Si bien las políticas neoliberales, tanto en materia económica como social, habían ingresado de la mano de los gobiernos dictatoriales entre mediados de la década de los 70 y mediados de la década de los 80 del siglo pasado, ellas se afianzaron durante el primer y segundo gobierno del ex presidente de la nación Carlos Menem, que tuvieron lugar entre 1989 y 1999.

El menemismo, término que designa a la configuración de elementos discursivos y simbólicos que acompañó las acciones de aquellos gobiernos, se ha caracterizado por la consolidación del modelo neoliberal de gestión estatal, cuyos lineamientos más importantes en el área de política social son la privatización, la  descentralización de los servicios, y la estrategia de focalización en materia de programas sociales de combate a la pobreza. En Argentina, estos postulados se alcanzaron exitosamente en el caso de las reformas a la legislación laboral y la culminación del proceso de descentralización del sistema educativo desde la jurisdicción nacional a las provincias, a excepción de las universidades estatales. Como efecto de la resistencia de sindicatos y algunos actores sociales, el intento de privatización del sistema previsional no logró consolidarse de manera completa como en el caso de otros países, ya que el sistema privatizado de capitalización debió convivir con el sistema estatal de reparto. Asimismo, en el área de la salud pública, se completó la descentralización de hospitales públicos nacionales a la jurisdicción de las provincias y/o municipios, al igual que en el caso de los servicios públicos de educación. Aunque los distintos niveles de la educación pública no fueron privatizados, la lógica privatizadora logró introducirse en la Ley Federal de Educación y en la Ley de Educación Superior. Es más, tanto la educación como la salud pública se fueron deteriorando por efecto de la merma presupuestaria, y pasaron a formar parte de la maquinaria asistencial: las escuelas primarias vieron aumentadas sus funciones como resultado del crecimiento de la pobreza, al igual que los hospitales y centros de salud, atendiendo a pobres estructurales y nuevos pobres, categorías que se acuñaron en la misma época para analizar el creciente empobrecimiento de la población.

Contrariamente a la expectativa del Consenso de Washington, que a fines de la década de 1980 promovía la idea de que el desarrollo económico traería aparejado el bienestar de las poblaciones – conocida como teoría del derrame – a mediados de la década de 1990 ya existían signos alarmantes de desempleo y aumento de la pobreza.  

Estos fueron los primeros efectos sociales visibles de la desregulación del sistema de seguridad social, que diluía una parte importante de la fuerza de integración de las relaciones salariales sostenida hasta entonces por las políticas sociales. En otras palabras, mostraba las consecuencias de la mutación del sistema de protección social argentino: de políticas que protegían las relaciones laborales, a políticas “compensatorias” para contrarrestar los efectos del ajuste en materia económica y social tales como el incremento de la informalidad del empleo, la deserción escolar, y  la reaparición de enfermedades endémicas. Estas políticas “de combate a la pobreza” dirigidas a cubrir la carencia de bienes y servicios básicos – fundamentalmente alimentarios – de los sectores más vulnerables de la población, aumentaron la oferta desarticulada de programas sociales focalizados y el gasto social, paradójicamente a lo que se suponía. Conjuntamente con el desfinanciamiento y el deterioro de la prestación de servicios, ellas contribuyeron a consolidar un imaginario social distorsionado de las políticas sociales que las restringe a planes y programas  “asistencialistas” basados en una concepción estigmatizante de la pobreza.