En el año 2013 las elecciones legislativas de la provincia de Buenos Aires presentaban un panorama difícil para el oficialismo. Resulta que el Kirchnerismo es el atleta olímpico más eficiente en la disciplina de perder elecciones de medio término. La última vez que el propio Néstor Kirchner en vida pulseó el sufragio lo hizo con una derrota devastadora, fue con un tal De Narváez, de quien hoy no queda estela. Perdón, me entusiasmo y no me quiero desviar. Vuelvo.

En la vida hay que elegir. Una sentencia. Ese, sin medias tintas, fue el título de la campaña que encabezo Cristina Kirchner para legitimar exponiendo – sobre todo- acciones de gobierno vinculadas a la conquista de derechos sociales a Martin Insaurralde en las legislativas del año 2013. El leit motiv me fascinó. Era una síntesis.

La angustia antecede y se constituye en la posibilidad de elegir. El hecho de saber que somos potencia y debemos optar y en tanto resignar, es decir perder, suele ser un living cómodo para el desconsuelo. En la vida hay que elegir. Quien cometió inicialmente el acto de arrojo al servicio público desde la maltratada vocación política, tiene por obligación, de inmediato, que reconocerse como un actor de decisiones. Sobre todo, en aquellas que involucran bienes conculcados de carácter irreversible. En el caso de lo sometido a votación esta semana, nada menos que la propia vida. El bien jurídico de mayor espesor.

Hoy la expectativa de vida de una chica trans es de 35 años. Un poco menos de la mitad que el promedio de los argentinos. Me atengo a los datos oficiales.

Vuelvo. La abstención en este caso resuena y retumba en los corredores del pensamiento y el eco parece sonar a desinterés. 

Me pregunto cómo podemos abstenernos a la otredad. Invito a la reflexión de la dirigencia que en este caso entendió que la ley de cupo trans no ameritaba definición. En la vida hay que elegir.