Es fácil burlarse de las locuras de Donald Trump e indignarse ante la violencia de sus fanáticos. Pero el desencadenamiento de la irracionalidad más pura en el corazón del proceso electoral del país mejor formado para manejar las alternancias del sistema representativo también nos plantea interrogantes sobre el mundo que compartimos con él: un mundo que creíamos que era el del pensamiento racional y la democracia apacible. Y la primera pregunta es, por supuesto: ¿cómo es posible que las personas se empeñen en negar los hechos mejor comprobados, y que se comparta y apoye tan ampliamente este rechazo?

Hay quienes aún se aferran a una vieja salvaguarda: consideran que quienes no quieren reconocer los hechos son ignorantes mal informados o espíritus crédulos engañados por las fake news. Este es el idilio clásico de un pueblo bueno pero sencillo, que es engañado y al que solo hay que enseñarle a informarse sobre los hechos y juzgarlos con un espíritu crítico. Pero ¿cómo creer todavía en esta fábula de la ingenuidad popular cuando vivimos en un mundo donde la información, los medios para verificar la información y los comentarios que “descifran” toda información se encuentran disponibles y en abundancia para todos?.

Hay que invertir entonces el argumento: si las personas rechazan lo evidente, no es porque sean estúpidas, sino para mostrar que son inteligentes. Y la inteligencia, como es bien sabido, consiste en desconfiar de los hechos e interrogarse por el propósito de la enorme masa de datos vertida sobre nosotros cada día. Interrogante cuya respuesta, naturalmente, es que esa masa está diseñada para engañar, ya que lo que se pone a la vista de todos está allí generalmente para encubrir la verdad que tenemos que ser capaces de descubrir oculta bajo la apariencia falaz de los hechos presentados.

La fuerza de esta respuesta radica en que satisface tanto a los más fanáticos como a los más escépticos. Una de las características notables de la extrema derecha actual es el lugar que en ella ocupan las teorías conspirativas y negacionistas. Estas teorías presentan aspectos delirantes, como la teoría de la gran conspiración internacional pedófila. Pero este delirio es en última instancia solo la forma extrema de un tipo de racionalidad que suele valorarse en nuestras sociedades: aquella que exige que interpretemos cada hecho particular como la consecuencia de un orden global, ubicándolo en una secuencia general que lo explique y demuestre finalmente que es muy distinto de lo que parecía.

Sabemos que este principio de explicar todo por el conjunto de sus conexiones también funciona en sentido inverso: siempre es posible negar un hecho invocando la ausencia de un vínculo en la cadena de condiciones que lo hacen posible. Este es el modo, como sabemos, en que ciertos intelectuales marxistas radicales han negado la existencia de las cámaras de gas del nazismo porque era imposible deducir su necesidad de la lógica general del sistema capitalista. Así es como nuevamente en el presente ciertos intelectuales sutiles han interpretado el coronavirus como una fábula inventada por nuestros gobiernos para controlarnos mejor.

La lógica que subyace a las teorías conspirativas y negacionistas no es exclusiva de los espíritus sencillos y los cerebros enfermos. Sus formas extremas son el testimonio del componente de sinrazón y superstición presente en el corazón de la forma de la racionalidad dominante en nuestras sociedades y de los modos de pensamiento que interpretan su funcionamiento. La posibilidad de negarlo todo no es el tipo de “relativismo” cuestionado por las mentes serias que se ven a sí mismas como guardianes de la racionalidad universal. Es una perversión inscripta en la estructura misma de nuestra razón.

Se podría afirmar que, para negarlo todo, no es suficiente con poseer las armas intelectuales, también se necesita la voluntad de hacerlo. Esto es absolutamente cierto. Pero es necesario que examinemos el contenido de esta voluntad, o más bien este afecto, que conduce a creer o no creer.

Es poco probable que los setenta y cinco millones de personas que votaron a Trump sean mentes débiles convencidas por sus discursos y la información falsa que estos transmiten. No creen en el sentido de que toman lo que él dice por cierto. Creen en el sentido de que los hace felices oír lo que oyen: un placer que se puede expresar con un voto cada cuatro o cinco años, pero mucho más simplemente cada día mediante un simple “me gusta”. Y los propagadores de información falsa no son ni personas ingenuas que la consideran verdadera ni cínicos que saben sobre su falsedad. Simplemente son personas que quieren que esto sea así, que quieren ver, pensar, sentir y vivir en la comunidad de sentimiento que tejen estas palabras.

¿Cómo deberíamos entender esta comunidad y este deseo? Aquí es donde se encuentra a la espera otra noción producto de la indolencia satisfecha, la del populismo. En lugar de un pueblo bueno e ingenuo, hace pensar en un pueblo frustrado y envidioso, listo para seguir a quien sepa encarnar sus rencores y señalar su causa.

Trump, se nos dice, es el representante de la penuria y la ira de las comunidades blancas desfavorecidas: aquellos que quedaron atrás en la transformación económica y social; los que perdieron sus empleos con la desindustrialización y sus marcas identitarias con las nuevas formas de vida y cultura; los que se sienten abandonados por elites políticas distantes y despreciados por las elites educadas. Esta canción no es nueva: así es como el desempleo sirvió en la década de 1930 como explicación del nazismo y se usa repetidamente para explicar todo avance de la extrema derecha en nuestros países. ¿Pero cómo podemos creer seriamente que los setenta y cinco millones de votantes de Trump se ajustan a este perfil de víctimas de la crisis, el desempleo y la pérdida de oportunidades? Es necesario entonces abandonar la segunda salvaguarda del confort intelectual, la figura tradicional de un pueblo que cumple el rol de actor irracional: un pueblo frustrado y bruto que es la contraparte del pueblo bueno e ingenuo.

En términos más profundos, es necesario poner en cuestión esta forma de racionalidad pseudoacadémica que busca convertir las formas políticas de expresión del sujeto-pueblo en rasgos pertenecientes a un estrato social u otro en ascenso o declive. Un pueblo político no es la expresión de un pueblo sociológico preexistente. Es una creación específica: el producto de una serie de instituciones, procedimientos y formas de acción, pero también de palabras, frases, imágenes y representaciones que no expresan los sentimientos del pueblo sino que crean un pueblo particular mediante la creación de un régimen específico de afectos.

El pueblo de Trump no es la manifestación de estratos sociales en una situación difícil en busca de un protector. Es, ante todo, un pueblo que es el producto de una institución específica en la cual muchos se empeñan en ver la expresión suprema de la democracia: aquella que establece una relación inmediata y recíproca entre un individuo considerado para encarnar el poder de todos y un colectivo de individuos que se reconocen en él. También es un pueblo construido por una forma particular de alocución, el discurso personalizado hecho posible por las nuevas tecnologías de la comunicación, donde el líder se comunica cada día con todos y cada uno, tanto como hombre público como privado, sirviéndose de las mismas formas de comunicación que permiten a todos y cada uno expresar diariamente lo que tienen en su mente o su corazón.

Se trata, finalmente, de un pueblo construido por el sistema específico de afectos que Donald Trump ha mantenido a través de este sistema de comunicación: un sistema de afectos que no se dirige a ninguna clase en particular y que no se sirve de la frustración sino, por el contrario, de la satisfacción con la propia condición, no de un sentimiento de desigualdad a ser reparado, sino de un sentimiento de privilegio a ser mantenido contra todos aquellos que querrían atacarlo.

Se trata de un pueblo construido por el sistema específico de afectos que Donald Trump ha mantenido a través de este sistema de comunicación: un sistema de afectos que no se dirige a ninguna clase en particular y que no se sirve de la frustración sino, por el contrario (…) de un sentimiento de privilegio a ser mantenido contra todos aquellos que querrían atacarlo.

No hay nada misterioso en la pasión a la que apela Trump, es la pasión por la desigualdad, la pasión que permite tanto a ricos como pobres hallar una multitud de personas inferiores sobre las que deben mantener a cualquier precio su superioridad. De hecho, siempre hay una superioridad en la que se puede participar: la superioridad de los hombres sobre las mujeres, la de las mujeres blancas sobre las mujeres de color, la de los trabajadores sobre los desempleados, la de quienes trabajan en las ocupaciones del futuro sobre los otros, la de quienes tienen buenas coberturas de seguro sobre quienes dependen de la ayuda pública, la de los nativos sobre los migrantes, la de los nacionales sobre los extranjeros y la de los ciudadanos de la madre patria de la democracia sobre el resto de la humanidad.

La presencia lado a lado, en un Congreso ocupado por matones trumpistas, de la bandera de los trece estados fundadores y de la bandera del sur esclavista ilustra muy bien este montaje singular que hace de la igualdad una prueba suprema de la desigualdad y de la “búsqueda de la felicidad” un afecto odioso. Pero el ethos de una nación particular no puede corresponder ni a esta identificación del poder de todos con una colección innumerable de superioridades y odios, ni con un estrato social en particular. Sabemos el papel desempeñado en Francia por la oposición entre una “Francia que trabaja duro” y una “Francia de parásitos”, entre quienes avanzan hacia el futuro y quienes permanecen dependientes de sistemas arcaicos de protección social, o entre ciudadanos del país de la Ilustración y los derechos humanos y las poblaciones atrasadas y fanáticas que amenazan su integridad. Y podemos ver todos los días en internet el odio a cualquier forma de igualdad que se repite hasta la saciedad en los comentarios de los lectores de los periódicos.

Así como la negación obcecada no es la marca de las mentes atrasadas sino una variedad de la racionalidad dominante, la cultura del odio no es el producto de los estratos sociales desfavorecidos sino del funcionamiento de nuestras instituciones. Es un modo de hacer-pueblo, un modo de crear un pueblo que pertenezca a la lógica de la desigualdad. Hace casi doscientos años, Joseph Jacotot, pensador de la emancipación intelectual, demostró cómo la locura antigualitaria era la base de una sociedad en la que todo inferior podía hallar a alguien inferior a él y disfrutar de su superioridad. Solo hace un cuarto de siglo sugerí, por mi parte, que la identificación de la democracia con el consenso producía, en lugar del pueblo declarado arcaico de la división social, un pueblo mucho más arcaico, basado exclusivamente en los afectos del odio y la exclusión.

En lugar del confort de la indignación o el menosprecio, los acontecimientos que marcaron el fin de la presidencia de Donald Trump deberían conducirnos a examinar más de cerca las formas de pensamiento que llamamos racionales y las formas de comunidad que llamamos democráticas.

Este artículo fue publicado como “Les fous et les sages – réflexions sur la fin de la présidence Trump” el 14 de enero de 2021, en AOC y se reproduce gracias a la autorización del autor.