Néstor Kirchner es recordado al cumplirse diez años de su muerte como se recuerdan a las grandes figuras de la historia de un país. Por eso mismo, no existe en la memoria un sólo Néstor, sino varios; hay al menos uno por cada persona que lo recuerda. Las grandes figuras históricas son prismáticas por definición. Tienen múltiples caras y aristas. Su recuerdo y su legado es inabarcable en su totalidad y cada uno de nosotros se construye su propia evaluación personal en función de algunas facetas, las que más nos han impactado, pero nunca en su totalidad. Los presidentes pequeños son mucho más planos, más simples. No hay varios Fernando de la Rúa: lo que dicen los que rescatan su figura no es tan diferente de lo que argumentan sus detractores. “Quiso algunas cosas, pero no pudo ninguna”. Sí existen, sin embargo, muchos Alfonsín. ¿Hay muchos Macri? Lo sabremos en algunos años.

Néstor Kirchner, por el contrario, ha ascendido a la categoría de figura mitológica. (No son muchos los presidentes argentinos que la gente se tatúa en la piel, después de todo). Esta construcción de una imagen idealizada de Kirchner es, como toda construcción mítica, una reelaboración del pasado a la luz de las necesidades del presente. Todo mito es una combinación de cuestiones que no podemos sino recordar y otras que hemos olvidado, acaso sin saberlo; por eso mismo, los mitos no son nunca ni totalmente verdaderos, ni totalmente falsos. Los mitos son objeto de disputa política: que se sedimenta, que se discute, que se celebra.

Todos los Néstor, el Néstor propio

¿Quién fue Néstor Kirchner? Fue el presidente que asumió sin haber ganado, por el abandono de Carlos Menem. El que puso a la Argentina de pie luego de la peor crisis en la historia (¡hasta la de ahora!). El que se peleó con Duhalde, y le ganó. El aliado de Lula y del Frente Amplio, y también de Chávez, Morales y Correa. El que volvió a impulsar los juicios contra los represores de la última dictadura. El que nombró a la mejor Corte Suprema en décadas. El que pidió perdón en la ESMA. El que reformó el Código Penal según las recomendaciones de Juan Carlos Blumberg. El que decidió no competir por su reelección y se alió con Julio Cóbos, sólo para ver como éste lo abandonaba en la peor crisis política del primer gobierno de su esposa. El que dijo “¿Qué te pasa Clarín, estás nervioso?”, poniendo en palabras un antagonismo que no se ha resuelto hasta el día de hoy. El que fue en la cabeza de la lista de Diputados de la provincia de Buenos Aires en 2009 y perdió con De Narváez. ¡Perdió! ¡Con De Narváez! El que murió súbitamente un día en que estábamos todos esperando al censista y fue llorado por su pueblo durante tres días en las calles. El marido y socio político de Cristina Fernández, a quien siempre trató en público como una igual política. El que, dicen, retaba mucho a la gente con la cual trabajaba. El que hizo un culto de visitar barrios y territorios y de mostrarse accesible, pero que siempre mantuvo su vida privada casi totalmente oculta.

¿Quién sabe, en definitiva, quién fue Néstor Kirchner? Sólo lo saben sus familiares íntimos, y tal vez ni siquiera ellos. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se ha construido un Néstor propio en esta década que pasó desde su muerte.

Cuatro momentos al borde del precipicio

En particular, creo que se ha construido en estos últimos años un mito de Néstor Kirchner como un hombre que nunca se equivocó, como un savant político que supo en cada momento cual era “la jugada” política para ganar. Esta imagen se combina con otra de su presidencia como una sucesión de éxitos, de gambitos imparables, uno tras otro. Amparados en esta imagen aparecen discursos críticos para con el gobierno de Alberto Fernández, al que muchos (en su mayoría aliados) le demandan “ser como Néstor” o “hacer como Néstor”. Creo que, más que exigirle una cuestión de estilo, o una coalición, o ciertas políticas, se le pide una sensación. Una sensación de invencibilidad, una garantía de que la historia saldrá bien, de que siempre se sabrá qué hacer. En definitiva, lo que se le pide es antes que nada que les haga sentir como en los momentos más exitosos del primer gobierno kirchnerista.

No es mi intención hacer revisionismo histórico. Pocas cosas hay más perezosas que prometer conocimiento verdadero sobre las “mentiras” de la historia. No es el objetivo de esta nota develar “la verdadera historia del kirchnerismo”. Sólo advertir que si se transforma a Néstor Kirchner en una especie de savant político que siempre hizo todo bien y nunca se equivocó, se lo empequeñece. Los cuatro años de su presidencia fueron un período de tremenda incertidumbre, en el cual Néstor y Cristina Kirchner tuvieron que tomar decisiones en un contexto de pocos aliados y muchos adversarios, y donde la catástrofe parecía estar a la vuelta de la esquina. Tal vez el mejor homenaje que se le puede hacer a Néstor Kirchner es recordar cuán cercano estaba el precipicio cada día de su gobierno. Con este espíritu, me gustaría rescatar cuatro momentos en los cuáles el gobierno de Kirchner pareció estar a punto de entrar en una crisis de gobernabilidad extrema.

El primero se dio sólo tres días luego de su asunción, cuando Néstor Kirchner relevó al entonces jefe del ejército, general Brinzoni y a la mayoría de los generales de alto rango. Esto inauguró fuertes tensiones con oficiales retirados y en actividad, que se mantuvieron por al menos tres años. La respuesta de Néstor Kirchner a los murmullos y los trascendidos fue redoblar la apuesta. El 24 de marzo de 2004 asistió a un acto protocolar en el Colegio Militar de El Palomar y allí ordenó al jefe del Ejército nombrado por él, el general Bendini, que retirara los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone. Este gesto, que hoy es un puntal identitario del imaginario militante kirchnerista, tuvo muchEs detractores en su momento: ¿no había sido tal vez una falta de respeto ordenar al jefe del Ejército que lo bajara personalmente? ¿No debía haberlo hecho un edecán o en privado? En mayo del 2004 Horacio Verbitsky relató cómo oficiales en actividad cabildeaban con los radicales Horacio Jaunarena y Enrique Nosigilia. En los meses siguientes, Kirchner echó al obispo castrense Baseotto y a varios oficiales que realizaron declaraciones críticas contra la política de derechos humanos del nuevo gobierno; entre ellos, al marido de Cecilia Pando. Uno tal vez se ha olvidado, pero Kirchner pronunció el famoso discurso en el cual dijo “no tengo miedo, ni les tengo miedo” a una tribuna compuesta por oficiales del Ejército en 2006, tres años después de haber asumido. En síntesis, la “cuestión militar” no fue una cuestión que se solucionó repentinamente y de buenas a primeras, sino un tema que requirió tres años de ardua muñeca política y conflicto.

El segundo momento que me gustaría recordar fue el de las marchas convocadas por Juan Carlos Blumberg para demandar una serie de reformas punitivistas al Código Penal. Blumberg estaba motivado por el secuestro y asesinato de su hijo Axel, parte de una ola de secuestros extorsivos realizados por bandas con lazos con las policías en los años inmediatamente posteriores a la crisis de 2001. Estas marchas, donde confluyeron otras víctimas de la inseguridadm con figuras como el rabino Bergman, terminaron impulsando a Néstor Kirchner a apoyar las reformas pedidas en el Congreso, aun cuando iban en la dirección contraria a la del gobierno en la cuestión de los derechos humanos y cuando los juristas alertaban que cambiaban la proporcionalidad de ciertas penas. Esta imagen no pertenece al mito del Néstor inconmovible: antes bien, Kirchner siempre supo retroceder o aceptar cuando la opinión pública iba en otra dirección.

El tercer episodio ha quedado hoy totalmente olvidado, pero en su momento fue conmocionante. El 16 de julio de 2004 grupos piqueteros, militantes sociales y agrupaciones de personas trans y travestis reaccionaron a la aprobación del Código de Contravenciones de la Ciudad de Buenos Aires atacando la puerta de la Legislatura porteña y prendiéndola fuego. Los incidentes causaron temor en sectores sociales de la ciudad que vivían el activismo piquetero como una amenaza. Varias figuras de la opinión pública le exigieron al Presidente mano dura y alertaron que el gobierno podía caer en una insurrección generalizada. Eso no pasó, y el gobierno inició un proceso de años de negociación e integración de las organizaciones piqueteras.

Finalmente, hay que recordar que el cierre del año 2004 fue nada más y nada menos que el incendio de República Cromañón. En el fuego murieron 194 jóvenes. La evidencia de que este desenlace fatal había sido resultado de una concatenación de decisiones negligentes o directamente criminales por parte del dueño del local, Omar Chabán, de la banda Callejeros, y de los órganos de inspección y control del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desató una fuerte reacción política, con marchas de cientos de miles de personas, misas en la Catedral metropolitana y finalmente la remoción mediante juicio político del entonces jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra, que era además aliado de los Kirchner. Incluso Kirchner fue criticado por una supuesta tardanza en recibir a las familias de los chicos muertos, y por su apoyo inicial a Aníbal Ibarra. Finalmente, luego del juicio político a Ibarra y de los juicios a los responsables, el tema salió de las tapas de los diarios, pero ese fue el inicio del desembarco del PRO en la ciudad y, más tarde, en la presidencia.

Estos fueron sólo cuatro ejemplos, pero podrían sumarse más. Mi intención al recuperarlos es reflexionar acerca de cómo el segundo año de la gestión de gobierno de Néstor Kirchner no fue un oasis de estabilidad en el cual se logró un éxito tras otro, sino una sucesión de crisis en las cuáles parecía que el gobierno se acercaba peligrosamente al abismo. Existieron muchos momentos en que los argentinos miramos la televisión, ansiosos, sin saber qué pasaría el día siguiente, y con el antecedente del 2001 todavía muy fresco. Eso sin mencionar la crisis económica, el desempleo de dos cifras, la Argentina en default, la negociación tirante con el FMI o los conflictos con la Corte Suprema y con su mentor político, Eduardo Duhalde.

Cuatro años de vértigo

Como dije, no es mi intención empequeñecer el recuerdo de Néstor Kirchner. Al contrario, creo que al contextualizar su gobierno en una tremenda incertidumbre diaria se engrandece aún más su capacidad de inventar, aceptar y corregir los errores (que los hubo) y simplemente seguir adelante. La mayor virtud política de Néstor Kirchner no fue saber siempre exactamente cuál era el movimiento ganador, sino aceptar que no hay un único movimiento ganador, que la derrota siempre está por delante, que nada está garantizado y que el rol de la política y del político es tomar decisiones en el día a día. Se puede fallar, se puede vencer, se puede corregir y se puede retroceder; la cuestión es continuar otro día más, y otro, y otro. Más que una rigidez ideológica imposible de demostrar y casi mártir, Kirchner gobernaba cada día con los problemas que se presentaban y los recursos disponibles. Con inmenso coraje, es cierto, y aceptando el costo de los conflictos, pero también anclado siempre en el día a día.

Para finalizar, dije al principio que cada persona se construye su propio Néstor Kirchner, de acuerdo a lo que recuerda y olvida, sabiendo que ambas acciones no dependen de nuestra voluntad. El Néstor Kirchner que se construyó mi generación (nací en 1973) está teñido de nuestra experiencia como sujetos de tres derrotas. La derrota del proyecto alfonsinista, que nos regaló una hermosa primavera democrática como inicio de nuestra adolescencia y una hiperinflación como puerta de entrada a nuestra juventud. La derrota del menemismo y la larga década de los noventa, en donde las perspectivas de una construcción igualitaria parecían siempre ocluidas por la universalización del consenso neoliberal, tan aceptado aún por sus críticos. La derrota del proyecto de la Alianza, un gobierno que prometió pocas cosas y no pudo ni siquiera cumplir con ellas. Néstor Kirchner fue el primer gobierno de nuestras vidas en donde sentimos que la política no tenía un resultado prefijado de antemano. En donde a veces (no siempre) era posible sacudir el marco de lo que durante doce años había sido lo normal, lo posible y lo adecuado.

Lo que Néstor Kirchner le prometió a la sociedad argentina durante sus cuatro años de gobierno no fue la garantía del éxito, sino el vértigo de las decisiones tomadas, aun sabiendo que tenían final abierto y el éxito no estaba garantizado.

Por eso extrañamos a Néstor. Pero Néstor Kirchner, aún dentro de su multiplicidad prismática en el recuerdo, era uno sólo. Y ya no está. Nadie puede ni debe intentar imitarlo, y la nostalgia es una pasión política singularmente improductiva. Sólo queda la acción, y la incertidumbre, y el futuro por construir. Y ese será el mejor homenaje.

*Politóloga. Su último libro es ¿Por qué funciona el populismo?, Siglo XXI Editores, 2020.