El objetivo del FMI es la problemática del sector externo, pero la teoría económica más difundida, y no por casualidad sino por intereses, explica los déficits del sector externo como exceso de gastos por encima de la producción, y no tiene en cuenta sus fuentes reales.

En Argentina, como en la mayoría de los países fuera del club de unos pocos que son ricos, los déficits externos obedecen al rezago tecnológico que las potencias avanzadas y las elites locales promueven con ahínco; a las consiguientes limitaciones de la estructura productiva y del comercio exterior, y a las malas políticas que animan ráfagas de capital especulativo y deuda externa. Pero las crisis periódicas originadas en las cuentas externas son convenientemente disfrazadas aquí y en otros países, para disimular su naturaleza y justificar medidas que continúen la acumulación desigual. La crueldad de las sanciones a quienes pretenden otros caminos señala que este orden es intencional y no el único posible.

El atraso tecnológico deriva de la eterna escasez del presupuesto público para estos fines, donde el Estado es un actor central aun en los países avanzados; y también de la presión de las potencias para impedir los avances en sectores que consideran estratégicos, o podrían limitar sus mercados o entrañar una peligrosa autonomía. Los embates de Estados Unidos contra el desarrollo tecnológico chino exhiben esta fuerza de bloqueo. En Argentina, los frenos de la administración Cambiemos al desarrollo nucleoeléctrico y satelital para congraciarse con la potencia del Norte, así como el escarnio y el desfinanciamiento de la ciencia y la educación públicas, fueron consistentes con los de otros gobiernos neoliberales igualmente alineados, como el desmantelamiento de la CNEA en los años noventa. También las presiones directas de “la Embajada” para frenar los avances en informática y biotecnología, a que se refería el legendario Manuel Sadovsky, secretario de Ciencia y Técnica en el gobierno de Raúl Alfonsín, señalan que el subdesarrollo es un estado provocado. Y las recurrentes crisis del sector externo son una manifestación de ese subdesarrollo.

Puerta giratoria

Suprimir las políticas prudenciales del sector externo agrava su inestabilidad. Así ocurrió cuando el gobierno de Mauricio Macri desreguló los movimientos de capitales especulativos, eliminó la obligación de ingresar las divisas de exportación, impulsó las importaciones aunque el dólar barato dañaba a la industria nacional, y duplicó la deuda externa pública y su carga de intereses en moneda extranjera. Todo esto provocó un enorme déficit externo, que los mercados saturados de las colocaciones récord de Argentina se negaron a financiar en marzo de 2018. En esta situación Macri recurrió al Fondo Monetario Internacional (FMI). Mala praxis o malicia estratégica, imposible saberlo por ahora.

Sin embargo, la carta de intención del gobierno, acordada con los funcionarios del FMI, no mencionaba el problema del déficit externo sino la cuestión fiscal, y la solicitud del stand by giraba en torno a ella. Incluso estipulaba que la mitad del primer desembolso de 15.000 millones de dólares sería para uso presupuestario. Pero el FMI solo puede proveer financiamiento cuando existe una necesidad del sector externo, es decir, del balance de pagos, según su Convenio Constitutivo (art. V, sección 3), que es su norma de máxima jerarquía. Aunque el uso presupuestario de los recursos del FMI era muy excepcional, a partir de la crisis mundial de 2009 su aplicación se relajó, principalmente para los países del Este de la eurozona, pero continuó sujeta al requisito de la existencia de una necesidad de balance de pagos. Y si bien éste era el problema principal de Argentina el pedido del stand by de 2018 apenas lo mencionaba en un par de párrafos de las 16 páginas del memorándum de políticas económicas y financieras, a pesar del enorme déficit en cuenta corriente de 31.000 millones de dólares (4,9% del PIB), y los fuertes vencimientos de deuda en el corto plazo. Según el gobierno, el déficit de cuenta corriente bajaría al 3,6%, sin explicar cómo lo lograría, y a pesar de su criticidad esta variable no involucró ningún compromiso en el stand by. En un optimismo infundado, el presidente del Banco Central y el ministro de Hacienda afirmaban que ese déficit “debería financiarse cómodamente con los flujos de inversión extranjera”, pero ésta a duras penas alcanzó en 2018 al 1,9% del PIB, el mismo porcentaje que el año anterior, muy lejos del dibujo oficial.

Ese primer desembolso del FMI de 15.000 millones de dólares aumentó las reservas del Banco Central de 48.000 millones de dólares a 63.000 el 22 de junio de 2018, y repuso lo perdido por la continua salida de capitales, que había minado las reservas de 62.000 millones de dólares en abril a 48.000 en junio; esta caída vociferaba el problema del balance de pagos. Pero los dólares del FMI se esfumaron en solo un trimestre, porque el BCRA continuó vendiendo reservas, que en septiembre de 2018 habían vuelto a 48.000 millones. El FMI desembolsó 30.000 millones de dólares más, que también salieron del sistema, de modo que al concluir el período de Macri el 10 de diciembre de 2019, solo quedaban 43.700 millones de dólares de reservas y 45.000 millones de dólares de deuda con el organismo.

¿Por qué tanta plata?

El stand by acordado a Argentina en junio de 2018 por 35.376 millones de degs (el deg es la unidad de cuenta del FMI), equivalentes a 50.000 millones de dólares y luego ampliado a 56.300 millones de dólares, fue el mayor en la historia del organismo. Es cierto que existieron otros arreglos aun mayores, como la línea de crédito flexible acordada a México en 2017 por 88.000 millones de dólares, pero eran solo precautorios y no implicaban desembolso de fondos sino puesta a disposición.

El monto acordado a Argentina superó largamente los límites asequibles al país: 1.277% de la cuota, frente al máximo previsto de 435% para los stand by. Con un poco de esfuerzo, los funcionarios del FMI consideraron que Argentina cumplía los cuatro criterios requeridos para acordarle el acceso excepcional a los recursos del organismo. En primer lugar, las necesidades de balance de pagos (dólares) de Argentina excedían los límites normales de acceso a los recursos del FMI; además –dijeron–, aunque su deuda era dudosa (“sostenible pero no con alta probabilidad”), tenía fuentes de financiamiento adicionales al FMI, como el swap con China y un acceso limitado a los mercados. El tercer criterio establecía que el país tendría suficiente acceso a los mercados de capital privados en una escala tal que le permitiría cumplir sus deudas con el FMI; una arriesgada proyección a futuro. Por último, el staff estimaba que el programa económico era viable, y que el ajuste podía implementarse y gestionarse institucional y políticamente. De estos cuatro criterios, solo el primero era contundente. El segundo suponía que la deuda pública permanecería bajo el umbral del 70% del PIB, pero a pocos días de la aprobación del stand by basado en este supuesto, entre otros, las cifras oficiales lo desmintieron: la deuda de la administración central ya alcanzaba al 77,4% del PIB a fin de junio de 2018, los técnicos del FMI no podían ignorarlo. La deuda subió al 95,4% en septiembre y 86,2% en diciembre. Aun así, justificaron el acceso excepcional bajo este criterio porque el país todavía podía tomar deuda en los mercados, y, a su juicio, eso le facilitaría suavizar el ajuste, crecer y lograr consenso político y social para sostener el programa comprometido. En esto tampoco acertaron: el ajuste contrajo la producción y aumentó el desempleo, la pobreza, el riesgo país y el descrédito gubernamental. Las consideraciones para aprobar los criterios tercero y cuarto eran puramente ideológicas e ilusorias, suponían que profundizar las políticas ortodoxas que llevaron a la crisis en Argentina y otros países esta vez podría resultar diferente, y apoyaban con nombre y apellido al gobierno de Macri.

Previo a solicitar formalmente el stand by, el gobierno acordó su monto y condiciones con el equipo técnico del FMI, la aprobación de la directora gerente y la bendición del socio principal, Estados Unidos. La intervención de Donald Trump fue crucial para obtener el gigantesco stand by y sus desembolsos. Si bien ya Macri y sus funcionarios habían agradecido públicamente el apoyo del gobierno estadounidense en las negociaciones con el FMI, fue Mauricio Claver Carone –nuevo presidente del BID surgido de una elección controvertida–, quien relató cuánto peleó en su carácter de representante de Estados Unidos en el FMI para que el stand by se aprobara, a fin de ayudar a Macri a ganar las elecciones, que más tarde perdería (1).

También hay que mirar el otro lado del mostrador y advertir que más allá de la presión política, el FMI podía tener un interés especial en acordar este gran stand by. Los intereses y cargos cobrados a los países miembros por usar los fondos del FMI son los principales ingresos del organismo. En 2018 esos montos habían bajado un 20% respecto del año anterior a pesar del aumento de las tasas; la deuda de los miembros con el FMI, que es la base para cobrar intereses y cargos, también caía. Varios de los programas más grandes se acercaban a su fin, como los de Grecia, Ucrania, Pakistán y Portugal. El stand by de Argentina incrementó la cartera del FMI sustantivamente: al cierre del ejercicio 2019 (que abarca desde mayo de 2018 hasta abril de 2019), el crédito desembolsado era 68% mayor que el año anterior, había pasado de 56.000 millones de dólares a 94.000 millones de dólares, todo ese aumento obedecía a la deuda de Argentina, que ya sumaba 38.900 millones de dólares (2). Los ingresos por intereses y cargos también aumentaron, de los 2.152 millones de dólares ingresados en el ejercicio cerrado en abril de 2019, Argentina pagó 764 millones, más de un tercio del total. Y en el ejercicio siguiente, finalizado en abril de 2020, los pagos argentinos por intereses y cargos representaron el 42% de los ingresos del FMI por ese concepto. Este es el rubro más importante de los ingresos del FMI, que contribuye a solventar los gastos en personal, honorarios de expertos contratados, jubilaciones, viajes, y los intereses que el FMI remunera a los miembros que “prestan” a otros miembros. Estos pagos de intereses y cargos nunca se interrumpieron, y representan algo más de 1.000 millones de dólares anuales. Esto significa que hoy Argentina es el principal deudor del organismo y el principal aportante de ingresos operativos del FMI.

Cómo estamos ahora

La deuda de Argentina con el FMI es impagable en los plazos y condiciones estipulados originariamente. Como el organismo desembolsó casi 45.000 millones de dólares en solo trece meses, los vencimientos para el repago están muy concentrados. Cada desembolso del FMI comenzaría a pagarse a los tres años, en ocho cuotas iguales. Por ejemplo, los 10.613 millones de degs (15.000 millones de dólares) recibidos el 22 de junio de 2018 comenzarían a pagarse en septiembre de 2021, en ocho cuotas de 1.326 millones de degs (1.875 millones de dólares), la última caería en junio de 2023, a cinco años del desembolso, que es el plazo máximo en condiciones normales. Lo mismo ocurre con los 30.000 millones de dólares restantes, recibidos en cuatro desembosos en octubre y diciembre de 2018, y abril y julio de 2019. Su repago se superpone, se acumula en 2022 y 2023, y quedaría un resto para 2024. También hay que seguir pagando los intereses y cargos. Y la deuda no es mayor porque después de las elecciones PASO de agosto de 2019, que Macri perdió de forma contundente, no hubo más desembolsos del FMI.

Tras esa derrota el FMI mandó una misión técnica que tomó contacto con el entonces candidato a presidente por el Frente de Todos (FdT), Alberto Fernández y miembros de su equipo económico. Después de la reunión, el FdT publicó una declaración señalando que más del 80% de los desembolsos recibidos se utilizaron para la fuga de capitales y la reversión de inversiones de capitales especulativos; sentaba su prioridad de recuperar la economía real, y concluía: “Quienes han generado esta crisis, el Gobierno y el FMI, tienen la responsabilidad de poner fin y revertir la catástrofe social que hoy atraviesa a una porción cada vez mayor de la sociedad argentina. Para ello deberían arbitrar todos y cada uno de los medios y las políticas necesarias”.

Los siguientes contactos con el organismo, antes y después de la asunción presidencial, dejaron en claro que Argentina propondría un plan económico y un acuerdo de pago cumplible, pero sin más ajuste, y el gobierno de Fernández tampoco deseaba aumentar la deuda con el organismo ni continuar el stand by. Por su parte, el FMI cambió al jefe de misión para Argentina por el venezolano Luis Cubeddu, que ya había sido representante residente en Buenos Aires entre 2002 y 2004. La renegociación de la deuda en moneda extranjera con los acreedores privados pasó al primer plano en la relación entre Argentina y el FMI. La declaración de la insostenibilidad de la deuda argentina y la exhortación a los acreedores a realizar un esfuerzo importante, esto es, a acercar sus posiciones a la oferta argentina, jugaron a favor de un cierre de las renegociaciones, que le dio aire al país para buscar la recuperación de la depresión económica, que viene desde 2018 y la pandemia agravó aun más.

La carta del 26 de agosto a la nueva directora general del FMI Kristalina Georgieva, firmada por el ministro de Economía, Martín Guzmán, y Miguel Pesce, presidente del Banco Central, anunció formalmente “la iniciación de las consultas para acordar un nuevo programa con el FMI que suceda al cancelado y descarrilado stand by de 2018”. El gobierno busca refinanciar la deuda para iniciar el repago en 2024, en mayor cantidad de cuotas, y aun no está definido el tipo de programa que se implementará, ni, al menos públicamente, las nuevas condicionalidades.

El ministro Guzmán, neokeynesiano, fue ungido por el Presidente como cabeza principal de estas negociaciones. Hasta ahora su propuesta consiste en reducir el déficit fiscal de a poco, y poner el foco en reequilibrar al sector externo, con la ambición de corregir el problema estructural de Argentina de la escasez de divisas; aumentar las exportaciones con valor agregado, en trabajo coordinado con los Ministerios de Desarrollo Productivo y de Relaciones Exteriores, y sustituir algunas importaciones, aunque esta es una materia delicada que frunce el ceño de los organismos de Washington. Desdolarizar las transacciones es otra meta oficial, para fortalecer el mercado de capitales en pesos, con el desarrollo de instrumentos financieros en moneda doméstica –su reciente desgravación obedece a ese propósito–, y una progresiva pesificación de la deuda pública. También hay otros temas no vinculados con el ajuste, como la agenda verde contra el cambio climático y las cuestiones de género en las que el gobierno ha activado políticas y que hoy son importantes para el FMI. En cuanto a las políticas para “los más vulnerables”, como dice el FMI, sin dudas son prioridad para el gobierno de Fernández, pero a juzgar por la realidad de los programas implementados en otros países, como Ecuador –el ejemplo más cercano–, el FMI ayuda más a aumentar su número que a resolver su vulnerabilidad.

La misión del FMI volverá en noviembre, para avanzar en definir el nuevo programa. El anterior fracasó, reconoció Alejandro Werner, director del Departamento del Hemisferio Occidental (nombre del continente americano en el FMI, excluye a Estados Unidos y Canadá, que revisten entre los países avanzados) el 21 de octubre, al presentar un informe sobre la región. La cuestión ahora es que el precio de ese fracaso recaiga en sus responsables.