La muerte de Facundo Molares fue tan absurda e injusta como innecesaria, porque ocurrió en el curso de una manifestación que desde el punto de vista técnico-operativo-policial no tendría que haber generado ningún tipo de novedad. Entre tantos interrogantes, lo que surge con fuerza es que el mal accionar policial tuvo directa incidencia sobre la muerte. Una muerte que con el correr de las horas tiene cada vez menos de dudosa, y todo indica se transformará en la investigación de un homicidio.

Pero independientemente de lo judicial, que sabemos puede tener muchos caminos, la muerte de Molares se ha transformado en un hecho de dimensiones políticas cuyas consecuencias son aún difíciles de prever, aunque existe la certeza de que su nombre, socialmente, ya está inscripto en la larga lista de víctimas de violencia institucional de nuestro país.

Hace pocos días me consultaban sobre uso de armas menos letales o de letalidad reducida, y sobre capacitación en materia de policía de proximidad. En el marco de esa consulta, un académico con amplia trayectoria en materia de seguridad, me comentó que recientemente había visitado el Instituto de Formación de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, y que luego de un contacto con sus autoridades y de observar sus cursos de formación, lo consideraba un modelo de capacitación policial a seguir.

Respondí que coincidía en parte. Porque jamás discutiría que ese instituto tiene medios que tal vez pocos centros de formación policial del país pueda disponer, recursos que se lograron no solo gracias a méritos propios, sino también como fruto de una desigual distribución de la coparticipación federal.

Pero dejando esas cuestiones de lado, en absoluto coincidía en que era un modelo de formación policial a seguir. Y mucho menos en lo que respecta a policía de proximidad o comunitaria, que es uno de los mayores desafíos actuales en materia de seguridad.

Y es que en varias oportunidades he tenido la posibilidad de tomar contacto con personas que han pasado por ese centro de formación y noté en casi todas o en todas ellas, una llamativa constante: en lo discursivo, peligrosamente naturalizan una serie de “categorías sociales” que consideran absolutamente indiscutibles, casi como si se tratara de un dogma religioso o de una verdad sagrada. “Categorías sociales” que plantean y proponen como objetivo central, a un “otro”, al que caracterizan y nominan con descripciones genéricas, pero cargadas de valor y sentido claramente peyorativo: “piqueteros”, “manifestantes”, o “planeros que cortan calles” (sic) seguido de un largo etcétera.

Como formadores de policías, y con mucha más razón si se trata de capacitar operadores de seguridad comunitaria, sostener y tolerar de manera acrítica ese universo de ideas y esas categorías sociales, implica perder completamente el rumbo sobre cuál es la verdadera función policial. Y además, preanuncia un total fracaso en lo que respecta a un eventual despliegue de policía de proximidad.

Porque ese (peligroso) discurso no se detiene en las personas “caracterizadas”, sino que habilita y promueve a construir muchos “otros peligrosos”, que se derivan o emparentan con la imagen que adquirimos, imaginamos, o nos implantan, de lo que son, por ejemplo, “piqueteros”, “manifestantes” o “planeros”. Y en esa conceptualización ingresan las personas empobrecidas —que hoy integran una proporción importantísima de argentinas y argentinos, entre los que se encuentran, paradójicamente, los y las policías y sus familias— militantes sociales, trabajadores que reclaman sus derechos, personas con orientaciones sexuales diversas o no ortodoxas, militantes progresistas o de izquierda; personas jóvenes con nuevas miradas, y una larga, interminable lista de personas, que en realidad no es que respondan a un fenotipo único, sino que no forman parte de un modo de ser que un en cierto momento histórico, se establece como “normal” y “aceptado”.

Habilitar, promover o simplemente permitir estos discursos en institutos de formación policial, constituye un error político enorme. Porque claramente son discursos que promueven prácticas de abierta discriminación, que tarde o temprano se materializan en hechos de violencia política e institucional; y que al final del camino, siempre terminan generando inmensos costos políticos.

Si esto se permite y fomenta en la formación de cuerpos e instituciones policiales, y no se actúa contra ellos de manera activa, las personas que reciben esa capacitación se forman en modelos que lejos de prepararse para conjurar delitos, o a la par de ello, se especializan en perseguir fenotipos, es decir, modos de ser externos de las personas y no acciones que transgredan la ley.

Por esa razón, todo lo que sea “distinto” a lo que se nos enseña o instala como un modelo de lo “normal” pasa a ser sospechoso o un posible objetivo. Tomando las categorías diseñadas por Norbert Elias y John Scotson, todos aquellos que no encajan en los que consideramos como “establecidos” pasan casi de manera automática a ser “marginados”, y por tanto, en el caso que analizamos, se transforman en objetivos del accionar policial, per se.

Estas miradas completamente discriminatorias y que generan enormes distorsiones y víctimas en la práctica policial cotidiana, se construyen discursivamente en muchas academias policiales.

Pero esto es algo que no tiene tanta difusión y que solo conocen las personas que han pasado por esas instituciones totales a decir de Erving Goffman; o que han estado relacionados de algún modo al mundo de la formación policial. Más allá de que esta realidad nunca es del todo aceptada o públicamente reconocida por los responsables de esas instituciones, esa carga de preconceptos tiene un modo de exteriorización que se repite una y otra vez, en las prácticas y en los discursos policiales. Y de ahí la importancia de su estudio y seguimiento.

Justamente, la muerte de Molares ocurrida en el centro simbólico de la República Argentina —el lugar con mayor cantidad de cámaras de alta definición de todo el país, que permitieron como nunca antes, tener vistas de todos los ángulos posibles de lo que la violencia institucional es— constituye una muestra clarísima e indubitable de esa doctrina que internaliza la intolerancia institucionalizada en las personas uniformadas.

La falta de necesidad en el proceder del accionar policial que todos pudimos ver, resulta elocuente: un puñado de personas que ni siquiera estaban cortando una calle, rodeados por un grupo de policías que los superaban varias veces en número, y que por esa misma razón, casi no necesitaban acudir a la fuerza pública. Lejos de administrar correctamente la situación, los policías actuaron de un modo que llevó a exacerbar innecesariamente los ánimos. Solo esa formación a la que hacemos referencia, tan cargada de preconceptos, explica semejante desatino.

Peor aún, luego de ocurrido el hecho, las explicaciones y argumentos sobre el pasado del manifestante muerto, lejos de constituir una “causa de justificación” que “legitima” de algún modo lo sucedido, constituye un discurso que pone en evidencia la existencia de esos otros discursos aprehendidos, tan absurdos como injustos. Porque en el fondo, pasan a tener el mismo sentido y la misma intencionalidad de aquellos que años no tan lejos de este presente, hacían referencia a la “pollera corta” de las mujeres que eran víctimas de abusos, como un modo de dar cuenta y justificar lo que habían padecido.

En solo dos días, y más allá de convenientes excusas, el sistema de seguridad argentino dio muestras acabadas de su mala formación y de su absoluta incapacidad para prevenir el delito. En primer lugar, por no estar donde todos esperaban que estuviera, pero sobre todo, por no hacer a tiempo todo lo posible para evitar la terrible e injusta muerte de Morena Domínguez. Y en segundo lugar, por estar, en demasía y sobre todo cargados de preconceptos, en un lugar donde se daba una manifestación casi insignificante, que de haber sido correctamente administrada —o incluso ignorada— hubiera pasado absoluta y totalmente desapercibida.

Lejos de reconocer la situación, aparece esa “particular” y cínica forma de comunicar algunos hechos de violencia institucional, a la que voceros policiales y políticos cada vez parecen acudir con más frecuencia: la descompensación” de las víctimas. Extraño fenómeno, que de tanto repetirse, es de esperar que muy pronto se incorpore a la casuística médico forense: una insólita patología que le sucede —inexplicablemente— a las personas que suelen tener algún tipo de proximidad con policías enardecidos y formados en ese paradigma al que hacíamos referencia.

Tristemente, en Córdoba conocemos del tema, porque “el fenómeno” se dio en muchos casos, como el de Jonatan Romo, el de Ezequiel Castro, o el de Oscar Mario Sargiotti, por nombrar solo algunos de los tantos nombres que integran la lista de desgraciados que fueron ajusticiados por el sistema policial. La explicación de la “descompensación” que súbitamente padecen algunas víctimas de violencia institucional, tan absurda y provocadora, constituye una prueba elocuente de aquellas enseñanzas, que se materializan en estas prácticas.

Hasta que no se comprenda que no hay modelo de seguridad posible ni viable que tolere o permita la violencia institucional como una necesidad operativa, —porque es absolutamente ilógico prevenir y conjurar el delito, cometiendo otros delitosؙ— el absurdo posiblemente continuará formando parte de los argumentos que intenten dar cuenta de hechos tan arbitrarios como destructores de la paz social.

Y más allá de ilusiones, los que se empeñen en impulsar políticamente ese camino como el único modelo posible de seguridad, pueden que tengan alguna “victoria” engañosa. Pero en algún momento comprobarán que la tolerancia a la violencia institucional, necesariamente, terminan destrozando las ambiciones y proyectos políticos mejor consolidados. Porque la expectativa de lograr un “orden” basado en el accionar arbitrario y apañado de fuerzas policiales arbitrarias, es un sueño —o una pesadilla— que en algún momento concluye con un tsunami social que arrasa todo a su paso.

Lamentablemente, es un camino que se construye y se escribe con el padecimiento y la vida de muchas víctimas. Y el enorme dolor de sus familiares y allegados. Son justamente esas muertes, y las investigaciones y procesos judiciales que de ellas se derivan, los que en algunos casos terminan exponiendo y dejando al descubierto la existencia de un sistema de control social tan perverso como inviable, que como decíamos, necesita recurrir al absurdo para intentar negar la realidad.

Pero hay más víctimas. Y son los operadores policiales que alentados por años de paciente instrucción, terminan materializando el trabajo sucio. Son ellos los que llevan al acto aquellas categorías sociales plagadas de prejuicios a las que hacíamos referencia inicialmente. Y también son los que pagan con su libertad y con el dolor de sus familias, acciones que son diseñadas por intereses que claramente los exceden y que rápidamente los desechan.

Tal vez, cuándo futuras generaciones de policías logren visualizar en que consiste el “pago”, se pueda comenzar un lento proceso de cambio. Es la única esperanza. Y tal vez solo por eso, nos dedicamos a realizar estos registros y a escribir estas palabras.

Mientras, parece que estamos condenados a seguir esperando la nueva víctima de un sistema de seguridad ineficiente a la hora de prevenir el delito. Pero proactivo, estimulado y por momentos hasta sponsoreado, para cometer nuevos hechos de violencia institucional.