Todos los 25 de Mayo, en colegios a lo largo y a lo ancho del país, niñas como vendedoras de empanadas, niños como vendedores de velas, desfilan en actos patrios luego de haber tiznado sus rostros con un corcho quemado como elemento de maquillaje.

En contrapartida, “racista”, “doloroso” y “ofensivo” son algunos de los muchos calificativos que se aplican a la misma práctica de pintarse el rostro de negro para representar a personas negras cuando se lo hace en el norte de América.
No importa el color de piel que se trate de imitar, sea cual sea, si es diferente del color con el que se nació, está considerado racista en Estados Unidos y Canadá. Disfrazarse pintándose la cara de negro deshumaniza, denigra y desprecia a todo un colectivo a la vez que alimenta los peores estereotipos atribuidos a los afroamericanos, aseguran activistas y expertos.

Justin Trudeau, primer ministro de Canadá en funciones, ha sido la última figura pública en tener que pedir perdón, en plena campaña electoral para su reelección, por una antigua foto. Por supuesto, no será el último al que una instantánea del pasado venga a acusarle de incoherencia.

Al igual que las palabras y las acciones, las imágenes importan, hacen daño y sin duda tienen consecuencias. Para William Brooks, presidente de la influyente Asociación para el Avance de las Personas de Color (NAACP, siglas en inglés), el maquillaje del rostro para representar a un afroamericano tiene sus raíces en los tiempos de la opresión y representa el odio a toda una comunidad que aún hoy perdura.

Aunque en Argentina no sea un debate instalado, las razones por las que debería considerarse ofensivo pintarse la cara intentando parecer una persona negra son sencillas: evocan una historia de racismo y dolor cuya herida sigue abierta. Si en Estados Unidos hace cerca de 200 años que los artistas empezaron a pintarse la cara de negro para imitar y reírse de los esclavos negros en los espectáculos musicales de la época, en la Europa medieval, ya fuera en Francia o Italia, los comediantes usaban máscaras negras para representar comportamientos antisociales groseros, violentos o cercanos a la brujería.

En Estados Unidos, el símbolo más popular entre las llamadas blackface es el del personaje Jim Crow, representado a mediados del siglo XIX por el actor Thomas Rice. Posteriormente, las tristemente famosas leyes de segregación racial tomaron el nombre de esa figura que intentaba ser cómica. Jim Crow siguió vivo en el siglo XX. En la película The Jazz Singer, el actor Al Jolson actuaba con el rostro pintado de negro y unos exagerados labios perfilados de blanco. Actores estadounidenses como Shirley Temple, Judy Garland o Mickey Rooney también usaron el maquillaje negro para teñir sus caras en películas.

Hoy, de vez en cuando, resurge por arte de la hemeroteca o de los libros de final de curso tan propios de la iconografía cinematográfica estadounidense alguna fotografía que complica la vida a personalidades políticas que se ven abocadas a entonar un mea culpa. Unos recurren al argumento de que eran otros tiempos. Otros aseguran que nunca lo hicieron con la intención de ofender a nadie. Algunos incluso niegan ser ellos y usan la careta de blackface para proteger su nombre.

Este ha sido el caso del gobernador de Virginia, Ralph Northam, que primero aceptó y luego negó ser la persona que aparece con la cara pintada de negro en una página del anuario universitario de su escuela de medicina en 1984. Anthony Sabatini, congresista republicano de Florida, declaró que la foto que le mostraba con la cara pintada de negro era de su época de adolescente en el instituto y que “estaba fuera de contexto” hoy día.

Mientras el primer ministro canadiense intenta sortear el efecto de una mera foto en plena campaña electoral, ¿se abrirá un debate sobre esta práctica en Argentina? ¿O seguiremos alegremente ignorando el legado de tragedia que también en América del Sur dejó la esclavitud?.