Era 15 de septiembre del año 2010. Una mujer llamada Rosario, declaraba como testigo ante el Tribunal Oral Nº 1 de la ciudad de Córdoba en el marco de la causa por los fusilamientos de presos políticos ocurridos en el cárcel de San Martin durante la última dictadura.

Era la audiencia numero 30. Charo, que en ese entonces tenía 60 años, relataba los horrores sufridos por ella y sus compañeras de cautiverio detrás de esas paredes del penal.

Los que escuchábamos, veníamos curtidos de espanto. Habíamos oído mucho pero el horror tiene la particularidad de no alcanzar jamás su umbral más alto.

Charo, con un acento afrancesado ganado en el exilio, nos contaba acerca de la presencia de los niños en la cárcel, de los hijos de las detenidas que durante un tiempo convivieron con sus madres adentro y luego venían “de visita” cada tanto.

En estos días en los que la bruma de la impotencia se ha apoderado de la ciudad, el recuerdo de la historia del hijo de Liliana Páez apareció con su peso específico en una memoria que se había negado a dejarlo ir.

Contaba Charo que cuando visitaba a su mamá presa, el niño jugaba con una latita y le decía “Mamá, tengo un plan. Vos te convertís en hormiga, yo te guardo dentro de la lata y te saco de acá”.

El pensamiento mágico de la infancia, puesto a trabajar en función de recuperar el derecho primario de cualquier niño. Estar con su mamá resguardado del horror.

¿Cuánta tristeza y cuánta esperanza había detrás de ese “plan” ideado por una cabecita pequeña y luminosa?

Pasaron 10 años de ese testimonio y más de cuarenta desde aquellos hechos que nos contaba Rosario Muñoz.

Hoy, en Córdoba, hay cuatro niños que conocieron de cerca lo monstruoso de lo que es capaz un ser humano.

Los cuatro amigos de Blas Correas aprendieron para siempre que la noche es oscura, la calle peligrosa y que las bestias son reales y acechan en cualquier esquina.

Dicen que no hay nada más funcional al sistema que creer que los violentos son monstruos, porque eso los distancia de lo humano; que la única manera de sanar una sociedad violenta es reconocer e identificar lo violento que habita en cada uno de nosotros y - como en una relación simétrica- descubrir al humano que está detrás del violento.

Porque los violentos se parecen a nosotros, conviven con nosotros, tienen familias, cobran un sueldo y quizás son compañeros de tribuna en un partido de futbol o en un recital.

Hay niños con infancias heridas de crueldad .

Nuestra sociedad no ha logrado debilitar nuestra propia violencia y, en el mientras tanto, tampoco ha podido desarrollar ningún mecanismo que separe a los “monstruos” de los niños.