Córdoba arde. Las llamas que devoran hectáreas y hectáreas de bosques nativos llegan a los pueblos, mientras el coronavirus fagocita pisos enteros de hospitales y clínicas. Los bomberos y el personal de salud apagan ambos incendios, sufriendo bajas en sus líneas a manos de las amenazas que combaten. Los focos de las dos tragedias se ubican al interior de la provincia: mientras Córdoba acusa una ocupación de camas de terapia intensiva del 60%, en ciudades como Villa María (80.000 habitantes), la ocupación llegó a arañar el 100%, a pesar de que allí los sistemas público y privado (ambos muy robustos) trabajan como una unidad. No es una localidad más: como es cabeza del Centro de Operaciones de Emergencia (COE) de la región, recibe pacientes de una zona que abarca a 400.000 personas.

Allí vive Darío Quinodoz, infectólogo del Hospital Pasteur, quien además de trabajar sin descanso en el COE, suele alertar en los medios locales sobre los peligros de no realizar otra cuarentena estricta en una localidad que está al borde del colapso. “Estamos teniendo una evolución de la pandemia parecida a la de los países europeos en un primer momento, como la de Italia o España. Un pico que va muy rápido, que va a ser muy fuerte y que va a causar muchas muertes. No es un goteo de casos: es un aluvión”, afirma. Todos lo escuchan. Incluso su hijo de 18 años, que no asiste a reuniones sociales que no respetan las medidas de aislamiento. Los amigos del joven también lo conocen: “Tu viejo es un trastornado”, le dicen. Y continúan las fiestas no autorizadas, uno de los principales focos de un contagio que comenzó en jóvenes, pero ya es transgeneracional. “Hemos tenido a un joven, a su padre y a su abuelo internados en una misma institución”, ejemplifica.

Es que, para Quinodoz, Villa María está dividida en dos ciudades paralelas. En una de ellas, la “pandemia es invisible”. No entiende por qué. Le gustaría sentarse a charlar con sociólogos, psicólogos sociales y antropólogos para dilucidar por qué no se generó “una nueva inteligencia social”. “Todos los días se muere gente, tenemos personas de 26 o 30 años internadas con neumonía bilateral”, cuenta. “Pero yo vivo frente a la costanera del río, y la semana pasada esto era la Bristol el 10 de enero”, añade desesperado.

“Hay un mecanismo complejo por el cual la sociedad no registra esto y parece que lo único que les importa a los medios de comunicación hegemónicos es el número de muertos y cómo está Argentina en el ranking mundial”, afirma. Como en gran parte del país, en Villa María también se dio la politización de las medidas sanitarias, que identifica casi totalmente a quienes las cumplen con el oficialismo. Las marchas anticuarentena tuvieron su versión local. “A esas cosas ni las registro. Ni pienso en eso: si lo hiciera, no iría más a atender a nadie”, admite.

En la parte de la ciudad donde la pandemia sí se ve, Quinodoz cuenta que en todas las instituciones hubo personal de salud contagiado: incluso falleció un compañero suyo de Monte Buey, de 41 años de edad. Además, prácticamente todos los profesionales de la salud padecen de estrés: él, por su parte, sufrió de insomnio. ¿Qué le espera a Villa María? Para Quinodoz, aunque “el núcleo duro de pacientes es gente que no pertenece a los grupos vulnerables –afirma– eso va a llegar”. Es inevitable si los casos siguen subiendo al ritmo actual y si los gobiernos no toman medidas determinantes.

Como símbolo del desastre, el humo de los incendios forestales se llegó a ver y a oler en la capital cordobesa y ciertas imágenes (las interminables filas de personas queriéndose hisopar) ya son comunes en la ciudad de Córdoba. La saturación de las localidades del interior quizá sea la señal de una situación que está a punto de generalizarse.

El sur también existe

En Río Negro, 9 de cada 10 camas de terapia intensiva están ocupadas. Estas cifras son un promedio, lo que significa que en algunas localidades de esa provincia es incluso mayor. Es el caso de Cipolletti (90.000 habitantes), cuyo sistema sanitario ya está saturado. Antes de la pandemia, su hospital tenía cinco camas de terapia intensiva. Ahora también reciben a personas que necesitan tratamientos intensivos en la guardia, en el shock room y en el ala de pediatría. Son un mínimo de 20 camas, con la misma cantidad de médicos intensivistas que había antes del surgimiento del nuevo coronavirus. Y son todos pacientes de Covid-19. “En una de mis últimas guardias, no había dónde poner pacientes. No hay lugar”, se lamenta el Dr. Luis Marincevic, médico de planta de terapia intensiva.

Según Marincevic, en el inicio de la pandemia hubo principalmente pacientes de edad avanzada. “Ahora vemos pacientes jóvenes, de 30, 40 o 50 años”. Son personas que se internan “después de varios días de síntomas con cada vez más deterioro de la oxigenación”, afirma el médico. “Hay distintas intervenciones para hacer, pero cuando no funcionan, el último recurso es el respirador”, describe. “La entrada a terapia intensiva pone al paciente en un grupo en el que la mortalidad está cerca del 50%”, afirma. Es que no se trata solo del Covid-19, que produce una inflamación pulmonar. “Como hay que recurrir a la invasión, llenarlos de mangueritas, de medicamentos, inmovilizarlos por mucho tiempo con no menos de dos semanas de respirador, cuando empezás a sacarle las cosas, el Covid ya se fue pero aparecen las infecciones y la debilidad generalizada”. Luego de ese período los pacientes tienen dificultades “para mover los brazos, las piernas y el diafragma. Eso los deja pegados al respirador, los expone a infecciones respiratorias y muchos de los pacientes terminan muriéndose por las complicaciones de la internación prolongada, y no del Covid”, concluye.

Antes de que se llegara a la saturación total, los medios del Alto Valle advertían sobre el “protocolo de bioética”, una serie de estándares que se utilizan para decidir a qué paciente se le otorgaría un respirador si, llegado el caso, estos se terminaran: se prioriza a quienes tienen mayores oportunidades de sobrevivir. “Forma parte de la catástrofe. Hay pacientes en los que, en otra situación, hubiésemos hecho un intento, sabiendo que tenemos muchas posibilidades de que no funcione. Pero hoy no podemos”, narra Marincevic.

Particularmente, Cipolletti estuvo en el ojo de la tormenta mediática local porque no se le brindó un respirador a un pastor de la zona, de 80 años de edad, contagiado de coronavirus. Sin embargo, en ese caso no se aplicó el protocolo de bioética. Esa etapa ya se terminó. “Eso es cuando estás en el borde; hoy ya no tenemos para nadie”, dice Marincevic. “Un sistema saturado significa que no tengo para nadie. Tu edad, tu estado previo y el compromiso que tengas son intrascendentes, porque necesitás un respirador y no tengo”, grafica el médico.

No solamente se trata de la incapacidad de atender a contagiados con Covid-19 que necesitan de terapia intensiva: tampoco la hay para recibir a los pacientes habituales que la requieren, como cirugías con complicaciones o traumas. “En un momento creíamos que íbamos a poder separar sectores del hospital entre Covid y no Covid”, recuerda Marincevic. No pudo ser: hoy todo el hospital es un hospital Covid. “Muchos dicen: ‘No tengan miedo’. ¿Qué hace el tipo que dice eso? Estamos ante una catástrofe. Yo trabajo con miedo, pero no me paraliza”, afirma Marincevic.

Uno de esos días de miedo, mientras atendían a los pacientes en una de las improvisadas salas de terapia, los médicos comenzaron a escuchar bocinas: era uno de los “ruidazos” contra las medidas sanitarias. Los médicos se miraron y siguieron trabajando. Nadie dijo nada.

20 días que conmovieron a Orán

Villa María en Córdoba y Cipolletti en Río Negro son ciudades emplazadas en provincias que cuentan con sistemas de salud relativamente preparados. Pero, ¿qué sucede cuando el virus se instala en localidades sin recursos? En Orán, Salta (85.000 habitantes), la emergencia sociosanitaria se declaró en enero, tras la muerte de seis niños por desnutrición. Allí Julia Pizola es médica de planta en el Hospital San Vicente de Paul. Como otros 130 trabajadores de ese centro de salud, se contagió de coronavirus. La precarización laboral no es solo salarial: según un informe de ATE, el 90% de ellos alguna vez tuvo que comprar implementos porque no les proveían barbijos N95, mamelucos o máscaras faciales. Cuando el gobierno provincial comenzó a atender el reclamo de los trabajadores, ya había un gran número de contagiados.

“Tuve una neumonía de base derecha y la pude superar. Estuve quince días internada, y ni bien salí me reincorporé a trabajar. Hoy solo siento una agitación al caminar”, cuenta Pizola.

No tuvo opción. Salió a principios de agosto, el momento exacto en que “la represa se rompió”. “Pasamos de ingresar 3 o 4 pacientes por día, a más de 60”, afirma. Pizola, que también es referente de ATE, describe los 20 días en los que el sistema se saturó. Salta actualmente es una de las provincias más comprometidas, con el 82% de sus camas de terapia intensiva ocupadas. Y Orán llegó a tener ocupada la totalidad de sus camas: como cabecera de la zona, recibe pacientes de un departamento que abarca 250.000 habitantes. Para esa población tenían cuatro respiradores y ocho camas de terapia intensiva. Pero no solo faltaban respiradores y personal: “Muchos no tenían ni siquiera la dignidad de un tubo de oxígeno: la gente lo compraba para sus familiares, había que darles recetas para antibióticos, los espacios estaban colapsados, la gente en camillas en los pasillos, sentados en el suelo, sin otras posibilidades…”, recuerda.

Para Pizola, el colapso en Orán obedece a “una sumatoria de factores y situaciones”, que incluyen “un sistema de salud vaciado, sin recursos y de décadas de desinversión”, además de que Salta es “una de las provincias más pobres del país”. “Tenemos una pobreza estructural: no es solamente material, se traslada al modo de vida y al cuerpo de los pacientes: muchos venían con patologías crónicas, tuberculosis, malnutrición y enfermedades respiratorias”. Asimismo, una parte importante de la población no pudo cumplir con las medidas de prevención: “Con hacinamiento no hay distancia social, y sin agua corriente no hay lavado de manos”, resume la médica.

Luego de que tomara estado público una carta en la que el médico Daniel Gatica, agredido por los familiares de un fallecido de Covid, narraba la difícil situación de los trabajadores de la salud, el gobierno provincial habilitó otro edificio con respiradores, lo que ayudó a descomprimir la situación: se emplazó en la escuela Osvaldo Pos, que queda frente al hospital. Sin embargo, las deficiencias estructurales no han sido paliadas y el número de muertos real aún no se conoce. Es que, desde ATE, afirman que el número oficial de fallecidos en Orán por Covid-19 (alrededor de 72 a inicios de octubre) sufre de un grave subregistro. Debido al colapso, hubo varias personas que no llegaron a ningún centro de salud y fallecieron en sus domicilios: “Contábamos entre 5 y 6 por día por enfermedades respiratorias, pero a ellos no se les hizo post-mortem la prueba para detectar Covid-19, no se los puede cuantificar”. “El Plan Detectar estableció que cerca de la mitad de la comunidad tiene o ha tenido Covid-19”, resume Pizola. Y agrega: “Calculamos que al número oficial habría que multiplicarlo por 10”.

El interior de la pandemia

Por ser cabeceras de sus respectivas regiones, muchas de las ciudades medianas también reciben pacientes Covid-19 de los pueblos más pequeños que las circundan: por eso, la saturación no afecta solo a una localidad, sino a comunidades aún mayores. Sus sistemas sanitarios, entonces, tienen menos camas relativas que las de las grandes ciudades. Asimismo, su cantidad de habitantes redunda en que la “inmunidad de cagazo” –término acuñado por el investigador del Conicet Roberto Etchenique– sea mediada: cuando alguien se enferma o muere, esto no repercute directamente en los comportamientos de gran parte de la población, como sucede en los pueblos más chicos del país. En ellos, la comunicación con los médicos y las autoridades sanitarias es más directa y, cuando suceden contagios, es muy probable que una proporción mayor de los ciudadanos conozca al infectado. Como esto es imposible en las ciudades medianas (al igual que en las urbes más populosas del país), sus habitantes dependen más de los medios de comunicación y, por lo tanto, son más permeables a los discursos contra las medidas sanitarias. Y sus gobernantes, más débiles ante las presiones empresarias.

Ampliar los sistemas sanitarios, cerciorarse de que toda la población esté informada y tenga posibilidades de cumplir con las medidas, además de testear a trabajadores esenciales que tengan gran capacidad de distribución del virus y de aislar a los contactos estrechos de los casos sospechosos pueden ser medidas que frenen un colapso que ya inició. Las imágenes de catástrofe ya no provienen del exterior del país, sino de su interior.

Por Facundo Iglesia (periodista) / Fuente: Le Monde Diplomatique