A ver, no todas las personas discas nos conocemos. Así que dejá de nombrarme a gente que no conozco. Es como acto reflejo, un tic que tienen algunas personas en buscar compararme o vincularme con otras que están en silla de ruedas, o simplemente porque somos discas. De antemano les aclaro que no formo parte de un club social o una asociación de amigxs disca.


Apenas me accidenté, tanto yo como el resto de las personas que me visitaban o acompañaban en rehabilitación, no sabíamos cómo sería vivir siendo disca. Entonces en el manual de uso del sentido común, las personas agradablemente buscaban la forma de lidiar con esos conflictos mediante la comparación. Es por eso que me relacionaban con el pibe que se quebró esquiando, con la vecina que hacía deporte acuático o con el actor que se cayó del caballo. Y así. Siempre hay un primo, un hijo o un hermano que pasó por algo parecido. “Parecido”, entre comillas. Aunque, por lo general, en más de una ocasión me asocian con personas que no tienen nada que ver con mi tipo de lesión medular. Es entendible. Creo que a mí también me pasaría. Ni yo ni el resto de las personas tenemos que saber qué tipo de discapacidad tienen las personas. Es falta de información, no de empatía.


Recuerdo que una vez me dijeron que si me mentalizada positivamente, volvería a caminar. Una situación compleja, porque pretender que mentalmente yo pueda regenerar la sustancia gris de la médula espinal y volver a caminar, es un montón. Lograrlo me daría mucho más que un premio Nobel, seguramente. Obviamente que esos millones de dólares, como premio, no me vendrían nada mal. Pero eso, lamento decir, que no sucederá.

Hay una sana costumbre que es la de creer que todas las personas discas son iguales. O que tenemos un poder especial para leernos la mente. Y la más recurrente, la de creer que todas las personas discas nos conocemos. Es como un chip que tiene la humanidad de querer agrupar todo: por género, por gusto, por sexo, por edad, por raza, por todo. Por cualquier cosa, la humanidad necesita unificarlo, sistematizarlo. Pero la pregunta es: ¿las personas discas somos iguales? Pues no.

Ismael Rodríguez, frente a otro escalón.

No tenemos el don de la telepatía entre las personas con discapacidad. Tampoco somos el club social y deportivo disca. Lamento decirte que no sé de quién me estás hablando. Me alegro muchísimo de sus avances en la rehabilitación o en el trabajo, pero no sé quién es. Te juro que ni siquiera sé su nombre o apellido. A las personas discas no nos pasan las mismas cosas, no sentimos los mismos miedos, no transitamos los mismos vértigos. Más aún, no actuamos, no pensamos, no sentimos, no disfrutamos de las mismas cosas. Básicamente, porque las personas que habitamos el mundo no nos conocemos entre sí. Porqué pretender que ese 15 por ciento de personas que habitan el planeta, se tienen que conocer.

Aclarado eso, paso a lo personal. Lo que más exaspera es estar en algún lugar con alguien, y que las otras personas sólo le hablen a quien me acompaña, haciendo de cuenta que yo no existo. Ir acompañado a un local comercial, a una casa de comidas o a donde sea, automáticamente me invisibiliza. Allí me borran. Me anulan. Te parece si lo ponemos acá, dicen. O también lo podemos llevar allá, sugieren. O traerlo acá, añade otra voz. ¿Le traigo gaseosa o querrá otra cosa el señor? No sé, pregúntele usted, responden mis citas cuando nos atienden en algún bar de la ciudad. ¡Qué difícil!

Por lo menos ya no me besan la frente. Una acción muy común entre las personas creyentes. La respeto, ojo, pero no está bueno que te besen la cara en cualquier lugar y sin pedir permiso. Yo no lo hago, por lo menos. No soy un ser de luz o ejemplo de vida o de lucha. No me pongas ahí sin mi consentimiento. Quizás hay quienes si lo sientan, pero conociendo un poco el paño, te podría decir que en general las personas discas pensamos así. Es por eso que me dan espasmos en las piernas cuando paso frente a una iglesia. No te enojes.

Otro momento épico es cuando tengo que saber y conocer de memoria, el manual universal de los derechos, deberes y saberes del mundo disca. Vamos a suponer algunos casos, para ejemplificar. Por ejemplo, tengo que saber las medidas, grados y porcentajes de inclinación que debe tener una rampa, en el mismísimo momento en que me choco con una escalera. ¿De cuánto tiene que ser la rampita para la silla? me pregunta el dueño del establecimiento en falta, cuando me ve insultando frente al primer peldaño. No lo sé, no soy arquitecto, respondo ofuscado.

Pasa algo similar frente a reclamos legales. En más de una ocasión me toca padecer la violencia institucional dentro del sistema de salud, ya sea en alguna atención médica o trámite. Y es ahí donde las personas que me atienden me exigen saber sobre los derechos y leyes que me amparan para continuar con tal o cual trámite. Como si yo me hubiese estudiado las últimas modificaciones del Código Civil Comercial, las resoluciones ministeriales, o tuviese un registro exacto de cómo presentar un reclamo ante la Superintendencia de la Salud. Pues no mi ciela, tampoco soy abogado.

Puede sonar fuerte, pero exigirme saber todo eso, y muchas más cosas que no traigo a colación, es ser capacitista. Y no me corran con el resentimiento ni la victimización. Hay cosas que las voy aprendiendo, es cierto. Pero es doloroso que te infantilicen todo el tiempo. Por lo general, las personas no andamos por la vida tomándoles exámenes a otras. Hay excepciones, claro está. Pero ese no es el punto en estos relatos. Porque mientras más se esfuerzan en hacerme sentir normal, más me convierto en mounstruo. Y me encanta serlo. Y en el caso de que yo sea parte de un club, me gustaría jugar en primera.