Las sucesivas discusiones respecto de la despenalización y legalización de la terminación del embarazo son una buena escenificación de cómo se dan los conflictos cuando una sociedad formula sus decisiones normativas. Las discusiones e intentos de legalización previos a 2018, lo que sucedió en el Congreso durante aquellas sesiones, y las presentes discusiones en 2020, son una valiosa fuente para quienes investigamos tanto las cuestiones bioéticas como la relación entre creencias religiosas y Estados modernos. Ambas cuestiones - procesos de legitimación y discusiones sobre cuestiones bioéticas a partir de las diversas posiciones morales y simbólicas de los miembros de una sociedad - permiten formular algunos criterios para el abordaje de esas discusiones en condiciones contemporáneas. También ponen en evidencia los nefastos resultados en quienes no se atienen mínimamente a ellas.

En las exposiciones y debates, a menudo hemos escuchado afirmaciones científicamente falsas, moralmente discutibles y estéticamente de mal gusto. La reducción de la condición humana a (una comprensión limitada de) la biología; la autoreferencialidad y cierta retórica carente de argumentos; la inconsistencia y el salto de argumentos de principio a argumentos basados en consecuencias (según convinieran a la propia posición, sin importar la incoherencia interna del discurso); la designación con términos agraviantes de la posición del sector oponente; etc., han sido algunas de esas expresiones epistémica, moral y estéticamente inaceptables para una discusión que efectivamente quiera encontrar un acuerdo moral en una cuestión grave de salud. Ese acuerdo se anticipa como imposible respecto de ideales o “máximos”, entreviéndose solamente como (apenas) plausible en algunas definiciones de “mínimos” (como por ej. qué cosas NO desearíamos que sucedan en una sociedad, tal como la muerte de quienes solicitarán y realizarán una interrupción aún en condiciones de riesgo para su vida, independientemente de lo que otras personas puedan pensar o legislar al respecto). Además, esas discusiones muestran qué rápido se pierde de vista la cuestión en discusión (en este caso, estrictamente la cuestión de la legalidad/despenalización o ilegalidad/penalización de la acción de terminar voluntariamente un embarazo).

¿Cómo conseguir, en el caso del aborto pero también en otras cuestiones moralmente relevantes, una discusión con algún tipo de posibilidades de acuerdo, más allá de la “solución” estadística del número de votos? ¿Cómo encontrar criterios más allá del mero juego de fuerzas? A partir de grandes pensadorxs que evitaré mencionar para permitir cierta fluidez en la redacción, propondré algunos criterios iniciales, que espero sirvan para analizar las afirmaciones que se propongan en las discusiones:

1) Las personas involucradas de modo directo por una norma deben tener prioridad en la decisión. Si bien todxs somos miembros de la sociedad, y aunque la mera emoción todavía no es un argumento, la voz de quienes sufren o han sufrido un estado de cosas tiene un rol prevalente. Los casos testimoniales no son directamente universalizables, pero sí implican la inclusión directa de la voz de las afectadas (como lo leímos en la carta publicada por la niña tucumana que sufrió la violencia obstétrica y el impedimento de acceder a algo ya legislado).

2) La pretensión de validez de los discursos debe limitarse a su ámbito. Primero, respecto del mejor conocimiento dentro de los límites de cada ámbito (científico, legal, etc.), y sin extender irresponsablemente conclusiones directas de un ámbito sobre otro. No se puede confundir una descripción biológica con una aseveración jurídica, por más que haya criterios de un campo que atiendan afirmaciones del otro. Segundo, si se está hablando de una norma jurídica penal, no se está hablando necesariamente de un defecto moral o religioso (y viceversa). El plano estrictamente legal – en la cuestión en discusión – puede nutrirse de otras perspectivas, pero es erróneo confundir la noción de delito con la de defecto moral o la de pecado. Tercero, no hay que mezclar problemas diversos, como vemos en la discusión actual cuando se salta a cuestiones presupuestario-educativas, como la libertad sobre la educación de lxs propixs hijxs garantizada por la Constitución (garantizada significa que no puede ser un derecho abstracto sólo accesible a quien pueda pagarlo), y se mezclan aspectos vinculados al sostén del culto). En la misma línea, tampoco es solución ir por la vía de relatividad "multicultural" (como si los contenidos básicos de los derechos y de la formación pudieran estar liberados a la cosmovisión de un colectivo determinado y no sujetos a la decisión legítima de la sociedad como un todo organizado). Confundir aspectos diversos o reducir las cuestiones moralmente relevantes con expresión jurídica al ámbito privado sólo lleva, respectivamente, a desenfocar el asunto en cuestión y a una posición finalmente conservadora del statu quo.

3) La modernidad afirma tanto el derecho a tener diversas creencias como a expresarlas. Desconocer ese derecho no es la respuesta adecuada a los daños históricos ejercidos por las instituciones religiosas; como tampoco reconocer – como lo han hecho pensadorxs fundamentales, a menudo agnósticxs - los aportes de las comprensiones religiosas a la modernidad justifica su imposición. Por eso es obligatorio traducir ese contenido simbólico a un discurso secular y laico, que será el plano mismo de la discusión. Al mismo tiempo, lxs ciudadanxs con convicciones religiosas pueden nutrirse de los datos de otros discursos para revisar sus propias posiciones (algo que tardíamente y luego de mucho sufrimiento sucedió efectivamente en algunas cuestiones puntuales).

4) Precisamente en la misma línea de la autoderminación moderna, y a pesar de los límites operativos de su aplicación, no se puede perder de vista en esta discusión el lugar fundamental de la autonomía. La decisión – en la medida de lo posible - libre en de los ámbitos de injerencia directa propia, es una conquista que fue anticipada por las viejas nociones de libre albedrío y recta conciencia. Ellas fueron secularizadas en su transformación moderna con la idea de autonomía, puesta como una de las bases fundamentales de la dignidad humana. Por lo que considerar las decisiones ajenas como moralmente erróneas no sería suficiente argumento para juzgarlas también como un delito, a menos que se admita caer en la eliminación directa del ámbito de decisiones propio de las prerrogativas personales sobre sí.

Dicho todo esto, conviene una sana cuota de “escepticismo misionero”. Saber que no convenceremos a los demás miembros de la sociedad sobre nuestra propia visión del mundo nos permite enfocarnos en los efectos indeseables que sí podríamos evitar. Esta visión minimalista es difícil, sobre todo para quienes involucran sus propias subjetividades en la militancia de una idea o un proyecto. Esa dificultad se ve de modo claro desde el ejercicio de quienes enfocamos los problemas con el marco académico, muchas veces criticado por su “desapego” al poner en valor posturas tan distintas e identificar los núcleos de validez dondequiera que se encuentren. No significa que nuestra postura no esté alentada por el deseo de la conquista de un derecho o la indignación ante tanta hipocresía y muerte inútil. Pero sí significa que una buena normativa necesita de la aquiescencia mínima de quienes componemos la sociedad, sobre todo de las que tendrán que cargar en sus cuerpos con las consecuencias que previsiblemente se desprendan de la decisión que se tome.

* Dr. en Filosofía - Investigador de Conicet - Profesor de bioética UNC.