La decisión de la Unidad Fiscal de Emergencia Sanitaria, a cargo de Andrés Godoy, de imputar a dos médicos del geriátrico Santa Lucía de Saldán, donde el contagio del Coronavirus derivó en 11 muertes y 45 infectados, terminó en un escándalo de altísimo impacto social y político.

Las marchas de cientos de profesionales de la salud por todo el territorio provincial del pasado 25 de mayo, desafiando las prohibiciones vigentes, fueron sólo una muestra de la creciente indignación de una parte significativa de la sociedad con sus autoridades.

Con independencia de la infinidad de consideraciones que se pueden hacer al respecto, hay una que me parece central: la sospecha de que el vínculo filial entre el dueño del geriátrico y el vocal del Tribunal Superior de Justicia, Sebastián López Peña, fue un factor determinante en la decisión del fiscal Godoy de ir sólo contra los médicos.

Desde el punto de vista estrictamente jurídico, imputar al señor Marcelo Santiago Lázaro, director médico del establecimiento, el delito de “propagación culposa de enfermedad peligrosa y contagiosa para las personas”, y no hacer lo mismo con quien es el propietario del establecimiento, resulta, por decir lo menos, llamativo.

La palabra “culpa” en el derecho penal, alude a la falta de intencionalidad de cometer el delito. En este caso, por parte del señor Lázaro. Es decir, le están atribuyendo la comisión de un delito penal por un hecho lamentable -la propagación del virus- sobre el que, sin embargo, no habría tenido voluntad de ocasionar. Más allá de lo controvertido de la utilización de esta figura en el derecho penal, aun en caso de estimarla válida, resulta manifiestamente injusto no haber aplicado idéntico criterio sobre la persona que es objetivamente responsable por lo que suceda en el geriátrico: su dueño.

Si, de acuerdo al criterio del fiscal, el médico director del Santa Lucía es responsable penalmente por no haber tomado las medidas de prevención e higiene adecuadas, teniendo el deber de hacerlo, más aún debería serlo su propietario.

¿Qué implicancias políticas tiene esta secuencia de eventos desafortunados? En primer lugar, que la denuncia contra los médicos partió del ministro de salud de la provincia de Córdoba, Diego Cardozo. Es decir, el fiscal Godoy no actuó de oficio. Lo hizo a requerimiento expreso de un colaborador directo del gobernador Juan Schiaretti: su ministro de salud.

En segundo lugar, que mediante esta imputación, endeble desde el punto de vista jurídico, puso de manifiesto la presunta voluntad de proteger al padre de quien es la máxima autoridad en materia penal de la provincia, al ser Sebastián López Peña miembro de la sala penal del Tribunal Superior de Justicia.

Si bien, hasta el momento, no estamos en condiciones de asegurar que esta sospecha sea verdadera, para buena parte de la comunidad médica y de la población en general, sí lo es.

Y esta creencia, fundada o no, debilita gravemente la confianza de los ciudadanos en la independencia, honestidad y transparencia del Poder Judicial en general y del Tribunal Superior de Justicia en particular.

Por ese motivo, es que a través de la representante de nuestro partido en la Legislatura Unicameral, Cecilia Irazuzta, solicitamos la comparecencia del vocal López Peña ante la Comisión de Asuntos Constitucionales, Justicia y Acuerdos, para que dé las explicaciones que tanto él como los legisladores consideren necesarias.

Ahora bien, de lo que no tenemos ninguna duda, es que la relación entre el Poder Judicial y quienes lo sostienen mediante el pago de sus impuestos, está prácticamente rota desde hace muchos años. No de ahora.

Vamos a los hechos: en la provincia de Córdoba, desde la designación de Gustavo Hidalgo como fiscal del Fuero Anticorrupción, nunca se condenó a un funcionario de peso de los gobiernos de José Manuel de la Sota y de Juan Schiaretti. ¿Esto se debe a que no hubo ningún caso de corrupción? Para nada. Los casos sobraron: Odebrecht, Kolektor, Camino del Cuadrado, Hotel de Ansenuza, etcétera. Sin embargo, las causas no llegaban ni a juicio. Eran sucesivamente desestimadas y archivadas.

Tampoco se registra en la historia reciente el dictado de una sentencia judicial por parte del máximo tribunal de Córdoba que haya ido en contra de la voluntad del peronismo gobernante.

En consecuencia, podemos afirmar, con toda seguridad, que la crisis moral e institucional en la que está sumida nuestra Provincia, no comenzó con la pandemia, ni con el caso del geriátrico o desde las imputaciones a los médicos. Por el contrario, la impunidad de los poderosos, sus amigos y familiares, es la regla y no la excepción.

Esta realidad, por más que sea de poca importancia para el núcleo duro de votantes del peronismo y sus aliados, es la principal causa de nuestra decadencia.

Cuando esta última crisis pase, la pobreza llegará a picos históricos, seguramente superando el 50% de la población. El desempleo también estará por las nubes.

¿Continuará la indolencia de un establishment político y judicial anestesiado por su impunidad y por sus privilegios? No podemos saberlo.

Lo que sí sabemos es que sólo una profunda reforma política y judicial, que salga de un consenso sobre un núcleo básico de conductas éticas y principios republicanos, por lo que luchamos desde hace años, podrá lograrlo.