No existía nada, hasta hace poco. O casi nada. Aunque en 1915 se hizo una primera película en Córdoba, a lo largo de casi todo el Siglo XX no hubo mucho más: un hermoso escenario en nuestras sierras, para ‘Flor de Durazno’ con Carlos Gardel; algunas películas en los 50; un intento sostenido de Jorge Salvador con su ‘Babilonia’ (filmada después de mucho tesón, en 1987); y hasta una fábrica de proyectores. En los 90, algo de los pioneros Liliana Paolinelli y Santiago Loza. Pero recién avanzado el Siglo XXI, además del Cordobazo y el fernet, Córdoba tuvo su cine.

A partir de 2010, tras el éxito de la película ‘De caravana’ de Rosendo Ruiz, hubo un bum. Fue una concurrencia del fomento del Estado provincial, la pléyade de egresades de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional, y una tradición cineclubista que abonó lo propio. Amén, claro, de la revolución tecnológica. Algo de esto explica, Google mediante, Pedro Sorrentino, investigador de la Facultad de Arte.

Cuando a comienzos del 2000 Carolina Rojo estaba terminando de estudiar Cine, muches de sus compañeres se querían ir a España. O a Buenos Aires. Ser grandes directores. Yo no, dice ella sin vueltas.

Veinte años más tarde, en este nuevo mundo con cine cordobés, Carolina Rojo hizo su primer largometraje. Entre documental, testimonial, ficcional, ‘Madre Baile’ recupera la historia de Leonor Marzano, creadora del cuarteto, apenas conocida para muches habitués de los bailes del género. La peli reivindica esa música bastardeada (a pesar de su avance en el mundo de lo correcto), y una mujer fundamental.

Su directora sabe que ‘Madre baile’ es un gran aporte a la memoria y la identidad local. La sorprende el recorrido de la película por la provincia, el abrazo de gente con historias de bailes en el pueblo, los comentarios elogiosos de la querida Paola Suárez (muerta repentinamente). Pero su mayor satisfacción −algo incrédula, todavía−, es haber dirigido a tanta gente. Actores, actrices; protagonistas grosos del cuarteto en diálogo con Vivi Pozzebón, autora del tema musical de la película, devenida entrevistadora; técnicos, extras, ayudantes. Larga lista necesaria para semejante empresa. Soy muy indecisa, confiesa. Y viniendo del cine comunitario, no quería imponer mis criterios, se justifica. 

Efectivamente, Carolina Rojo viene del cine comunitario. Lo habita. Primero unos cortos (premio Acorca, Asociación Cordobesa de Difusión por Cable) y un taller en el Neuro, donde aprendió a humanizar ‘la locura’. No quería que las psicólogas nos advirtieran sobre la gente. No me expliques, les pedía yo. Y aunque alguna vez ese acercamiento virginal le ocasionó encontronazos desestabilizantes, lo sigue prefiriendo. Una se transforma, cuenta. Aprendés a resolver problemas en el momento.

Con su coequiper Rodrigo del Canto, pergeñaron por entonces, el Invicines, Festival de Cine Social y Comunitario que en septiembre tendrá su octava edición. Unos 50 cortos de escuelas, cooperativas, clubes, cárceles, colectivos militantes, que se exhibirán entre La Piojera y el Cine Club Municipal. A la gente le interesa verse, usar el micrófono, hablar de sus cosas, defiende Carolina Rojo ese cine minúsculo tan alejado de la industria y del público masivo. 
En la cocina de su casa de Alta Córdoba, detrás de sus gruesos anteojos negros de cineasta, bajo unos rulos que otrora fueron colorados, Carolina Rojo hace cuentas. Ahora, solo realización audiovisual. Pudo dejar las clases en la secundaria, donde chicas y chicos, después de la pandemia, se volvieron muy difíciles para ella. Pero no le alcanzaría, si no fuera por el trabajo de su compañero, el periodista Alexis Oliva, con quien crían a Lena y a Ana cuyas ocurrencias infantiles tienen seguidores en feisbuk. Ganar poco significa mayor dedicación al hogar. Y menos tiempo para las cámaras. Pero no lo lamenta. Su familia es un equipo.

Carolina Rojo tiene 43 años. Llegó a lo audiovisual desde General Cabrera, donde siendo niña, asistía a su papá Héctor, fotógrafo que le confió una primera filmadora comprada para casamientos y bautismos. Me edité el video de mi fiesta de 15, sorprende. Y lo que era casi un juego, ayuda familiar (algo le pagaba, el padre empleador), con los años se transformó en pasión.

A la sensibilidad por les otres, la heredó de María, su madre, dueña de un cotillón al que siempre llega gente con sus cuitas. En una familia despolitizada, pero una ciudad muy radical (donde hace pocos días, Edgardo Grosso, el ex vice de Angeloz, murió a los 88 años), Carolina Rojo militó un tiempo en la Juventud Radical. Se ríe. Y fue misionera. Misionando en Santiago del Estero, comenzó a hacerse documentalista, el género que más le gusta. Yo buscaba, dice. Y al llegar a Córdoba, se fue alejando de su militancia adolescente.

En el Departamento de Cine de la Universidad Nacional, su profe de montaje y alguna vez decano, Arturo Borio, ejerció como un sensei (maestro). Director de su tesis de licenciatura, todavía hablan largo por teléfono sobre los detalles de algún guion.

Admiradora de las cineastas Carmen Guarini y Ana Zanotti (de Misiones), ‘Amelie’ le dio vuelta la cabeza. Pero no mira mucho cine. Siempre ocupada en otras cosas. Prepara un documental sobre la familia diversa de Santiago Merlo, comunicador trans, padre reciente. Y una ficción, que transcurre en una cocina, con cuatro generaciones en años clave: 1952, 1976, 2001.

Finalmente, Carolina Rojo vuelve a su padre. Mientras esto es mi pasión, para él, las fotos solo eran un trabajo. Pero siento su herencia. Desde chica yo traté de hacer algo distinto. Él estaba siempre rodeado de amigos raros.