Algo me llamó siempre la atención. Prueben viajar a cualquier país: siempre van a encontrar a un montón de argentinos y argentinas viajando de rascas o buscavidas. Los peruanos, los chilenos, los brasileños, los paraguayos, son una excepción. Lo que hay, lo que sobra, son argentinos. ¿Por qué la gente de acá viaja aunque no tenga un mango? Porque sienten que tienen el derecho, que a ellos también les corresponde esa porción en la repartija de goce. ¿Por qué a los habitantes de otros países no les pasa lo mismo? A ninguno de ellos lo atravesó el peronismo, que logró implantar en la conciencia colectiva popular –proletaria, trabajadora, laburante- una pregunta: ¿Y por qué yo no? Esa llamada a la reflexión resulta en un orgulloso clamor por derechos a diversas cosas. Ya sea a viajar, a tener un salario digno, al aguinaldo, a votar o a ser el mejor futbolista del mundo. Esa masa de trabajadores empoderados preguntándose ‘¿y por qué nosotros no?’ es el huevo de la creación de condiciones de posibilidad del ascenso social. Y también genera un magma donde se cocinan ídolos, mitos y personalidades inabarcables (el Che, Evita, el Papa, Piazzolla y una larga lista de etcéteras).

Hubo uno de nosotros que respondió a esa pregunta mejor que ninguno: se llamó Diego Armando Maradona y la eternidad lo conocerá por su primer nombre precedido por el artículo: el Diego. Nadie pregunta qué Diego cuando alguien dice el Diego. El Diego siempre se sintió con derecho, como buen argentino, a ser el mejor jugador de fútbol de la historia, a salir campeón del mundo, etc. Nació en los barros de Villa Fiorito, culo del mundo, y desde ese, su mundo ordinario, emprendió el viaje del héroe que postulaba Campbell pero en una versión vernácula, conurbana, cocainómana, exagerada. Versión argentina, digamos. Un viaje que iba a convertir a Maradona en el mito fundante de una religión: la fe de la argentinidad.

Si el sur representa simbólicamente –por imposición de los nortes- una suerte de abajo, de postergación, pensemos esto: en el continente más al sur del mundo, en el margen sur de la capital del país más al sur, nació Diego Armando Maradona. Llevó el sur como un destino del corazón y fue del sur como los aires del bandoneón (qué temazo).

Su viejo, Don Diego, era un trabajador argentino: se partía el lomo en Tritumol, una molienda de huesos, para darle de comer a ocho hijos. Deberían haber hecho un molde con la cara de Don Diego. El molde de hacer laburantes. La piel curtida, la mirada mansa, cansada, los ojos chiquitos y a los costados unas arrugas que parecían los cauces de los ríos de Esquina donde había sido lanchero antes de dejar Corrientes y aventurarse a Fiorito. Era el monumento al Descamisado de carne y hueso. Su vieja, Doña Tota, mujer argentina que hacía lo que podía: estiraba cristianamente los panes y los mates cocidos y las esporádicas milanesas de principio de mes y se agarraba la panza en la escena teatral que con el tiempo su hijo inmortalizaría como anécdota de infancia. Se llamaba Dalma Salvadora Franco, y era franca y salvadora. La casa humilde, el barrio pobre, la vida en los márgenes, el sueño del ascenso social, y los Maradona, Ingalls sudacas, componiendo la foto perfecta de la narrativa peronista. El ejemplo inmaculado de la clase a la que el peronismo había venido a reivindicar, un cuadro de la Argentina de mitad de siglo. “Quiero al sur, su buena gente, su dignidad”, decía Pino Solanas en su letra de “Vuelvo al sur”. Si no hablaba de los Maradona, pega en el palo.

En esa narrativa tan argenta, Diego fue m’ijo el dotor. Solo que sin diplomas. Fue la exageración, la forma barroca del ascenso social que el peronismo proponía y con el que las familias como los Maradona soñaban. Una escena inundada de ternura kitsch resume todo. Acaba de terminar el partido contra Inglaterra del Mundial 86 y Maradona habla por radio con su mamá. Él le dice ‘mamma’ a ella y ella –esto es FASCINANTE- le dice ‘mamita’ a él.


-    Hola mamita…
-    ¿Cómo estás, mamma?
-    Mi vida…
-    Te quiero mucho, mamma.
-    Yo también, mi amor, andá a descansar, m’hijo, que me hiciste la madre más feliz del mundo hoy.
-    Yo juego para vos, mamá.

Unas líneas que podrían haber estado en el guión de “Esperando la carroza”
A medida que creció, Diego fue levantando más el mentón y haciéndose más la pregunta: ¿Y por qué yo, que nací en Fiorito, pobre y descalzo, no puedo? Y entonces jugó en Boca, se fue a Europa, ganó millones, perdió millones, los volvió a ganar, los volvió a perder, se quejó del calor de México ’86, de la imposición de los horarios televisivos y de la explotación a sus colegas, salió campeón del mundo, tomó cocaína, falopa, merca, mucha, sin parar, tuvo una Ferrari, la hizo pintar de negro y la quiso devolver porque no tenía estéreo, entró con un camión en pleno Barrio Parque, meca de la chetada porteña, les disparó con un aire comprimido a unos periodistas, se subió a un tren y le torció el brazo al presidente del país más poderoso del mundo. Les hizo a los napolitanos la misma pregunta que el peronismo le había hecho a él: ¿Por qué ustedes no? Y los hizo campeones. Llegó a la cima del mundo, y saltó al vacío. Hizo todo, todo, todo, sin dejar de ser un cabecita negra, un morocho mersa de Villa Fiorito. Una clase social, un país y todo su siglo XX cupieron en un metro sesenta y cinco.

Pasaron 60 años. A Azamor 523, Villa Fiorito, casa natal de Diego Maradona, llegó el asfalto. Pero a una cuadra y media se sigue inundando con el agua que antes inundaba las calles de tierra y sigue teniendo el mismo olor a mierda que en 1960. Los dolores que nos quedan, Argentinita. El sueño de la movilidad social ascendente hace unos años que ya no pasa por esos bordes conurbanos.
 

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La estructura narrativa de su vida hace de Maradona el gran héroe argentino. Nuestro monomito. Y como el héroe de Campbell, Maradona terminó volviendo a su mundo originario. Volvió al sur. Con años y andanzas al hombro. Con sus críticos, es cierto. Porque un héroe también tiene que tener enemigos. No conozco a ninguno de ellos que haya pasado más de un día con la panza vacía. “Me gusta ser Diego, Pelusa, Maradona, hijo de puta, bueno, normal, ignorante, me gusta ser como soy”, dijo en modo frenético. Los que nos sentimos maradoneanos lo amamos así: más como persona que como jugador. No porque no tengamos nada que criticarle sino porque con todas esas cosas sigue siendo nuestro héroe. Y en todos los sures del mundo, donde hay que pelearle a alguna desigualdad, los estandartes van a la batalla con su cara.

Hoy, según su documento y contra la profundísima densidad de su vida, Maradona hubiera cumplido 61 años y es el primer 30 de octubre sin él acá. Un concepto se les atribuye a los griegos, que sabían de héroes y también de muertes: morimos dos veces, una cuando dejamos de respirar y otra cuando alguien pronuncia nuestro nombre por última vez. En esa dirección dice –mejor- Homero Manzi mientras escribe esperando su propia e inminente partida:

Sé que mi nombre sonará en oídos queridos / Con la perfección de una imagen / Y también sé que a veces dejará de ser un nombre / Y será sólo un par de palabras sin sentido

Quizás nunca nadie pronuncie su nombre por última vez y quizás Diego Maradona sea el par de palabras que ascendieron del barro argentino para vencer al tiempo y al olvido.