Luego de unos quince meses de pandemia, en la mayoría de los países de América y de Europa hemos acumulado entre 1.500 y 2.200 muertos por cada millón de habitantes. La mortalidad de los adultos ha sido mucho mayor. Así, por ejemplo, en Argentina ha fallecido por Covid-19 uno de cada 92 mayores de 60 años. Sin embargo, no hay una reacción fuerte de la ciudadanía frente a esta tragedia; pareciera que nos hemos acostumbrado a aceptar esta enormidad de muertes.

Entre los factores clave para comprender esta resignación se encuentra la suposición de que no existen alternativas. Pero observemos esta cuestión con más detalle. Ante la llegada del Covid-19 (y la falta de soluciones farmacológicas), las sociedades tuvieron que optar entre tres tipos de estrategias básicas: la primera dejar circular libremente el virus, negando la gravedad de la pandemia, y apostar a lograr cierta “inmunidad de rebaño”. La segunda es restringir la movilidad y las actividades, de modo de minimizar la circulación del virus y conseguir, al menos, “aplanar la curva” de los contagios para que los sistemas de salud no colapsen. La tercera es prohibir drásticamente la movilidad durante un lapso relativamente breve (en torno a las cinco semanas) para detener completamente la circulación comunitaria, asegurar el confinamiento por dos semanas de toda persona que llegase del exterior y detectar las cadenas de contagios, lo que se ha descripto como una estrategia “de eliminación” del virus (1).

La primera estrategia condujo rápidamente a colapsos nacionales o regionales de los sistemas de salud y a una elevadísima cantidad de muertes en la primera ola. Al mismo tiempo, no se logró ninguna “inmunidad de rebaño”. Así, para los primeros días de agosto de 2020, países como Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia, Suecia o Brasil ya tenían en torno a 600 muertos por Covid-19 por cada millón de habitantes (lo que implicó situaciones mucho más dramáticas en algunas de sus regiones). Por lo tanto, estos países se movieron hacia la segunda política, la estrategia de restringir seriamente la movilidad y las actividades para “aplanar la curva”.

Los países que aplicaron tempranamente esta segunda estrategia lograron controlar la difusión inicial del virus y mantener la mortalidad en niveles mucho más bajos. Así, por ejemplo, Argentina y Alemania tenían, respectivamente, 80 y 100 muertos por cada millón de habitantes a comienzos de agosto de 2020; es decir, entre 6 y 10 veces menos fallecidos que los países que habían minimizado el problema. Sin embargo, si bien estas estrategias de “aplanar la curva” evitaron el colapso de los sistemas sanitarios, solo pudieron retrasar los contagios masivos hasta que, finalmente, la mortalidad acumulada resultó también muy alta. Es que, incluso aunque se acceda a las terapias intensivas, la tasa de mortalidad por Covid-19 en ellas es muy elevada (en torno al 35%) (2).

Luego, estas mismas sociedades, posiblemente cansadas de haber mantenido restricciones extensas, reaccionaron de forma mucho más relajada frente a la llegada de una segunda ola. De modo que las tasas de mortalidad acumuladas a lo largo del primer año de pandemia tendieron a igualarse entre los países que adoptaron la segunda estrategia de entrada y aquellos que la aplicaron solo luego del fracaso de políticas menos restrictivas.

Estas similitudes podrían llevar a concluir que realmente no había alternativas, que todas las estrategias conducían a los mismos resultados. Pero no fue así. Un grupo de países aplicó la tercera estrategia, la eliminación de la circulación del virus, y ha logrado resultados destacables en términos de pérdida de vidas humanas: por poner solo algunos ejemplos, en países como Vietnam, Nueva Zelanda o China han fallecido entre 1 y 5 personas por cada millón de habitantes, mientras que unos 30 habitantes por millón fallecieron en Corea del Sur o en Australia.

En la figura 1 se puede observar el éxito de esta tercera estrategia. También se pueden ver las diferencias iniciales y las similitudes actuales de los resultados de los países que comenzaron aplicando la segunda estrategia (restricciones para aplanar la curva) y los que la adoptaron luego de fracasar con la primera. Adicionalmente, se verifica el efecto benéfico que tienen, desde el mes de marzo, las campañas de vacunación en países como Gran Bretaña y Estados Unidos.

En los países en donde se aplicó la estrategia de eliminación del virus el rápido control también posibilitó volver a autorizar la apertura de casi todas las actividades, de modo que sus economías fueron las que menos se resintieron por la pandemia. China y Vietnam registraron un crecimiento de su producto bruto interno de algo más de 2% durante el 2020, y Corea del Sur, Nueva Zelanda y Australia una caída en torno a solo el 1%. En cambio, en los países que implementaron las otras dos estrategias se observan importantes retrocesos: entre el 6 y el 10 % de caída del PBI (3).

Burguesía

La pregunta que se impone a continuación es: ¿por qué no todos los países optaron por estas exitosas estrategias de eliminación de la circulación del virus? Evidentemente, inciden muchos factores. Se ha destacado el perfil de los líderes a cargo de los gobiernos de algunos países (en particular aquellos caracterizados por discursos negacionistas, como Donald Trump o Jair Bolsonaro). También se ha hecho hincapié en las características culturales de algunas sociedades, resistentes a aceptar medidas restrictivas o poco dispuestas a resignar sus formas de vida “normales”. Sin embargo, sabemos que en momentos de crisis, gobernantes y gobernados suelen ser relativamente receptivos a propuestas que en otros momentos no aceptarían fácilmente.

Creo que en la explicación de la estrategia adoptada jugó un papel central la actitud de la clase dominante; en los países capitalistas, la burguesía. Si la burguesía hubiera estimulado cuarentenas drásticas y efectivas, seguramente habría logrado el apoyo de la mayoría de la sociedad. Para ello podría haber puesto en acción toda la capacidad interpelativa de sus intelectuales orgánicos y su enorme control (directo o indirecto, a través de las pautas publicitarias) de los medios de comunicación masivos. Le hubiera resultado relativamente sencillo mostrar los ejemplos exitosos de los países que implementaron estrategias de eliminación del virus. Sin embargo, la mayoría de la burguesía no se comportó de este modo sino que, por el contrario, estimuló el boicot de las medidas de cuidado en las naciones que procuraron mantener bajos los niveles de contagio.

Si la burguesía hubiera estimulado cuarentenas drásticas y efectivas, seguramente habría logrado el apoyo de la mayoría de la sociedad.

La explicación de la conducta de una parte de la burguesía es bastante simple: ha logrado enormes ganancias en el marco de la pandemia gracias a la rápida virtualización de la mayor parte de nuestras vidas. Pero esta ventaja no deja de estar concentrada en un puñado de megaempresas, y su expansión ha sido a costa del resto de la burguesía, en particular en un contexto de retracción económica.

La clave que explica por qué la burguesía no apoyó una estrategia de eliminación del virus se encuentra en que las políticas necesarias para implementarla van a contramano de los elementos centrales que moviliza el neoliberalismo en pos de mantener su dominación. Una dominación que cada vez más se va revistiendo de un carácter no hegemónico, rodeándose de elementos hiper-individualistas, autoritarios, irracionales y de fanatismos vinculados al discurso del odio y la antipolítica (4). Hay, al menos, cinco requisitos de una estrategia de eliminación que contrastan con la ideología y el tipo de subjetividades que el neoliberalismo ha cultivado durante las últimas décadas.

En primer lugar, esta estrategia precisa que el Estado asuma un papel importante, no solo en la organización de la salud pública sino también en el reordenamiento del conjunto de la sociedad, lo que se ubica en las antípodas de la exaltación del individualismo, la meritocracia y la instauración del “mercado” como eje de la asignación de los recursos (5). En segundo lugar, demanda una actitud de paciencia para conseguir resultados, contraria al inmediatismo consumista del neoliberalismo, como agudamente señaló Branko Milanovic (6). En tercer lugar, esta política necesita que los ciudadanos y ciudadanas desarrollen actitudes responsables (que se piensen como soberanos) y no sean meros demandantes de derechos, en tanto consumidores, como lo ha destacado Daniel Feierstein (7). En cuarto lugar, requiere que se compartan y comprendan análisis racionales que sopesen ventajas e inconvenientes de aplicar cuarentenas estrictas, en tanto que una de las claves de la dominación neoliberal actual es incentivar los irracionalismos. Por último, las estrategias de eliminación apelan al cuidado colectivo, a un discurso de unidad, de posponer mis libertades en favor de la salud del conjunto, algo que se opone totalmente al discurso del odio y el egoísmo propios de las interpelaciones neo-fascistas.

Este conjunto de inadecuaciones explica por qué la burguesía no apoyó esta estrategia e, incluso, boicoteó las medidas que se aproximaban a ella. Adicionalmente, también permite comprender cómo importantes sectores de la ciudadanía tuvieron la misma actitud, pues se encuentran subjetivamente ganados por estas interpelaciones neoliberales-autoritarias.

Por otro lado, las posiciones intermedias, que caracterizan a la estrategia que procuró centralmente “aplanar la curva” de los contagios, no contribuyeron a que la ciudadanía tuviera un objetivo claro a alcanzar, más allá de evitar la saturación de los sistemas sanitarios (que, como dijimos, por sí sola no asegura que no se produzcan finalmente altas tasas de mortalidad). Entonces, las presiones mediáticas y políticas lograron que muchos gobiernos, que habían adoptado tempranamente esta segunda estrategia, terminaran aprobando medidas aperturistas. Medidas que una porción de la sociedad asumió como “derechos” por encima de cualquier evaluación de la situación epidemiológica (incluyendo los viajes al exterior, a pesar de que estos, seguramente, iban a introducir las nuevas cepas del virus).

Otro efecto de esta falta de un objetivo claro a lograr fue que a las mayorías que apoyaban la implementación de las políticas de cuidado les costó reconocerse como tales. Así, por ejemplo, a fines de febrero, frente a la inminente llegada de la segunda ola a Argentina, casi dos tercios de la ciudadanía apoyaba la implementación de cuarentenas. Sin embargo, la mitad de quienes tenían esta posición pensaba que casi todos estaban en contra de estas medidas. En cambio, el quinto de la ciudadanía que opinaba que no había que poner ninguna restricción frente a la segunda ola creía que todos estarían de acuerdo con esta actitud. Desde su enorme control de los medios masivos de comunicación, y generando una supuesta “pluralidad” de voces coincidentes en un discurso anti-cuidados, la burguesía y la derecha han convencido a esa minoría intensa de que tiene legitimidad para imponer su mirada. Al mismo tiempo, han logrado que la mayoría favorable a los cuidados no logre auto reconocerse como tal (8).

Todos estos factores se combinaron para dar como resultado una sensación de resignación, incluso en sociedades como la argentina, que no estaba acostumbrada a tolerar altas tasas de mortalidad y que hoy se encuentra anestesiada frente al hecho de que en un solo un mes, y en un país de 45 millones de habitantes, mueran 15.000 personas.