Sur