La política y la religión, dos temáticas centrales, que se encuentran enraizadas en cada cultura y territorio, están estrechamente vinculadas por un dispositivo que solidifica y retroalimenta la coexistencia de ambas. En el caso de la política, por ejemplo, cuando votamos a un candidato o a una fórmula presidencial para que lleve las riendas del país, depositamos algo más que una boleta de papel; les concedemos nuestra visión de mundo, nuestras ilusiones y nuestro futuro. En las religiones, si creemos en algún Dios y en su palabra, a veces, no siempre, nos identificamos con potenciales instituciones que se correspondan con los valores que llevamos desde el núcleo familiar. Si esto se produce volcamos nuestra fe en ella, aceptando por añadidura los medios que ofrece para hacernos llegar su prédica. Podría decirse, entonces, que los líderes religiosos y políticos reafirman su discurso a partir de sus fieles. Sus palabras se ramifican y crecen bajo su consentimiento, que trae como resultado su reafirmación en el mando y el otorgamiento tácito de un espacio validado de poder.

La serie argentina El Reino, recientemente estrenada en la plataforma Netflix, basa su argumento en Emilio Vázquez Pena, un líder evangélico, candidato a vicepresidente en nuestro país. Su compañero de fórmula, y quien se presenta como presidente, Armando Badajoz, es un líder empresarial que aterrizó en la política bajo el discurso del éxito y los buenos negocios. De esta manera, la ficción entremezcla a dos referentes que gozan de una cierta credibilidad brindada por sus seguidores, y que se articulan en un producto apetecible para un público desencantado de los políticos de turno, pero que respeta la palabra de Dios y sus supuestas bendiciones en el caminar de la vida. El punto de inflexión que propone la trama se da luego del asesinato de Badajoz, que es ejecutado por la espalda en el acto de cierre de campaña. Tras el hecho, el pastor Vásquez Pena deberá tomar decisiones trascendentales: si continuar en la política, tomando el lugar de quien hubiese sido su compañero, o retirándose de ella para retomar su labor en la iglesia.

Sin embargo, esta producción ofrece al espectador otros condimentos que van más allá de lo anteriormente descripto. Uno de ellos refiere al crimen propiamente dicho, y a los móviles que podrían haber desencadenado el hecho, una incógnita que se mantendrá en vilo para la fiscalía. En el proceso de investigación se evidenciará una serie de descubrimientos espeluznantes y escabrosos, que irán desde innumerables episodios de corrupción dentro de la institución religiosa hasta delitos cometidos contra menores que forman parte del hogar de niños, ésta también a cargo del pastor.

Si bien El Reino reúne un componente bastante utilizado en los productos culturales de los últimos tiempos, tanto a nivel nacional como en otros lugares del mundo, donde reaparece el factor de lo judicial como eje central, agrega recursos originales y pone el foco en las consecuencias que acarrea la devoción y el fanatismo cegado por un líder, cualquiera sea su afición ideológica.

La miniserie, protagonizada por Diego Peretti y Mercedes Morán, destierra el dicho popular que sostiene como premisa no hablar de ciertas cosas por considerarlas incomodas, animándose a desempolvar diálogos y puestas en común acerca de la política y la religión, sobre todo en estos tiempos de decaimiento institucional y sospechas de todo tipo, que provocan la sensación de estar viviendo en el aire y sin bases sólidas para afrontar el porvenir que nos espera.

El ser humano, desde que tiene uso de razón, lleva a cuestas la necesidad de conocer el mundo que le circunda. Por la condición que lo constituye, esto es, de ser un sujeto consciente de sí, se ve en la obligación de familiarizarse con lo externo y lo desconocido, de comprender los fenómenos, de hallar una razón para todo lo que le provoque malestar e incertidumbre. Aquí la religión posee su secreto, porque lo blinda de todo aquello que escapa a la lógica racional. Amparados bajo un paraguas argumentativo, que sostiene la idea y la ilusión de un más allá después de la muerte, las personas caminan, se vinculan y sufren sabiendo de antemano que las desgracias pueden ser obra del destino o de un Dios, que así lo quiso. La característica que nos iguala, la finitud, ese final anunciado de toda vida que nace, desvela y atormenta toda existencia. La mera esperanza que allá, a lo lejos, entre las nubes, se encuentra un todopoderoso nos alivia y, por sobre todas las cosas, nos da un sentido. Sea cual fuera el Dios que las representa, las religiones, a lo largo de los siglos, han subsistido en base a este precepto. La política, de un modo similar, o mejor dicho, los políticos, también intentan jugar este rol aunque con menos trascendencia sobre el pueblo. No obstante, el sistema democrático funciona de tal manera que los votantes elevan el sufragio casi automáticamente y se fuerzan a creer nuevamente en un partido que, a priori, promete un modelo y afirma que lo llevará a cabo en sus funciones. En fin, de política y de religión, en esta época convulsionada y fugaz, sí se dialoga, pero a cuentagotas y con escaso intercambio.