Un cable negro que asomaba a través de una alcantarilla. Ese fue el detalle que salvó la vida de Raúl Alfonsín, que apenas tres años antes había sido elegido presidente de la recuperación democrática. Un cable negro asomando a través de una alcantarilla, debajo de la cual había una bomba. Era el 19 de mayo de 1986, hace hoy 35 años.

La mano de obra desocupada vivía momentos de incertidumbre y no perdía oportunidad para recordar que aún estaban vigentes. Antes de aquel 19 de mayo le volaron las oficinas a Vicente Leónidas Saadi y una seguidilla de  nueve bombas explotaron, en la misma noche, diferentes comités radicales en la provincia de Buenos Aires. Estaban vigentes los muchachos.

Alfonsín llegó a Córdoba ese mismo 19 de mayo. Aterrizó, a bordo del Tango 1, en la Escuela de Aviación Militar. Antes de que el presidente pisara suelo cordobés, una patrulla de limpiadores tuvo que eliminar los grafitis escritos en las paredes de la ciudad para recibirlo. No defendían esas pintadas a la democracia, sino a quienes habían atentado contra ella.

A esa Córdoba llegó Alfonsín sin su vice cordobés. Quienes pintaban los grafitis preferían a ese vice presidente cordobés, a quien conocían bien de cerca. 

El plan de Alfonsín era visitar la sede del Tercer Cuerpo del Ejército con el inocente deseo de que esos hombres comprendieran el valor de la democracia. Inocente deseo. 

Poco antes de llegar al lugar del acto, cerca del casino de oficiales, donde el presidente iba a activar un cañón como artificio de guerra y salud castrense, el oficial Carlos Primo, del comando radioeléctrico de la provincia de Córdoba, caminó las calles del destacamento militar para verificar que todo esté en orden.

Una bomba para Alfonsín oculta en una alcantarilla: 35 años del atentado fallido en Córdoba

Entró en los pastizales no tanto por encontrar algo oculto, sino porque se estaba meando. Después de vaciar su vejiga saltó algunas acequias sin agua y con el pie izquierdo movió unos yuyos que tapaban la boca de una alcantarilla. Esos yuyos dorados por el otoño de Córdoba contrastaban con un filamento negro que nada tenía que ver con el otoño, pero bien podía ser el infierno. 

“¿Y esto qué es?”, le preguntó al cabo Hugo Velázquez, que lo acompañaba en la guardia. Velázquez, que no sabía mucho más que su superior, escarbó con su bota policial y vio en detalle lo que escondía. Lo gritó como quien da una primicia, una noticia que nadie espera. Velázquez anunció, como un pregón, que están parados sobre una bomba. 

Dos kilos y medio de TNT y dos panes de trotyl de 450 gramos cada uno esperaban en silencio el paso del presidente para convertirlo en un mártir. Un hombre de apellido Arce, de la brigada de explosivos, fue el encargado de desactivar la bomba: sacó el detonador, despegó el trotil, cargó en sus brazos el arma del magnicidio frustrado y caminó lento hacia su móvil. Los dejó con cuidado y volvió a respirar.

Cuando el trance pasó y Alfonsín estuvo a salvo, la actividad oficial se suspendió y el presidente tan solo habló a los jefes y oficiales del III Cuerpo en el Casino de Oficiales. No se sabe qué les dijo. Si se sabe que los militares escucharon en silencio, que no hubo aplausos y que, en el coloquio posterior, renunciaron a la posibilidad de hacerle preguntas al presidente. 

Una semana después hicieron explotar la bomba. La detonación abrió un orificio ideal para desechar la democracia y las esquirlas volaron hasta 70 metros. Ignacio Aníbal Verdura, el jefe del Tercer cuerpo, anunció su retiro. Dijo que no hubiera querido terminar así su carrera militar. Se engañó: en ese mayo de hace 35 años no terminó nada, porque años después Verdura fue enjuiciado por crímenes de lesa humanidad. Entre otros, el robo del nieto de Estela de Carlotto. Nadie lo imputa por la bomba cordobesa que buscó el fin de la democracia.