Quien pretenda realizar una evaluación del impacto de la pandemia en Argentina a partir de la decisión del presidente Alberto Fernández de establecer la cuarentena obligatoria, seguramente sentirá la atracción de comenzar su trabajo por el final del período, en este caso de un año.

Lógicamente, desde el costado político tiene mucho peso la situación de Brasil con su presidente a la cabeza. Es una verdad que no admite dudas que el presidente Jair Bolsonaro es proclive a conductas desafiantes e irresponsables que llevaron a su país a un extremo por demás riesgoso.

Hoy, para el mundo Brasil es un factor de peligro alto lo que lo pone en una situación de extrema vulnerabilidad. Autor de la frase que consideró que  el coronavirus era una “gripecita”, solito se ganó el descrédito.

Alberto Fernández caminó por un sendero opuesto. Hace un año puso en marcha una cuarentena férrea, que le provocó un alto ascenso en su popularidad. Cuando anunció la medida lo hizo acompañado de un opositor a su gobierno, el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. La población confió porque entendió que el bienestar social se colocaba por encima de los intereses partidarios.

La imagen de Fernández se fue por las nubes en aquel otoño y mayoritariamente el país cumplía la disposición, que aplicaba fuertes restricciones a ciertas libertades individuales. El cuerpo social convalidó las instrucciones y casi no hubo protestas.

Las encuestas indican que la gente validó las restricciones con el convencimiento que la cuarentena era la mejor manera de protegerse frente a la pandemia.

La información que venía del mundo alentaba a cumplir lo dispuesto por las autoridades nacionales. Europa literalmente temblaba por los gruesos errores cometidos por algunos países como Italia y Alemania, por ejemplo, que se veían desbordados.

El presidente repetía a diario: “La vida está por encima de la economía”. El país vivía una virtual parálisis productiva que se profundizó con el correr de los meses. Esa elección llevó a buscar una solución a los problemas de las finanzas. Y, como en casi todo el mundo, el Gobierno apostó a la emisión monetaria para salir del pozo.

Jugar todo a ganador trajo sus problemas, y en muchos casos esos problemas fueron muy grandes. La popularidad de Alberto Fernández comenzó a desmoronarse, las administraciones de los gobernadores peronistas crujían y la oposición amagaba con darse un festín.

Con los comicios de medio término en el horizonte, la reacción del gobierno nacional ante la pandemia se “electoralizó”.

El oficialismo empezó a hablar de vacunas y de la llegada de esas vacunas al país. Un error, por ingenuidad o por desesperación para dar respuestas.

Argentina eligió la vacuna rusa Sputnik V, validada por el prestigioso instituto Gamaleya. Sin demasiadas luces que alumbraran el camino, todo el mundo levantó la mano para opinar, especialmente en el Congreso de la Nación, donde parecía librarse la principal batalla política.

Allí se dijeron muchas cosas cosas más o menos dignas y algunas burradas, como la de nuestra comprovinciana Soher El Sukaría (diputada nacional del PRO-Juntos por el Cambio), quien suelta de cuerpo y muy sacada gritó en el recinto: “No sé qué mierda nos van a inocular”.

El peronismo no se quedó atrás; incluso fue más allá cuando todo el país se anotició que el por entonces ministro de Salud, Ginés González García, habilitó un vacunatorio VIP muy cerca de su despacho, destinado a los amigos del poder.

La cabeza de Ginés rodó en pocas horas. Córdoba actuó como un espejo: también se supo que un grupo de amigos del poder se inoculó, en muchos casos a escondidas.

Con un indisimulable efecto mediático, algunos opositores salieron a denunciar periodísticamente el hecho, dando algunos nombres. El Frente Cívico fue a la Justicia y pidió una investigación. El fiscal Carlos Casas Nóblega requirió información a la administración de Juan Schiaretti, que contestó con una respuesta tan pícara como viciosa: entregó toda la lista de vacunados, que hasta ese momento sumaban 66 mil.

Con una Justicia seria, esa actitud hubiera merecido un severo reproche, pero aquí manda el “todo pasa”, como se leía en el anillo del fallecido pope de la AFA, Julio Grondona, tan amigo de las mañas y de las trampas.

Meses antes, Juan Schiaretti acuñó una frase marketinera cuando pedía a la gente que se cuidara: “bicho traicionero”.

Mientras tanto, las vacunas escasean porque escasean en todo el mundo, lo destartala la apresurada promesa oficial que aseguraba, palabras más palabras menos, que se daría un aluvión de medicinas.

Así llegamos a un año de la cuarentena que primero se respetó a rajatabla y luego se dejó de hacerlo. El cansancio de la gente, las angustias económicas y cierta dosis de irresponsabilidad llevaron a la sociedad a desatender las exigencias requeridas para amortiguar el impacto del virus. Nos aproximamos al invierno y por ello al período más complicado, aunque no hay ningún tipo de certezas que permitan mirar el horizonte con optimismo.

A los 12 meses, nuestro barco de la salvación parece navegar por la mitad del río.