“Este país tiene un problema respecto al empleo”. Cualquiera que haya escuchado esa expresión en algún candidato o candidata en época de elecciones sabe que se trata de uno de los mayores lugares comunes que tiene la discusión sobre el rumbo que debe tomar la Argentina para recomponer la economía. De hecho, uno de los principales debates de la anhelada pospandemia tendrá que ver justamente con la generación de nuevos puestos de trabajo y con cómo revertir el último dato de pobreza que difundió el INDEC, que alcanzó el 42 por ciento para el segundo semestre de 2020. En este contexto, y mientras diversos sectores debaten alrededor de la dicotomía entre planes sociales y trabajo, los movimientos sociales pisan fuerte con una propuesta propia: la Renta Básica Universal (RBU).

Definida por sus ideólogos como “una política de transferencia de ingresos que no tenga intermediaciones ni discrecionalidad”, la RBU es a menudo también llamada “Salario” Básico Universal. Sin embargo, la primera y la última de esas palabras encierran problemas metodológicos: la RBU no necesariamente implicaría una contraprestación laboral –de hecho, en principio no– y tampoco sería universal, sino para una franja social delimitada compuesta por la población con mayores dificultades de inserción en el sistema productivo. De cualquier modo, no es un invento argentino, ni la primera vez que aquí se plantea, aunque la discusión no había escalado nunca tan alto en el Gobierno. Al menos, no al punto de que el ministro de Economía se reúna con referentes para evaluar su viabilidad.

La necesidad de asistir desde el Estado a los sectores vulnerables es evidente. La forma de hacerlo, no tanto. Pese a que dentro del Gobierno hay quienes miran con buenos ojos una eventual aplicación de este ingreso, no son pocos –dentro y fuera de él– quienes se muestran críticos a la medida: la consideran insostenible, creen que no es el momento o, directamente, la ven como un proyecto que atenta contra el plan de crecimiento económico con creación de empleo e inclusión social. Los argumentos de un lado y del otro son muy variados e integran un debate que se inscribe en la puja misma entre capital y trabajo. La pregunta sigue siendo qué hacemos con les excluídes.

El debate                                                                      

En un futuro, cuando la pandemia sea un recuerdo, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) será recordado como aquella política que, sin proponérselo, le puso números al amplio sector de trabajadores/as con empleos no registrados, informales o precarizados. La ayuda económica que inicialmente se pensó para poco menos de 4 millones de personas terminó siendo para casi 9 millones, algo que obligó a dimensionar la importancia de este conjunto de la población económicamente activa que no es reconocida como tal por las estadísticas oficiales. Desde la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP) una cifra aún más alta de beneficiarios de la Renta Básica Universal.

Pese al relativo consenso de que la respuesta a la crisis social no puede esperar, lo primero que sobrevuela es la pregunta por los fondos. Si el proyecto estableciera el número que más o menos espera la UTEP –el monto de un tercio del Salario Mínimo, Vital y Móvil, con un tope máximo en el monto de la canasta básica alimentaria, es decir, algo así como 9 mil pesos mensuales por persona–, la implementación de esta medida equivaldría a triplicar el gasto en programas sociales, a la mitad de lo recaudado en contribuciones y aportes a la seguridad social y a una cuarta parte de los recursos destinados a la misma, que es más de la mitad del presupuesto del Estado nacional.

“Si no debatimos el origen de los fondos estaríamos omitiendo la disputa por la renta. Y no dar este debate mediante el diálogo social institucionalizado significa promover a ciegas la quiebra del Estado. Es importante discutir de dónde salen estos recursos antes que su implementación efectiva”, apunta el abogado laboralista e investigador (CETyD-IDAES) Juan Manuel Ottaviano, para quien aún no están dadas las condiciones para alcanzar un acuerdo sobre el origen de la renta a distribuir.

“Es importante discutir de dónde salen estos recursos antes que su implementación efectiva”.

Itai Hagman, diputado nacional por el Frente de Todos y uno de los principales impulsores de la iniciativa, sostiene que hay distintas maneras de financiarlo, entre ellas “un esquema tributario más progresivo”. Según el economista, las leyes tributarias sancionadas en el último año y medio, sacando por extraordinario al aporte a las grandes fortunas, hicieron que en 2021 se recaudara un punto más del PBI, algo que se podría intentar replicar. “Y después hacer un reordenamiento, porque hay formas de hacer más eficiente el propio gasto que el Estado ya hace”, señala, a la vez que desliza que habría programas sociales existentes –como la Tarjeta Alimentar– que, de aplicarse esta política, se podrían absorber.

Para Hagman, una renta de este tipo se justifica en una doble dimensión. Una coyuntural –la crisis social– y otra estructural: “Aunque como Estado hagas que la economía crezca, seguramente tengas igual un sector que quede excluido del mercado de trabajo formal e informal, y que no sea alcanzado por las políticas de empleo. A ellos hay que llegar”, dice Hagman.

Planes y trabajo

La idea de una renta básica es antigua. Empezó a sonar, aunque en círculos muy reducidos, en el siglo XVIII, y en los cientos de años en que viene discutiéndose ha ganado adeptos y detractores, igual que otras propuestas surgidas al calor de la debacle del Estado de bienestar.

El recordado sociólogo Robert Castel fue uno de los principales teóricos que plantearon reparos a este ingreso. “El fondo teórico de mi objeción a la renta mínima es que introduce la aceptación de una desconexión completa, de la ausencia total de relación entre trabajo y protección. Esto implica el riesgo de que se produzca una formidable regresión también respecto a nuestra concepción de la democracia”, dijo en una de sus últimas entrevistas. Castel entendía que esta medida podría tener “efectos nefastos respecto al trabajo”, como precarizar el empleo mediante el pago de salarios más bajos por parte del empresariado a quienes perciban la renta, entendiendo que la misma funcionaría como un complemento de ese salario.

Por su parte, en el prólogo al libro La Renta Básica. ¿Por qué y para qué? de Daniel Raventós, el economista Guy Standing sostiene lo contrario, al entender que “muchas personas dependen económicamente de otras y, por lo tanto, tienen que ceder a su voluntad, hasta el punto de actuar de una manera que creen que complacerá al otro, incluso si prefieren actuar de otra manera”. Una renta básica, según Standing, “debilita la opresión inherente de esa situación tan extendida”.

En Argentina, quienes se oponen a la medida van mucho más allá de la desconfianza sobre la sustentabilidad que tendrá el Estado para pagarla mientras surfea la ola del Fondo Monetario Internacional. La discusión encuentra aquí un foco en el reavivado debate sobre la cantidad y calidad del empleo, uno de los ejes de la columna vertebral de la desigualdad.

En diversas declaraciones periodísticas, el ministro de Trabajo, Claudio Moroni, ha ido en contra de esta idea. “Viniendo de varios años de pérdida de empleo, no estoy de acuerdo con que el proyecto de un Gobierno sea generar un mecanismo de asistencia y no uno de inclusión a través del trabajo. Eso puede ser correcto para un país con bajas posibilidades de desarrollo de empleo, que no es el caso de Argentina. Nosotros tenemos déficit de vivienda, tierras incultivadas y otro montón de motores de impulsión de trabajo. No me parece plantear que la única solución sea un esquema de asistencia universal”, sentenció.

En contraposición, para Ana Natalucci, directora del Programa de Estudios e Investigaciones de Economía Popular y Tecnologías de Impacto Social de CITRA (Conicet-UMET), hay que cambiar el foco de la discusión porque la disyuntiva planes-trabajo es “falsa”. “Con los indicadores de pobreza que hay hoy –sostiene– queda claro que una cosa es generar trabajo y otra es atender necesidades concretas que son inmediatas”. Consultada por este medio sobre las consecuencias que podría traer una política de este tipo en el mundo del trabajo, la investigadora consideró que no las habría, ya que “lo único que puede tener impacto es una política eficiente para mejorar la calidad del trabajo, y esa es otra discusión”.

Si bien aún no hay un borrador oficial del proyecto de RBU, los movimientos sociales –que sí lo llaman “salario” – se preocupan por distinguir cuidadosamente entre categorías sensibles. La experiencia en torno a la reciente implementación del Registro Nacional de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular les enseñó la importancia de llamar por su nombre a quienes se ganan la vida a través de una pluralidad de actividades bajo el paraguas de la informalidad y que han sabido construir con legitimidad su representación gremial.

Perspectivas

Si bien a nivel mundial hubo piloto en Alemania, Estados Unidos, Uganda, Kenia, España y Países Bajos, ninguna experiencia sería comparable en magnitud a una medida como la que se discute implementar en Argentina en forma permanente. Sin perjuicio de que esta iniciativa finalmente progrese, ya sea en forma parcial para un universo específico o con una cobertura mayor y absorbiendo otros programas, lo cierto es que el debate ya está instalado: organismos como la CEPAL piden abiertamente avanzar hacia un ingreso básico para ayudar a la población más vulnerable a superar los efectos de la pandemia.

Ottaviano, en tanto, plantea una alternativa para encarar el problema de fondo: “El reconocimiento del derecho a la negociación colectiva de pequeños productores y trabajadores por cuenta propia, que no pueden seguir disputando renta con el Estado cuando están asimétricamente condicionados por grandes contratistas o distribuidores con los que hasta ahora no se les permite negociar condiciones de trabajo, precio o distribución de utilidades en las cadenas de valor”.

Queda claro, y más aún tras la derrota del oficialismo en las PASO, que no se puede esperar a que la economía se recupere hasta que todos y todas puedan conseguir un trabajo para tomar medidas. Como afirma Natalucci, “lo que haría la RBU es morigerar una situación de indigencia. No vas a sacar de la situación de pobreza estructural a quienes la reciban, pero por lo menos les garantizás un piso mínimo de condiciones alimentarias, nutricionales y habitacionales”, agrega. También es evidente que la Renta Básica Universal no soluciona la desigualdad de fondo ni los problemas de empleo. Una tasa de desempleo de alrededor del 10% y un tercio de trabajadoras y trabajadores en relación de dependencia no registrados no se solucionan en el corto plazo.

La implementación de esta política no es condición necesaria para avanzar en otras fundamentales de la pospandemia, tales como la ampliación y fortalecimiento de programas vigentes, un mayor impulso a la registración y mejora salarial de las actividades feminizadas, la mejora en la conectividad y la bancarización de los sectores populares y la incorporación de quienes hoy son beneficiarios de los mismos al mundo del trabajo formal, además de su capacidad de negociación. Medidas, todas, que devuelvan al trabajo al centro de la escena.

* Respectivamente: Abogado laboralista y docente / Periodista.