Existe una relación de retroalimentación entre la polarización o la grieta, la economía, el conflicto distributivo y la inflación que es la clave para entender las diatribas de la economía argentina. Cada uno de los polos políticos se identifica con ciertas aspiraciones económicas. Los trabajadores, los movimientos sociales y las pequeñas y medianas empresas, están del lado “nacional y popular” de la grieta. El campo, el capital internacional y el capital financiero, están del lado “republicano”. Aumentos de salarios, derechos sociales y subsidios de un lado. Baja de retenciones, reforma laboral y aumento de la tasa de interés del otro. Pero existe una política que cruza la grieta, puesto que permite ampliar los horizontes electorales: el dólar barato. Con el dólar barato ganan casi todos casi siempre.

La dinámica del péndulo o de la polarización se retroalimenta, tanto en el aspecto político como en el económico. En el económico, ha sido analizada en extenso por los autores ya enumerados. El lado “republicano” de la grieta suele desplazar la restricción externa, esto es, la falta de dólares, para financiar el crecimiento económico mediante el endeudamiento externo. La afluencia de dólares no solo ayuda a financiar el crecimiento, sino, más importante aún, a calmar el dólar y con esto, la inflación, el conflicto distributivo. Inicialmente ese crecimiento permite una dinámica de tipo win-win: mientras que la estabilidad y la baja del dólar permite mejorar la distribución del ingreso, el crecimiento de la economía juega a favor tanto del capital como del trabajo. Más producción y más empleo con una determinada distribución del ingreso son el sedante que se compra con dólares prestados. Sin embargo, generalmente esta política no permite aumentar las capacidades productivas de la economía. El dólar barato perjudica las posibilidades de exportación de la industria, que pierde terreno a manos de las importaciones. Mientras eso pasa, la euforia cortoplacista tapa el conflicto distributivo. El “déme dos”, la “plata dulce” o el Mundial de Rusia son solo ejemplos de tales dinámicas. Cuando la fiesta se termina, la escasez de dólares deriva en una devaluación que materializa lo que el sedante había tapado por un tiempo: que las aspiraciones económicas de los distintos actores sociales no son compatibles con las capacidades productivas de la economía. Para decirlo sin rodeos: la plata, y sobre todo los dólares, no alcanzan para todos.

El lado “populista” de la grieta suele operar de manera algo diferente, pero con igual resultado. Por lo general el objetivo de mejorar la distribución del ingreso es declarado explícitamente. Favorecer el trabajo sobre el capital, la producción sobre la especulación y, muchas veces, la industria sobre el campo. Pero, para lograrlo, no se pueden cambiar las leyes de la economía: es necesario conseguir dólares para financiar el crecimiento. Sin embargo, los proyectos populares no suelen contar con el beneplácito de los mercados financieros internacionales y es por esa razón que la alternativa del endeudamiento externo suele estar vedada. Para suplir esta carencia, a lo largo de la historia argentina aparecen diversas alternativas: controlar el ingreso de importaciones, no solo para ahorrar dólares sino para promover el crecimiento de la industria local vía sustitución de importaciones; recurrir a la inversión extranjera directa; aprovechar los buenos momentos de los precios internacionales; o más recientemente, limitar los usos “no productivos” de los dólares mediante la regulación de la cantidad que personas y empresas pueden comprar con motivos financieros (el “cepo”).

Este tipo de política suele dar resultados robustos en el corto plazo. Los niveles de consumo aumentan y la producción local también. Pero el sostenimiento de las mejoras en la distribución del ingreso y el mantenimiento a raya de la inflación dependen crucialmente de la estabilidad del dólar. Para eso, el proceso requiere necesariamente un dólar barato o una variación de lo anterior: que el dólar se vaya abaratando, tal como ocurrió con la salida de la convertibilidad entre 2003 y 2008. Sin embargo, ese abaratamiento del dólar se topa con el mismo inconveniente que afecta al lado conservador del péndulo. Más temprano que tarde, la escasez de dólares termina en una devaluación que vuelve a poner al país en una situación distributiva que no conforma a casi nadie. Y esa disconformidad permite que el péndulo económico vuelva a moverse en el sentido contrario, al tiempo que la política entra en clave de polarización.

Lo anterior nos lleva a una pregunta particularmente importante para la actualidad: ¿puede resolverse la inflación estructural que afecta a Argentina desde 2010 en el marco de la polarización política que alimenta y se retroalimenta del péndulo económico? Revisando la historia reciente, las últimas dos situaciones en que el país logró mantener a raya la inflación, es decir, el conflicto distributivo, y esto redundó en una expansión económica estuvieron caracterizadas por el antónimo de la polarización política: la hegemonía, en el sentido más básico del término. Los dos momentos son la convertibilidad implementada por Menem en 1991 en el marco de un radicalismo absolutamente destruido por el Pacto de Olivos, la crisis económica de Alfonsín y el resultado electoral; y, por otro lado, el crecimiento económico con baja inflación del gobierno de Néstor Kirchner, caracterizado por la crisis político-institucional de 2001-2002 que no solo consumiría a cinco presidentes en once días, sino que, nuevamente, encontraría a un peronismo sin oposición, dada la debacle del radicalismo a posteriori del estallido económico del gobierno de De la Rúa.

Pero ¿por qué la hegemonía es determinante a la hora de bajar la inflación? Existen básicamente dos razones, conectadas entre sí. En primer lugar, la hegemonía permite que el gobierno de turno se arriesgue a bajar la inflación. En general los programas de estabilización y baja de la inflación no están libres de “efectos secundarios” y, paradójicamente, en el corto plazo suelen aumentarla antes que bajarla. La polarización implica muy bajos incentivos para arriesgar con un plan económico de este tipo, puesto que la sola posibilidad de fracaso implica que el otro polo aumente sus chances de volver al gobierno. En segundo lugar, la hegemonía implica la derrota del otro polo y, con esto, que sus representados pierdan la representación política de sus intereses, lo cual debilita el conflicto distributivo puesto que cancela políticamente a algunos actores de esa discusión. Aterrada por la inflación, la sociedad argentina aceptaría las reformas estructurales y la distribución del ingreso resultante del “1 a 1”. Golpeada por el estallido de la convertibilidad, los ganadores de ese modelo pasarían a ser los perdedores y mirarían con “la ñata contra el vidrio” cómo la distribución del ingreso se sesgaba a favor de los trabajadores y los desocupados. Sin embargo, a medida que la polarización en Argentina comenzó a crecer a partir del conflicto (distributivo) de la Resolución 125, cambiar la distribución del ingreso ya no sería tan fácil. En ocasión de su último discurso en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso en el año 2015, la entonces presidente Cristina Fernández de Kirchner diría: “Yo no dejo un país cómodo para los dirigentes, yo dejo un país cómodo para la gente […] Va a ser incómodo sobre todo si le piensan sacar derechos que ha ganado la gente […] Si, por ejemplo, se quiere privatizar nuevamente Aerolíneas Argentinas, YPF, si por ejemplo se le van a negar a los jubilados los dos aumentos anuales […], que los trabajadores puedan libremente pactar sus salarios […] Claro que va a ser un país no cómodo para los dirigentes políticos, sobre todo para aquellos que quieren cambiar tantas cosas”.

La frase sería ciertamente premonitoria. Cada cambio propuesto por el nuevo gobierno de Macri enfrentaría una altísima conflictividad política y social. Y esa conflictividad terminaría reflejándose en la dinámica de la inflación, que solo bajaría de cara a las elecciones de medio término, donde el gobierno buscaría apaciguar el conflicto distributivo para maximizar sus chances electorales. Una forma de resumir los problemas con el modelo económico de Cambiemos sería concluir que la distribución del ingreso implícita en ese programa económico no fue aceptada, no solo por la sociedad, sino por la principal fuerza de la oposición. Así, una de las medidas más claras que buscaron cambiar sustantivamente la distribución del ingreso, como lo fue la reforma jubilatoria que buscó Cambiemos luego del triunfo electoral de medio término, no solo encontró resistencia política en el Congreso sino de muchas organizaciones políticas en la calle. Cambiemos llegó a argumentar que la reforma jubilatoria que buscaba no pudo concretarse porque le arrojaron “catorce toneladas de piedras”. Cambiemos experimentó la imposibilidad de modificar sustantivamente la distribución del ingreso en ausencia de hegemonía política.

Pero la interacción entre conflicto distributivo, inflación y polarización política reciente tiene algunos años más de historia. En nuestra interpretación, ese conflicto distributivo aumentó de temperatura, y con eso la inflación, a partir de la crisis de la Resolución 125. En ese conflicto con “el campo”, el kirchnerismo buscaría modificar la distribución del ingreso que emergía del ciclo alcista de los precios de las materias primas. Cuando el conflicto llegó a su máximo nivel, la entonces presidenta recomendó algo muy concreto a los opositores a esa redistribución del ingreso: “Armen un partido y ganen las elecciones”. Pues bien, los opositores así lo hicieron. Armaron un partido, Cambiemos. Y ganaron las elecciones en 2015. Y su primera medida fue bajar las retenciones. Sin embargo, la inconsistencia del modelo económico de Cambiemos, y la resistencia social y política a la redistribución del ingreso que venía a proponer el “cambio”, implicaron que la polarización llegara a su punto máximo en la elección de 2019 y el péndulo volviera a moverse en la dirección contraria. Pandemia de por medio, no obstante, el Frente de Todos no lograría imponer la distribución del ingreso deseada por esa coalición y, por consiguiente, la inflación volvería a tomar temperatura.

Estas líneas se terminan de escribir luego de las elecciones primarias de septiembre de 2021. En esas elecciones, el oficialismo del Frente de Todos perdió ante Cambiemos, a solo dos años de una contundente victoria en contra de ese mismo adversario. El resultado electoral parecería indicar que el péndulo volverá a moverse en la dirección contraria, pero no como resultado de una nueva hegemonía, sino como una fatídica consolidación de la polarización política. Proyectar es particularmente complejo para los economistas, sobre todo si se trata de proyectar el futuro… Pero de algo podemos estar seguros. Existen solo dos chances de reducir la inflación y poner a la economía argentina en un sendero de expansión económica que tanto se le niega al país desde 2012. La primera es la forma tortuosa: que un estallido económico determine una nueva etapa de hegemonía para alguno de los dos polos. La segunda, es la forma armónica: un acuerdo político que permita encontrar una distribución del ingreso que contente a los dos polos de la grieta. Sin embargo, la razón de la grieta ¿no es justamente el desacuerdo sobre la distribución ingreso?

Este fragmento forma parte del artículo “Polarización, conflicto distributivo e inflación en Argentina. Algunas reflexiones” que integra el libro “Polarizados”. Fue publicado por Le monde diplomatique.