Cuarentena, confinamiento, encierro preventivo, aislamiento y distancia social. #Yomequedoencasa.

Palabras que parecían imposibles de dimensionar, en especial en un mundo que pregona libertades como nunca antes. Libertad de expresión, de circulación, política, de elección sexual, de credo. Las estructuras como las conocemos, con sus defectos y virtudes, se ponen en jaque cuando una verdadera pandemia amenaza con infectar a cientos y miles de personas. Estadísticamente, uno de cada tres.

Hoy la libertad se ve obligada a reducirse a las paredes que nos contienen, las paredes de nuestros hogares. Y a la libertad, le llega su opuesto: el encierro. Obligado.

Las libertades individuales, cuando se convive en tiempos de Coronavirus, se chocan entre esas paredes y el techo se vuelve el límite, el verdadero límite. Y reconozcámoslo. No estamos acostumbrados al techo.

Hoy se nos pide un sacrificio que parece extremo. Uno que colapsa con los engranajes del sistema productivo e hiperconectado en el que vivimos. Se nos demanda hacer un paso al costado, resguardarse y, lo más terrible, asumir que somos prescindibles.

El virus no entiende de títulos, de clase social, de raza, de género o nacionalidad. Y cuando hacemos ese paso al costado, por más de que nuestro ego sufra, el mundo sigue girando. Distinto. Menos productivo, con el precio del petróleo en baja y con las fronteras cerradas. Pero funciona igual. Porque somos simplemente una anécdota.

Y cuando vemos que el sistema hacia afuera no nos necesita tanto como creíamos, analizamos esa otra estructura de la que también somos parte. Esa estructura hacia el interior de casa, esa que tiene techo. La estructura que amenaza nuestras libertades individuales, que nos recuerda otras responsabilidades.

Es entonces que los lazos familiares, los vínculos más cercanos, el deber de mantener y sostener un hogar desde lo económico, pero fundamentalmente desde lo afectivo, cobran protagonismo. Y es en el aislamiento social, paradójicamente, el momento en el que la convivencia se convierte en un desafío.

El de reencontrarse en lo simple, de sortear las dificultades con creatividad e ingenio, el de pensar qué hacer con el tiempo que ahora sobra y cómo evitar que el aburrimiento nos derrote.

Y es en confinamiento cuando surge la necesidad de ver al otro desde otra perspectiva, reconociéndolo y respetándolo. Es en confinamiento que los aplausos espontáneos al personal médico empiezan a organizarse y replicarse; es en confinamiento que los balcones empiezan a cantar y bailar; es en confinamiento que el arte se hace libre y se convierte en viral. Es en confinamiento que entendemos que aunque somos una anécdota, necesitamos contársela a otro. Y es, definitivamente en confinamiento, cuando salen los memes más creativos. Y la risa se contagia, se propaga y ayuda. Aislarse para cuidarnos entre todos. Aislarse para cortar rápidamente con la dificultosa distancia social.