Desde que empezó la pandemia, Rusia ha ocupado la primera plana de los periódicos del mundo por tres noticias diferentes: en primer término, entre el 25 de mayo y el 1 de junio se llevó a cabo un referéndum para modificar la Constitución. Más allá de cambios cosméticos, el núcleo de la consulta consistía en autorizar la reelección del presidente en 2024 y 2030, con lo que se consolidaba la posibilidad de que Vladimir Putin pudiera estar al frente del país por lo menos 16 años más. El resultado del referéndum, del que participó el 67,88% de los ciudadanos, fue un apoyo del 78,56% a la propuesta presidencial. Algo menos de tres meses más tarde, el 15 de agosto, Putin anunció que Rusia tenía prácticamente lista la vacuna para combatir el Covid-19, a la que denominó Sputnik V, recordando los años en que la Unión Soviética contaba con superioridad respecto del resto del mundo en la carrera espacial. Finalmente, pocos días más tarde, el principal dirigente opositor, Alexei Navalny, apareció envenenado y fue trasladado a Alemania, donde se comprobó que la causa había sido una botella de agua que ingirió en un hotel de Siberia.

Caída y resurrección

Estos acontecimientos constituyen una introducción adecuada para resumir el lugar al que ha arribado Rusia a tres décadas del hundimiento de la Unión Soviética. Su disolución a fines de 1991 trajo consigo una década de derrumbe económico y social, que según algunos analistas fue el mayor desastre sufrido por un país sin haber pasado por una guerra. Esta debacle, ocasionada por un desmontaje acelerado y brutal del aparato económico soviético, fue acompañada del establecimiento de un gobierno en el que los manejos de Boris Yeltsin tuvieron como manifestación más impactante el bombardeo de la Casa Blanca, sede del Congreso de los Diputados, en octubre de 1993. El proceso de privatización de las empresas públicas se llevó a cabo por medio de operaciones fraudulentas que culminaron con el grosero enriquecimiento de un puñado de oligarcas que se hizo a precio vil de decenas de empresas, bancos e instituciones aseguradoras, las joyas de la corona soviética. El desbarajuste alcanzó su punto más alto con el derrumbe financiero de agosto de 1998, que dejó en la calle a millones de ahorristas.

En esa situación desesperada, a la que se agregaba el sangriento conflicto en Chechenia, Yeltsin, que había perdido por completo la confianza de la sociedad, se abocó a la tarea de encontrar un sucesor. En esa búsqueda apareció Putin, un coronel de la KGB con una foja no excesivamente destacada en la administración, desconocido para el gran público, que irrumpió en el escenario político con un discurso sensible para el ruso de a pie; daba la impresión de pertenecer al pueblo, pero al mismo tiempo de liderarlo. Designado por Yeltsin primer ministro, rápidamente mostró su carácter: en declaraciones realizadas luego de un ataque terrorista checheno en Moscú, afirmó: “Perseguiremos a los terroristas donde quiera que estén. En el aeropuerto, si están en el aeropuerto. Y eso significa que si los agarramos yendo al baño, los exterminaremos en el inodoro si fuera necesario. Eso es todo. Tema cerrado”.

En medio de tantas desgracias, aparecía el líder que Rusia estaba esperando. Yeltsin renunció a fines de 1999 y nombró como sucesor interino a Putin. A partir de allí se montó una impresionante campaña de propaganda impulsada por el gobierno que condujo a que en marzo del 2000 fuera elegido con el 53% de los votos.

Su llegada al gobierno coincidió con el comienzo de la recuperación económica que experimentó el país, basada en la exportación de petróleo y, sobre todo, gas, que se convirtió en un factor económico-político central por la significación que tienen para Europa los gasoductos que parten desde Rusia: prácticamente todos los países del este europeo dependen en más del 50% del gas ruso, y en algunos casos ese porcentaje es del 100%. La empresa Gazprom, fundada a fines del período soviético, se convirtió en el símbolo de la potencia recuperada del estado ruso, manejando la provisión de gas y operando a nivel internacional con un plantel de más de 450.000 empleados.

Pocas cifras son suficientes para explicar la importancia de la recuperación: entre 2000 y 2012 el PBI creció a un promedio del 5,8% anual, absorbiendo la brutal caída del 7,8% generada por la crisis de 2008; en el mismo período el PBI por habitante a valores constantes aumentó 130%, y las exportaciones pasaron de 105 mil millones de dólares en 2000 a 448 mil millones en 2012.

A partir de ese año, la caída de los precios del crudo y las sanciones internacionales aplicadas como consecuencia de la ocupación de Crimea contribuyeron a frenar tanto el crecimiento como el nivel de exportaciones: el promedio de crecimiento del PBI entre 2013 y 2019 descendió al 0,9% anual, y el del PBI por habitante creció apenas el 0,2%, con fluctuaciones muy marcadas.

En todo caso, luego de las penurias sufridas durante los últimos años, los nuevos tiempos representaron un alivio significativo. Las demandas de orden fueron satisfechas por un presidente que no tenía problemas en hacer uso de la violencia, incluyendo el sacrificio de inocentes, como ocurrió en octubre de 2002 en ocasión de la ocupación del teatro Dubrovka de Moscú por parte de guerrilleros chechenos, que culminó con una operación con gas venenoso en la que murieron por lo menos 128 rehenes.

Los objetivos de Putin

Con la posibilidad de evaluación que brindan ya dos décadas de gobierno casi sin oposición –si bien delegó el cargo de presidente durante cuatro años en Dmitri Medvedev mientras se desempeñó como primer ministro–, el perfil de Putin y sus objetivos están muy claros, tanto en las relaciones internacionales como en la política interior.

Putin es, en esencia, un nacionalista que busca reubicar a Rusia entre las grandes potencias, tal como lo había sido la Unión Soviética en el pasado inmediato y el imperio de los zares desde fines del siglo XVII. Como demostración del rumbo escogido, recuperó en el escudo nacional símbolos de la época zarista, y reivindica “la gran guerra patriótica” librada contra el enemigo nazi. Además, ha mostrado su voluntad de ejercer un renovado papel en la escena internacional ejerciendo su poder de veto, y se ha manifestado en repetidas ocasiones reivindicando el multilateralismo frente a la hegemonía de Estados Unidos, cuestionando además los avances hacia el este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Si la desintegración de la Unión Soviética fue una “catástrofe” en palabras del mismo Putin, la recuperación económica y política ha brindado la posibilidad de reconstruir el aparato militar y de ejercer un control sobre los antiguos estados de la URSS, los denominados “extranjeros vecinos”. En este aspecto, Putin ha apelado tanto a la diplomacia como a la guerra: “normalización” de Chechenia, invasión a Georgia en 2008, ocupación de Crimea en 2014. Aquí se inscribe el proyecto del “euroasianismo» anunciado por primera vez en 2011, que constituye el primer intento de recomponer casi en su totalidad la antigua Unión Soviética. Un primer paso en este sentido fue la creación en 2014 de la Unión Económica Euroasiática, de la que forman parte, hasta ahora, además de Rusia, Kasajstán, Bielorrusia, Armenia y Kirguistán.

Las relaciones comerciales con China se han incrementado en los últimos años: su base es la exportación de energía y la importación de productos manufacturados: el relativo fracaso del proyecto ruso de modernización y diversificación económica corre el riesgo de estabilizar una situación en la que el país sea solo el proveedor de materias primas, petróleo y gas.

Si bien dispone de un enorme poder militar –es la segunda potencia mundial–, Putin debe enfrentar el hecho de que su base económica está constituida fundamentalmente por la exportación de materias primas, además de unos pocos productos químicos y armas. Es justamente esta estructura científica, en buena parte heredada del complejo militar-industrial soviético, la que le ha permitido avanzar en el descubrimiento de una vacuna contra el Covid-19.

Pese a ello, Rusia arrastra problemas que la sitúan lejos de los países desarrollados. Por ejemplo, las exportaciones de gas y petróleo, que representan más del 50% del total, tornan al país excesivamente dependiente de las fluctuaciones de precios que se han hecho sentir con fuerza últimamente. Además, el país sufre un estancamiento demográfico que no ha logrado ser superado pese a la intensa campaña estatal. Habría que agregar que alrededor del 7% de la población ha emigrado en los últimos años. Un enorme país, con una gran cantidad de recursos naturales pero muy dispersos, necesita un crecimiento poblacional significativo.

Por lo tanto, parece exagerado suponer, como hacen algunos analistas, que estamos frente a una “nueva” Guerra Fría: la capacidad de actuación de Rusia puede producir perturbaciones importantes y Putin es un actor de peso en la política internacional, pero es muy difícil imaginar una tensión similar a la que se vivió entre 1948 y 1989, y el líder ruso está lejos de ser un aventurero. Pero además la Guerra Fría fue básicamente un enfrentamiento entre sistemas cuyo resultado solo podía ser el triunfo de uno de los dos bandos; en la actualidad, con todas sus particularidades y deformaciones, Rusia es un país capitalista cuyas ambiciones pasan por ocupar un lugar privilegiado en un sistema multilateral de relaciones internacionales.

Sin embargo, Putin ha operado de forma de crear una imagen en Occidente que conduce a suponer que todos los problemas, desde el Brexit a la manipulación de las elecciones en Estados Unidos, por poner dos ejemplos, son su responsabilidad. Pero la actuación de Putin en la arena internacional en gran medida está guiada por la continuidad de una idea surgida en los primeros años de la Revolución: la sensación de vulnerabilidad, de “fortaleza sitiada”. Si desde 1917 Occidente quería acabar con la experiencia socialista, en el siglo XXI Estados Unidos aspiraba a convertir a Rusia en un país de segundo orden, y en buena medida lo había logrado hasta la llegada de Putin al poder.

El tipo de régimen

El perfil ideológico del régimen de Putin ha dado lugar a debates intensos. En nuestra visión, si algo lo caracteriza es su flexibilidad y el uso instrumental de varios registros doctrinarios, lo que equivale a decir que prevalece el pragmatismo. Aunque hay una tendencia a adherir a los valores tradicionales de la “Rusia eterna”, opuesta a las concepciones occidentales, lo cierto es que ha oscilado notablemente en sus propuestas y su narrativa pública; el único rasgo permanente es la centralidad del Estado en la vida política y social.

¿Cómo caracterizarlo, entonces? Se ha utilizado la expresión “autoritarismo burocrático”, aunque esta definición, que remite a los trabajos de Guilermo O’Donnell sobre las dictaduras latinoamericanas de la década de 1960, parece insuficiente para definir la organización de Rusia. Nos resulta convincente la expresión “Estado mafioso poscomunista” (1), definido como la conflictiva coexistencia entre un Estado legal-racional y un Estado neo-patrimonial. En una mirada superficial, el país aparece gobernado por un Estado que dispone de un sistema de leyes, instituciones y una burocracia que intenta controlar la situación, pero cuyo fracaso es ostensible. Sin embargo, en un análisis más cuidadoso se torna evidente que esas leyes e instituciones chocan con una realidad en la que un fluido e informal sistema patrimonial es el que realmente permite gobernar el país.

A lo largo de sus dos décadas en el poder, Putin ha operado para conservar las formas democráticas sin correr ningún tipo de riesgo. Incluso la cuestionable maniobra de retornar como candidato a presidente en 2012 devolviendo a Medvedev al cargo de primer ministro, si bien dio lugar a reacciones en varios sectores de la sociedad y tuvo un cierto impacto en los comicios, no puso en peligro la mayoría absoluta del partido del presidente. Seis años más tarde, en las elecciones presidenciales de 2018, el único partido que superó el 10% fue el Partido Comunista, frente al 76,66% obtenido por Putin. Si bien el presidente cuenta con un mayoritario apoyo popular, no caben dudas respecto de que recurre al fraude para consolidar su dominio: el triunfo debe ser aplastante. Por otra parte, parece sospechoso que aquellas personas que denuncian sus manejos autoritarios u operaciones sucias –la periodista Anna Politskovskaya, el agente secreto Alexander Litvinenko, el citado Alexei Navalny, entre otros– aparezcan asesinadas o sean objeto de atentados.

Su gobierno constituye el ejemplo claro de un crony capitalismo, una estructura de poder basada en las redes establecidas entre el Kremlin y un conjunto de empresarios. Si en la década de 1990 adquirieron enorme riqueza un conjunto de oligarcas que aprovecharon las debilidades del gobierno de Yeltsin, Putin, con apoyo de integrantes de la burocracia soviética y antiguos agentes de la KGB, “puso orden” en este tema, sometiendo a la obediencia a quienes se habían enriquecido. Las rebeldías de algunos terminaron con ellos en la cárcel (Mijail Jodorkovsky) o en el exilio y el ahorcamiento (Boris Berezovsky). La nueva camada de oligarcas ha tomado nota de la situación y actúa en consecuencia. El Estado ha recuperado el control y el citado ejemplo de Gazprom es una de las manifestaciones de la nueva realidad económica.

Para concluir

El devenir de Rusia durante las casi tres décadas transcurridas desde la caída del régimen soviético llevan a pensar que los años de Gorbachov fueron solo un accidente dentro de un largo período histórico atravesado por el control social ejercido “desde arriba”. La conclusión sería que la mayoría de los rusos –con excepción de las clases medias de las grandes ciudades– valoran positivamente un liderazgo fuerte y responden ante los llamados nacionalistas impulsados desde el poder, mostrándose dispuestos a pagar el costo de aceptar restricciones al ejercicio de sus derechos políticos: “votar por Putin no es apoyar un programa sino expresar patriotismo”. A partir de este tipo de definiciones, la instauración de un modelo democrático-occidental parece estar fuera de los objetivos de la sociedad rusa, y en este sentido la memoria de la Perestroika y de los años de Yeltsin contribuye a potenciar ese sentimiento generalizado.

1. La expresión remite a la idea de que el gobierno funciona como una familia cuyo centro es el patriarca que no gobierna, “dispone de cargos, de riquezas, de estatus, de personas”, Misha Gessen, El futuro es historia. Rusia y el retorno del totalitarismo, Madrid, 2018.

Por Jorge Saborido, historiador. Autor, entre otros libros, de Rusia. Veinte años sin comunismo. De Gorbachov a Putin, editorial Biblos, Buenos Aires, 2011. / Fuente: Le Monde Diplomatique