Unos días antes de la primera vuelta electoral en Perú las encuestas mostraban un enjambre de candidatos separados por dos o tres puntos, de los cuales ninguno llegaba al 15% de la intención de voto. Entre esos siete u ocho candidatos no era inusual que las encuestadoras ubicaran al desconocido Pedro Castillo en el último lugar.

Dos meses más tarde, el “profesor” es el virtual presidente electo, después de una primera vuelta sorpresiva, donde se despegó de aquel pelotón y cosechó casi 19% de los votos, y una segunda vuelta para el infarto, donde le ganó a la hija del ex presidente Alberto Fujimori por unas pocas décimas.

La primera conclusión es obvia: cualquier pronóstico sobre semejante escenario es temerario. Más teniendo en cuenta la reciente inestabilidad política de Perú, con presidentes destituidos, Congresos envalentonados, una calle crispada y el contexto pandémico que hoy tiene al país al tope mundial de muertes por habitante. De un día para otro, las autoridades peruanas reconocieron que los muertos por Covid-19 no eran 68.000, sino al menos 180.000, una subnotificación que también es habitual en otros países de la región, como Brasil o Chile.

Sobre esa inestabilidad permanente asoma la novedad de un líder sindical, ajeno por completo a la élite social y política, por fuera incluso de corporaciones como la militar que encumbró en el 2011 al último “outsider”, Ollanta Humala. La figura de Castillo evoca imágenes más cercanas a la de Evo Morales en Bolivia: el sitiado rural sobre la ciudad, un hombre de abajo que llega con la fuerza solitaria de los votos. Por ahora las semejanzas no son muchas más. Evo Morales tenía una carrera política más extensa, había sido candidato presidencial, diputado, su partido tenía una presencia más larga y, sobre todo, le había sacado 25 puntos a su rival.

Las dificultades para la consolidación de un gobierno rupturista son enormes (en verdad, para cualquier gobierno). Algunas de ellas son: un Congreso que tiene enormes poderes que van desde la censura a ministros hasta la capacidad de echar al propio Presidente sin mayores pruritos, una bancada propia exigua (37 diputados sobre una Cámara de 130, que se pueden estirar hasta los 42, si sumamos a los progresistas de Verónika Mendoza), la oposición mediática y el nulo manejo del castillismo del resto de los resortes del Estado.

Es difícil pensar un paralelismo con los arribos de los gobiernos nacional-populares de los últimos veinte años. Aquellos llegaron, o bien después de un largo derrotero de conquistas electorales previas, escalonadas, donde el sillón presidencial era el final de un camino, o fueron huracanes de votos que arrasaron con los sistemas de partidos preexistentes y le otorgaron a los líderes la libertad para rediseñar el panorama. Pedro Castillo no tiene ni lo uno ni lo otro, por lo que sus dotes o carencias como líder van a incidir fuerte desde el arranque.

¿Una nueva columna vertebral andina?

Hay otro elemento a considerar que tal vez se vuelva central justamente por las enormes complicaciones internas: la situación regional. Para hacer este ejercicio estamos obligados a un supuesto para nada certero, menos en Perú: que Castillo no se correrá a la derecha como eligió hacer Ollanta Humala, y mantendrá los ejes centrales de sus reivindicaciones sociales y económicas, es decir, que seguirá siendo un líder de izquierda e intentará imprimirle ese sello a su gobierno.

¿Castillo mirará a la Argentina? ¿Mirará a Venezuela? ¿A la mucho más cercana Bolivia?¿Al más lejano México? Probablemente, en algún grado mire a todos. Pero el gobierno de Maduro parece más necesitado de un socio, antes que ser él mismo un aliado apetecible, el gobierno de Alberto Fernández se encamina a elecciones de medio término y carece hasta ahora de vínculos con Castillo o su movimiento. Aún más distante parece México. Distinto es el caso de Bolivia, tanto por cercanía geográfica, como por las similitudes que mencionamos anteriormente entre los líderes.

Sin embargo, podríamos arriesgar que la apuesta de Castillo no estará en los actuales gobiernos progresistas, sino tal vez en ser él mismo el primero de una nueva tanda de movimientos hacia la izquierda en el continente. Aumentando hasta el límite el optimismo, podríamos pensar que el triunfo de Castillo podría inaugurar una nueva ola progresista. Chile y Colombia, con la excepción de Ecuador, pueden dentro de poco completar una columna vertebral andina inesperadamente distinta. Sería exagerado plantear muchas similitudes entre el institucional PC chileno y el ecléctico movimiento callejero que puede aupar al alcalde Jadue como presidente a fin de año con la sorpresa de Castillo, todavía más con la izquierda colombiana de Gustavo Petro. Pero comparten algo que en política también es muy relevante: el momentum.

En los tres casos, y a diferencia del resto de las experiencias progresistas de la región, serían gobiernos inaugurales. Ninguno de estos países tuvo un “giro a la izquierda” previo y en los tres resuena como programa brumoso, pero con claro apoyo social, un cambio constitucional. ¿Qué podría ocurrir si ese eje andino se consolida entre el 2021 y el 2022? En Chile el proceso se inició, aunque todavía es pronto para saber si será exitoso y cuánto le cambiará la cara al país. En Colombia queda por ver si será posible un cambio en la balanza de poder que haga posible un cambio de esa envergadura, mientras que en Perú Castillo proclama una Constituyente como parte fundamental de su gobierno, pero resta saber si podrá superar la descontada resistencia del Congreso. En los tres países, no obstante, la agenda está sobre la mesa.

Hay otra similitud relevante: el fantasma del comunismo fue agitado insistentemente en la campaña peruana, hasta el punto de volver digerible una candidatura fujimorista para algunos sectores medios. Seguramente el concepto no será abandonado por la oposición y los medios. Tal vez con menos fuerza, en Colombia resuena el mismo discurso por parte del uribismo al señalar un posible triunfo de Gustavo Petro, con el aditivo de la cercanía geográfica con Venezuela, siempre presente en el léxico para estigmatizar las opciones de izquierda. Curiosamente en Chile, donde sí existe la posibilidad de que gane un afiliado al Partido Comunista, es donde el fantasma pierde algo de peso, aunque sin dudas el miedo a la bandera roja estará entre el menú de la derecha chilena.

Por último, en los tres casos, los eventuales triunfos compartirán la dificultad de entrar en un cuerpo extraño. ¿Cómo cambiar sociedades que parecen cansadas del neoliberalismo pero donde las alternativas se encuentran con derechas muy armadas, con muchos votos y aún más poder institucional? ¿Como se cambia el rumbo cuando sobre esta incipiente nueva ola progresista pesan también los fracasos y límites que tuvieron las anteriores, es decir, donde lo nuevo ya no es novedad, donde el horizonte es un poco menos utópico, donde el pedido de cambio tiene la fuerza de lo que surgió de abajo, pero también la debilidad de una agenda difícil de resumir en acciones estatales concretas?¿Cómo se deja atrás el neoliberalismo en países que firmaron tratados de libre comercio y abrieron sus economías mucho más que sus vecinos sudamericanos?

Con todas estas dificultades y posibilidades de futuro se abre la experiencia de Castillo en Perú.

Como si le faltarán desafíos, “el profesor” va a ser quien pruebe cómo trata la administración demócrata de Joe Biden a un gobierno de izquierda que recién se estrena. ¿Habrá misericordia católica del presidente de la primera potencia mundial? ¿Pesará algo la izquierda del partido para proponer un vínculo nuevo, menos oprobioso?¿Será una ventana para una especie de “Alianza para el Progreso” que después de la pandemia reinstale la imagen de Estados Unidos en la región?

Sobran preguntas para el profesor; pronto veremos qué puede escribir con el lápiz gigante que fue el símbolo de su campaña presidencial.